Nación, clase y hegemonía

Los frentes del debate

La Tizza
La Tizza Cuba
24 min readJul 27, 2024

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Por Miguel Mazzeo

Frida Kahlo: Autorretrato en la frontera entre México y Estados Unidos

La Tizza publica el primer capítulo del libro Poder popular y nación. Notas sobre el Bicentenario de la Revolución de Mayo, del pensador y militante popular Miguel Mazzeo. El volumen apareció como parte de la colección Cascotazos, resultado de la colaboración entre la Editorial El Colectivo y Ediciones Herramienta, Buenos Aires, Argentina.

Esa lucha por la desarticulación del antiguo sistema hegemónico y la rearticulación de sus componentes contradictorios en torno a un nuevo sistema hegemónico puede ser caracterizada como una lucha entre la nación burguesa autoritaria y la nación popular democrática. En ese sentido, la izquierda socialista y democrática es portadora potencial de un modelo alternativo de nación.

Leopoldo Mármora

I

Este trabajo fue producido en el fragor de polémicas y debates sostenidos en varios frentes, principalmente con los lugares comunes — los trillados recetarios — replicados incansablemente por la vieja izquierda, con los posicionamientos ingenuos y ambiguos de cierta izquierda dizque heterodoxa y con las reediciones del discurso nacional-populista tradicional, auspiciadas directa o indirectamente por el proceso histórico argentino, sobre todo a partir del año 2003.

En los dos primeros casos, nos referimos a los debates y polémicas con las formulaciones dogmáticas y unidimensionales, ya sean clásicas, modernas o posmodernas, subdeterminadoras de la existencia social, negadoras de las dimensiones y los componentes nacional-populares de los proyectos de autoemancipación y de las luchas que las clases subalternas, oprimidas y explotadas libran con el fin de dejar de ser clases «subalternizadas», y para acabar con las variadas formas de opresión y explotación, para devenir en clases hegemónicas y dirigentes.

Es decir, nos remitimos a debates y polémicas con aquellas prescripciones que no reconocen la centralidad de la nación (como idea y como realidad) para los sistemas de hegemonía y para las prácticas contrahegemónicas.

En algunos casos, porque no se asume el principio hegemónico como forma posible de la lucha de clases y se pretende fundar la acción revolucionaria en el despliegue de las contradicciones sistémicas que, en términos de dos versiones extremas y paradigmáticas, pueden estar circunscriptas a aspectos materiales y a las modalidades de la apropiación de plusvalía en el proceso de producción, o a la «fuga biopolítica» o la «conexión rizomática». En las dos versiones se descuida el plano de la dominación y la subordinación de clase, ya sea por poner el énfasis en la explotación económica, o por ponerlo en la diferencia. En las dos versiones predomina un sentido ahistórico y abstracto, ajeno a toda coyuntura concreta, a toda mediación subjetiva y a todas las formas institucionales a través de las cuales se expresa el trabajo.

En otros casos porque, aun asumiendo el principio hegemónico, se lo desvincula de lo nacional. Como si la hegemonía (y la contrahegemonía) aconteciera en un vacío histórico.

Sin lugar a dudas, esta operación se corresponde con las típicas limitaciones de los partidos y grupos de la vieja izquierda basados en principios abstractos y en estructuras burocráticas y sectarias, proclives a la rigidez doctrinaria, a las perspectivas ideológicas exclusivistas y a las palabras que nacen viejas; incapaces, por lo tanto, de establecer una conexión con las praxis y la cultura nacional, popular y democrática, incapaces de enriquecer y dotar esas praxis y esa cultura con perspectivas radicales.

Pero también podemos percibir maniobras del mismo signo en muchas organizaciones y en movimientos antisistémicos que fueron y son baluartes en la resistencia al neoliberalismo y en la crítica a las experiencias malogradas de los denominados socialismos reales y a todos los formatos dogmáticos y doctrinarios del socialismo; pero que, a pesar de su arraigo y de sus aptitudes para manifestarse como poderes populares constituyentes y autodeterminantes, a pesar de su pluralismo ideológico, aún siguen siendo débiles en materia de economía política y filosofía política (alternativas); es decir: siguen flacos de proyecto y de liderazgo políticos, lo que retrasa la construcción de un bloque social revolucionario, al tiempo que pone en juego su propia existencia.

Ahora bien, algunos sectores de la izquierda dizque heterodoxa no reconocen estas debilidades, e incluso las decodifican como virtudes y antídotos contra el vanguardismo, la autocracia, etcétera. Es más: inspirados en una nueva razón relativista, han elaborado teorías de un sofisticado barniz a partir de esas limitaciones. Teorías de la resistencia un tanto paradójicas, que parten del dinamismo del caos y de los «flujos de descodificación» que escapan a las «maquinarias binarias estatales»,[1] pero que terminan justificando la pasividad. Teorías que irremediablemente conducen, tanto en el plano especulativo como en el político, al liberalismo más o menos progresista y que, claro está, conviven a la perfección con el mercado y la democracia capitalista. Un ejemplo: el kirchnerismo deleuziano de Toni Negri.

Otro ejemplo, en este caso verdaderamente lamentable, es el de las organizaciones populares de la Argentina que hace algunos años fueron catalogadas como paradigmas del antivanguardismo, de la construcción de sociabilidad alternativa al capitalismo, de la invención creativa y de la revolución «aquí y ahora», y que terminaron integradas al proyecto populista; un verdadero cementerio para todo aquello que pedantemente se concibió como el aporte vernáculo a una supuesta revolución teórica de la tradición marxista. De este modo, estos sectores ponen el acento en las diferencias y no en las contradicciones más rotundas; no reconocen la productividad política (antisistémica) de las combinaciones entre unidad y diferencia, entre conciencia de clase y deseo.

¿Cómo ejercer una crítica al capital si no se reconoce a la lucha de clases como el punto de partida teórico? He aquí nuestro segundo frente de debate.

Percibimos entonces que, en dilatadas franjas del activismo de izquierda de la Argentina, usualmente consideradas como «heterodoxas», «autonomistas», «basistas», etcétera, no se asume la necesidad de desarrollar la conciencia nacional de las clases subalternas y oprimidas. Por lo tanto, desde concepciones profundamente antidialécticas, desde versiones dispares del economicismo, del corporativismo, del internacionalismo o el «federalismo» abstractos, y especialmente desde la «microfilia», se vienen alimentando la alienación y el desarraigo con respecto a las tradiciones, la cultura, los sentimientos, los intereses y la vida práctica de las clases subalternas y oprimidas.

De modo directo e indirecto retomamos viejos debates con aquellas posiciones que partían de las incompatibilidades entre socialismo y nación y entre lo nacional y lo internacional.

En el tercer caso, nos referimos a los debates y polémicas con una concepción neopopulista[2] y folclorizadora de lo nacional-popular; una concepción agotada políticamente y filosóficamente empobrecida que se ha vuelto incompatible con la producción de sujetos nacional-populares autónomos y críticos; una concepción absolutamente asimilable al horizonte histórico de las clases dominantes y su proyecto de poder.

Proponemos en esta instancia un debate con aquellos sectores que sustentan concepciones anacrónicas y/o acotadas del antimperialismo, al que además conciben como horizonte y principio articulador. El antimperialismo así entendido, sin un cuestionamiento profundo del punto de vista del capital, sin una condena a lo medular de la relación de dominación-subordinación estructural, está condenado a servir como revestimiento de un proyecto neodesarrollista o un «programa productivo» (e incluso de cosas peores), y a hacer persistir la fórmula de la liberación nacional y de la democratización como consignas huecas, retóricas y por lo tanto inertes.

Tan, pero tan huecas, retóricas e inertes, que hasta los políticos más arribistas, indigentes en materia de ideas y reaccionarios pueden identificarse con ellas e intentar, con resultados dispares, una retórica aproximada a lo nacional-popular. Frente a esta postura proponemos la lucha por la hegemonía nacional-popular como horizonte contenedor y articulador de los componentes anticapitalistas y antimperialistas, un horizonte que además los hace operativos.

En todos los casos se produce una escisión que nos parece desacertada y que está en el núcleo del problema que tratamos. Los primeros, en particular la vieja izquierda, escinden la clase y la lucha de clases de la nación; los segundos, los neopopulistas, escinden la nación de la clase y la lucha de clases. En general, todos parten de un concepto reduccionista de la clase y de la nación.

Para la vieja izquierda, la clase y la lucha de clases niega/excluye a la nación, a la lucha de masas y a los sujetos subalternos y oprimidos más extensos, complejos y diversos que la «clase obrera» o el «proletariado». La vieja izquierda olvida, a menudo, que la clase es actividad y empresa histórica, un enjambre de luchas, oposiciones, rebeldías, deseos, sueños, experimentos; y un pasado que incluye derrotas, frustraciones, tragedias y alguna que otra vivencia de la felicidad; un pasado que se va actualizando permanentemente. En fin: una realidad viva y cambiante. Realidad que la izquierda dizque heterodoxa también suele desconsiderar. En términos de Ana C. Dinerstein: «La lucha de clases es una lucha sobre las formas políticas, sociales, económicas, culturales, identitarias y organizacionales en y contra el capital como relación social fundamental»;[3] por lo tanto — agregamos — , no se la puede desvincular de la nación.

Sin superar los enfoques dualistas que distinguen al marxismo gélido, aquellos que escinden la clase y la lucha de clases de la nación tienden a plantear una «separación entre lucha y contradicción, entre lucha y estructura, entre lucha de clases y leyes objetivas de desarrollo, entre política y economía», al decir de Holloway.

Para los populistas de antes y de ahora, la nación niega-excluye (o «subsume») a la clase y la lucha de clases. Ejercen este olvido o esta relativización de la clase y sus luchas porque conciben la contradicción entre lo nacional y lo antinacional básicamente como una contradicción del orden de lo cultural o lo moral. Prima entonces, en ellos, una idea cultural, atávica, telúrica, costumbrista y metahistórica de la nación. Paralelamente, tienden a realzar los aspectos «místicos» de la autoctonía, cayendo así en un reduccionismo del sentimiento favorable a lo nativo, poniendo el eje en el «amor a la tierra y al pueblo» y en el rechazo a lo «foráneo». Recurren al giro vernáculo en contextos insoportablemente localistas y construyen relatos superficiales que combinan la mera descripción con cierto paisajismo poético.

Además de esta idea cultural, telúrica, floclórica y metahistórica de la nación, plantean una definición de lo nacional desde lo estatal; es más: en los últimos años han asumido desembozadamente que lo nacional debe estar al servicio de lo estatal y no a la inversa, radicalizando una matriz dirigista y estadolátrica. Aquí también cabe identificar un rasgo populista (en absoluto popular). En términos de Michael Lebowitz: «Un Estado que provee los recursos y las soluciones a todos los problemas de la gente no fomenta el desarrollo de las capacidades humanas; al contrario, estimula a la gente a adoptar una actitud pasiva, a esperar que el Estado y los líderes den respuesta a todos sus problemas».[4] La estadolatría, que implica concebir al Estado con un absoluto desvinculado de las clases sociales, conlleva el emplazamiento elitista y vanguardista, contiene la certeza de que las clases subalternas y oprimidas son «clases complementarias» y sustenta el ideal de sobrecargar de responsabilidad histórica a una burocracia con berretines semibonapartistas.

Este emplazamiento neopopulista también se caracteriza por la falta de una visión totalizadora, por la no captación de la densidad de la dependencia ―desdibujamiento de sus determinaciones más profundas, enfoque centrado solo en algunas regiones de la formación social argentina,[5] etcétera― y por la externalización del análisis. Asimismo, se distingue por no tener en cuenta el modo de relacionarse que tienen las formaciones económico-sociales que provienen de las fases no mundiales de la historia. De hecho, amplios sectores del activismo y la intelectualidad siguen presentando al imperialismo como una fuerza externa no imbricada en las estructuras nacionales o, a lo sumo, articulada con la «oligarquía», sin dar cuenta de un fenómeno de larga data: la nacionalización del imperialismo y sus nuevos y cada vez más complejos formatos. Siguen planteando que el imperialismo y la oligarquía traban los procesos de industrialización en la periferia, evitan el despliegue de la «voluntad de potencia» de la nación y que la emancipación requiere de prerrequisitos materiales y técnicos. De esta manera, continúan alimentando la imagen grosera de unos intereses extranjeros ligados en forma exclusiva al sector agrario-exportador ―y, para peor, asignándole las características que dicho sector tenía hace cuarenta años o más―[6] o «financiero», y libran combates casi retrospectivos con fantasmas y espantajos, desatendiendo a la primera línea del capital que se cuela por todos los flancos. El imperialismo, así concebido, se convierte en una entelequia, en un concepto de alcances limitados y de una deliberada vaguedad.

En el marco de este emplazamiento también cabe considerar a las proposiciones que anteponen lo nacional a lo clasista, porque consideran que en los países periféricos «disminuyen» los antagonismos de clase. Es cierto que los antagonismos de clase adquieren características específicas, históricas y nacionales, pero es incorrecto plantear que desaparezcan o se atemperen. Una versión más moderna de esta tesis sobre la disminución de los antagonismos de clases en los países atrasados recurre al concepto de «sociedad abigarrada», del intelectual boliviano René Zabaleta Mercado (1937–1984); concepto que, desde nuestro punto de vista, es manipulado arbitrariamente en esta versión, al punto de deducir de él tareas no socialistas.

Finalmente, cabe señalar la adhesión del neopopulismo a las concepciones etapistas del proceso histórico y a la industrialización entendida como sinónimo de liberación nacional; es decir: a la ideología de la modernización[7] y la consolidación estatal. Se retoman algunas definiciones del nacionalismo popular de los años 60 y 70, incluyendo sus versiones más revolucionarias. En particular, aquella que lo presentaba como un camino alternativo para la modernización periférica; un camino original que no seguía los esquemas clásicos europeos y que podemos ver como una especie de radicalización del desarrollo en crisis, incluso como una imposible radicalización del nacionalismo desarrollista o del desarrollismo nacionalista ―sustantivo y adjetivo son perfectamente intercambiables y no hay una modificación sustancial del sentido―. Asimismo, en esta definición podemos identificar otra versión de la ideología de la modernización que, en lugar de abjurar de la tradición, buscaba asimilarla al desarrollo. El problema de esta definición, replicada de modo acrítico y como una letanía por el neopopulismo, es que, al no plantearse la posibilidad de ir más allá de la modernidad ―por supuesto, sin dejar de preservar, profundizar y generalizar algunos de sus logros―, tiende a reproducir los fundamentos de los esquemas clásicos; por ejemplo: sostiene el momento irracional y estrictamente capitalista de la modernidad, lo que constituye una limitación a la hora de alimentar una praxis descolonizadora y una alternativa sistémica. De este modo el neopopulismo insiste en que las luchas por la «autodeterminación nacional» tornan necesaria una subordinación política ―que suelen presentar como «alianza»― a la burguesía nacional, diluyendo el contenido de clase de la dominación imperialista.

Desde otro aspecto, la concepción etapista se relaciona con una estrategia de «acumulación vegetativa»; es decir, una estrategia que supuestamente permitiría en los países periféricos el cumplimiento gradual ―«medido y armonioso»― de las tareas democráticas y que toleraría momentos de revolución nacional-burguesa conducida por la propia burguesía o, más específicamente en «Nuestra América», por sus reemplazos «naturales»: las Fuerzas Armadas ―en el caso de la Argentina, esta opción ha perdido el prestigio que alguna vez supo tener―, la pequeña burguesía progresista, un caudillo carismático con apoyo de masas y el asesoramiento de una elite político-intelectual preclara, un «gobierno de funcionarios», y cosas por el estilo. Por cierto, las experiencias que siguieron el camino de una «acumulación vegetativa» como estrategia para garantizar la transición a un régimen poscapitalista, fracasaron. No construyeron soberanía o lograron avanzar hasta cierto punto para después retroceder a pasos agigantados. El nacionalismo revolucionario en los 60 y los 70 confió en esa alternativa; concibió una transición que, no exenta de tensiones y contramarchas, creía ajustada a las propias condiciones históricas y, por lo tanto, eficaz.

En líneas generales, en esta tradición no existió una preocupación por la dualidad de poderes. Se asumía que los hechos revolucionarios ocurrirían en forma sucesiva. Aparecía como relativamente lógica la transformación de la movilización democrática ―nacional, popular, peronista en la Argentina― en revolución socialista. La confianza en esa estrategia se expresó en la creencia en que el peronismo casi en forma espontánea y natural conducía a instancias más elevadas, incluso socialistas. Así, para el nacionalismo revolucionario, el socialismo podía y debía brotar de un proceso de masas que daba cuenta de un conjunto de reivindicaciones más gruesas y generales ―el peronismo―. No se atendía a lo que René Zavaleta Mercado denominaba el momento de la apetencia consciente y más selectiva del sector más avanzado de las masas.[8] Para cerrar esta digresión, cabe señalar que la idea de evolución no era ajena al nacionalismo revolucionario ni al populismo ―como tampoco lo era para algunos sectores de la vieja izquierda―. Lo que le permitió a una parte de la generación revolucionaria de los años 60 y 70 decodificar la palabra de Perón no tan arbitrariamente como en general se supone.

En síntesis: en este caso, lo nacional-popular en clave neopopulista, además de opacar algunas de las injusticias más significativas, sirve para tergiversar el locus de lo hegemónico-clasista, facilita el alambicado de la praxis crítico-práctica de las clases subalternas y oprimidas por parte de la burguesía, y es un factor que conspira contra toda idea de una hegemonía basada en las clases subalternas. Toda reedición del etapismo o del evolucionismo, toda invocación de la idea de la «acumulación vegetativa», se niegan a pensar en las clases subalternas y oprimidas como Estado en potencia y antagónico.

Para que las clases subalternas y oprimidas obtengan un saldo favorable de los procesos revolucionarios, se torna necesario el desarrollo de lógicas paralelas más que sucesivas. Un desarrollo que exige la intolerable promiscuidad de lo viejo con lo nuevo — nunca la convivencia armoniosa y pacífica — en el marco de un Estado revolucionario de poder popular, que asuma una orientación general anticapitalista y que tenga a la democracia radical como basamento. Una situación que, por otra parte, tornaría fútil la discusión con respecto a las «tareas» ―burguesas o socialistas― y simplificaría la cuestión de las alianzas políticas. Sostenemos que ni la clase ni la nación tienen entidad fuera de la relación que las constituye y fuera del proceso histórico que las determina. La clase es en la nación y la nación emerge de la lucha de clases.[9]

En los casos señalados podemos identificar una tendencia a imponer razones doctrinarias o planteos idealistas por encima de la realidad de las clases subalternas y oprimidas. Creemos que entre clase y nación no hay, no puede haber, una relación de externalidad. Y tampoco concebimos esa relación como unilateral.

II

En forma paralela a estos asuntos, queremos promover un análisis que dé cuenta de las diferencias tajantes entre dos opciones:

a) Una política intuitiva, pragmática, relativamente lúcida y con una enorme capacidad de adaptación frente a los procesos históricos mundiales, regionales y nacionales recientes. Una política idónea para abandonar en la coyuntura exacta el credo del libre mercado y de la integración al mercado mundial, desplazando la acumulación financiera como eje del modelo económico, dejando atrás el programa conservador de reestructuración capitalista — y las consiguientes siete boletas compartidas con Carlos Menem — , para pasar a realizar algunos «pactos inclusivos», impulsar mecanismos de consenso no coercitivos y para recomponer — reivindicando la política después de mucho tiempo―[10] el vínculo entre el Estado y las organizaciones de la sociedad civil popular. Un vínculo que, como veremos, está básicamente orientado a reforzar la heteronomía de esa sociedad civil popular y no precisamente su «empoderamiento». Dicho de otro modo: una política eficaz para la recomposición del bloque de poder y la conformación de una alianza de sectores académicos, sindicales, políticos y económicos; una política apta para impulsar una estrategia de recuperación en la posconvertibilidad y para garantizar la reestructuración del capital ―y sus condiciones de acumulación―; una política que expresa los afanes de la clase dominante de transitar el camino que va de la mera gobernabilidad al proyecto hegemónico, y que requiere la ampliación de la base social y política, para lo cual recurre a referencias ideológicas estructurantes «muy caras a la tradición del movimiento popular en la Argentina (“industria”, “producción y trabajo”, “burguesía nacional”, “nación”, etcétera)»[11] y también «justicia social», «ciudadanía social» o «pueblo», entre otras.

b) Un proyecto nacional-popular-democrático (y socialista) que cree una voluntad colectiva y que plantee una nueva hegemonía, la construcción de un nuevo bloque histórico y que reconozca en las clases subalternas y oprimidas al sujeto de la soberanía y del mando, es decir, un sujeto de poder. Un proyecto que genere un cambio en el carácter de clase del Estado y que rompa la continuidad de su mando. Un proyecto que abandone los caminos de la modernización propuestos por el capital — al margen de que se muestren como continuidad, profundización o radicalización del neodesarrollismo — , y que apueste decididamente por una alternativa sistémica y orgánica, y por formas de desarrollo endógeno y «desde abajo». Un proyecto que acreciente la capacidad de los subalternos de vetar el proceso de recomposición de las condiciones de acumulación, pero que trascienda esa capacidad. En fin, un proyecto de poder popular basado en una estrategia independiente y autodeterminada y en mecanismos de legitimidad alternativos. Un proyecto imposible de ser cooptado por el poder y encasillado en los límites del capitalismo.

También consideramos ineludible el análisis del arraigo y la operatividad reciente del neopopulismo y todo lo que él abarca: la revitalización de un horizonte del capitalismo argentino típico de la segunda posguerra mundial; la idea de un modelo de acumulación basado en el mercado interno y en la industrialización sustitutiva; la confianza en el retorno a las estrategias reformistas de conciliación de clases, al vínculo vandorista,[12] al Estado populista, al nacionalismo populista y a los territorios simbólicos de la historiografía revisionista. En el caso del «ala radical» del neopopulismo, se retoma y se idealiza el horizonte de un capitalismo de Estado, o sea: lo que en el siglo XX fue uno de los fundamentos materiales concretos del nacionalismo revolucionario, ahora es simple expresión de deseo que apenas retrasa el desencanto y que logra mantenerse a través de algunas facetas — marginales y de baja intensidad — del intervencionismo estatal.

El arraigo y la operatividad de la superestructura neopopulista, sus capacidades hegemónicas — es decir: las aptitudes de sus representaciones, símbolos, narrativas, organizaciones e instituciones para hacer coincidir la reproducción de la burguesía con la reproducción del conjunto social — , pueden percibirse particularmente entre las clases subalternas, en franjas de las capas medias y en especial entre los más jóvenes, a pesar del proceso de degradación simbólica, regresión ideológica y parálisis política que promueve.

Por ejemplo, consideramos un signo de esta degradación los intentos por confeccionar un corpus ideológico adecuado a un proyecto neodesarrollista partiendo de una relectura y una recuperación acrítica del denominado «pensamiento nacional» o «pensamiento nacional-popular» y de sus referentes más destacados. Una actitud intelectual ajena a toda hermenéutica situada, junto a la absoluta falta de confianza en un proyecto de transformación radical, han permitido la reactualización de un pensamiento que, sin dejar de ser parte del acervo cultural e ideológico de nuestro pueblo, ha perdido antiguas eficacias políticas de cara a un proyecto emancipador; pero que, a partir de estas recuperaciones acríticas, ha ganado capacidad de maniobra en función del proyecto de dominación de algunas fracciones de las clases dominantes y de un sector reformista de la elite política.

Ese «pensamiento nacional», resignificado por sectores y personajes que no desean una transformación radical de la realidad, se despoja de todo «espíritu de escisión» ―utilizando un concepto gramsciano― y deja de ser apto para que las clases subalternas construyan una cultura propia. Esto es, una cultura escindida y potencialmente contrapuesta a la de las clases dominantes. Así, las clases dominantes ―algunas fracciones de ellas, por lo menos― se nutren de este «pensamiento nacional» y ensanchan sus perspectivas políticas y culturales, aumentando su capacidad hegemónica. El «pensamiento nacional» termina configurándose como la visión del mundo de los que impulsan una serie de transformaciones progresistas al tiempo que expropian a las clases subalternas y oprimidas de toda iniciativa histórica. Es decir, el «pensamiento nacional» se va delineando como la superestructura de una especie de revolución pasiva que, como tal, se caracteriza por privar a las clases subalternas de sus instrumentos de lucha política y por obstaculizar la constitución de las mismas como clases autónomas.

En la base de las rehabilitaciones acríticas de este «pensamiento nacional» o «pensamiento nacional-popular» se encuentra un punto de vista sustancialista, es decir: la creencia en que las ideas poseen vida propia. No se toma en cuenta que los seres humanos y las relaciones sociales cambian, y que con ellos y con ellas cambian las ideas. El sustancialismo deshistoriza, porque le impone un molde ideal a la historia. Por su fijismo en materia de conceptos e ideas, hace que estos dejen de pertenecer a la realidad histórica y pasen a ser parte de lo que, en términos sartreanos, podríamos denominar el campo de lo práctico-inerte. Este sustancialismo es funcional al neopopulismo y favorece el transformismo y los procesos de alienación ideológica y la absorción de los militantes populares por parte de las clases dominantes.

La conciencia nacional, como cualquier tipo de conciencia, no posee autonomía y por lo tanto es difícil suponer que goza de una existencia y una historia propias. Así concebida, la conciencia nacional no es más que una forma de alienación ideológica y de inconciencia, o falsa conciencia nacional-popular. Una alienación que, tal como ha quedado en evidencia, es práctica ―un proceso real y objetivo― y no precisamente metafísica o espiritual.

Por lo tanto, creemos que es necesario relativizar el impacto y la eficacia que poseen de por sí las estrategias de cooptación del Estado puestas en práctica a partir del año 2003 y tener presente que las mismas vienen funcionando sobre los recursos más negativos — asimilables por una ideología del poder — de un sustrato ideológico que no es en absoluto ajeno a la cultura política de las clases subalternas en la Argentina y en buena parte de «Nuestra América». En este aspecto, también cabe la reflexión sobre la inviabilidad estructural de esas expectativas o, en todo caso, sobre las adaptaciones de las maleables superestructuras populistas a las nuevas situaciones históricas y a los actuales requerimientos del bloque de poder.

Lo nacional-popular en nuestro país, y en buena parte de «Nuestra América», históricamente se ha desempeñado como plafón para políticas diversas y divergentes, como punto de partida para metas y proyectos que, incluso, fueron y son incompatibles. Por cierto, consideramos que la matriz nacional-popular desarrolló una formidable capacidad articulatoria a nivel político, ideológico, cultural y simbólico, a diferencia de lo que ocurrió con la vieja izquierda, que produjo una larga serie de discursos pequeños y prácticas marginales con escasa o nula capacidad articulatoria, y que incluso sirvieron para profundizar la dispersión cultural y simbólica de las clases subalternas.

La conciencia nacional-popular funciona en la práctica mucho más como «episteme ideológica» que como ideología; o mejor, como una estructura simbólica aglutinante o como «narrativa interna» de las clases subalternas en «Nuestra América». Pero la conciencia nacional-popular posee aspectos equívocos e indefinidos, sus ejes tienden a ser oscilantes.

La tradición política fundada en esta conciencia fue y es controvertida, se la invoca en función de intereses divergentes. Es un ámbito ideológico donde puede concurrir lo que carga con proyecciones revolucionarias y lo que apenas insinúa reformas moderadas, lo que nutre a un movimiento de masas anticapitalista y lo que puede caer fácilmente en las trampas ideológicas de la burguesía y hasta lo decididamente conservador. Nunca llegó a coagular en una síntesis; sigue siendo punto de encuentro, encrucijada, aunque mantuvo inalterada su función como concepción general (visión del mundo) proveedora de sentido para un conjunto extenso de prácticas.

Lo nacional-popular puede servir para mediatizar la conciencia de clase y puede ser compatible con las ideologías reformistas, con los discursos totalizantes (desde arriba) y compulsivamente homogeneizadores; pero no deja de ser, al mismo tiempo, un componente y, en muchos casos, el punto de partida ineludible de una conciencia anticapitalista de masas. Va de suyo que las actuales revisiones en clave neopopulista y/o neodesarrollista de la tradición nacional-popular están fundadas en sus regiones más ambiguas y cándidas, en sus entronques con los fetiches de los que predican la armonía de clases.

III

Sostenemos que un proyecto de cambio social radical en «Nuestra América», si aspira a masificarse, debe partir de la estación de lo nacional-popular, pero debe reactualizar esta tradición en clave revolucionaria y socialista para que no contribuya al proyecto de articulación hegemónica de las clases dominantes.

Creemos que las debilidades ideológicas, políticas y organizativas de las clases subalternas ―y del conjunto del campo popular― y sus limitaciones para producir un movimiento masivo de organización social y política, unas instituciones sólidas, un nuevo sentido que unifique sus vicisitudes, una nueva subjetividad plebeya, un nuevo horizonte de época y una nueva narrativa colectiva a tono con los tiempos posneoliberales, en fin: las limitaciones para alumbrar un proyecto autónomo de y para las clases subalternas y oprimidas, abrieron un amplio espacio para la evocación del viejo proyecto populista, del viejo horizonte nacional-populista y de los viejos pactos del Estado benefactor combinados con la revitalización de los fetiches de la democracia liberal ―un reflejo conservador al que las clases subalternas de «Nuestra América» están expuestas de manera permanente―. Tal evocación, por otra parte, soslaya alevosamente el recuerdo de las limitaciones históricas de ese proyecto, ese horizonte y esos pactos. Limitaciones, harto comprobadas, para generar cambios sociales profundos «desde arriba» y para gestar una alternativa de «desarrollo nacional».

Por diversas determinaciones estructurales e históricas, las organizaciones populares, no supieron, no pudieron ―y en algunos casos no quisieron― superar su condición serializada y sus falencias organizacionales y reelaborar y resemantizar la memoria nacional-popular, los viejos referentes culturales y la memoria de las anteriores tradiciones emancipatorias ―lo que sigue siendo una tarea pendiente―. Esto produjo un vacío ideológico-político. Para colmo de males, este vacío hace que los cuestionamientos al hecho neopopulista se caractericen por una desalentadora pobreza política y teórica.

Asimismo, esta circunstancia alimentó el desconcierto y la frustración en la militancia popular más crítica y activa, hija dilecta de 2001; y también produjo un estancamiento y, en algunos casos, hasta un retroceso, en el proceso de acumulación del capital teórico-discursivo, político y militante «radical» iniciado al calor de los acontecimientos del 19 y el 20 de diciembre de 2001. Esa militancia, partiendo de formidables experiencias de lucha y formas originales de organización, había comenzado a resignificar viejas palabras y había instituido nuevos ritos y nuevas cosmogonías; pero no consiguió articular un movimiento político anticapitalista de masas, no logró confeccionar una agenda política popular y por ende no pudo hacer que una buena parte de la sociedad civil popular asuma el control efectivo de esas palabras, esos ritos y esas cosmogonías. Ese capital simbólico, que de todos modos sigue alumbrando un nuevo imaginario sociopolítico y una visibilidad política independiente del Gobierno, aún está lejos de masificarse. En concreto: sobre ese vacío ideológico-político se ha producido una reafirmación de los modos anquilosados de la vieja izquierda y, sobre todo, se han restablecido la operatividad del populismo y el prestigio de algunos de sus típicos contenidos ideológicos; entre otros, los que impiden una identificación directa entre el «pueblo» y las clases subalternas ―la clase que vive de su trabajo―.

Esta condición parcialmente deshabitada de las clases subalternas y la apelación a mecanismos de consenso «positivos» — derechos humanos, ampliación de los derechos civiles, crecimiento económico, disminución del desempleo, soberanía, etcétera — favorecieron el afianzamiento como «dispositivo de verdad» y la operatividad articulatoria de expectativas sociales dotadas de un horizonte histórico anacrónico, precarizado, casi espectral, pero de indudables afinidades con un reformismo moderado que se mostraba como la respuesta más adecuada para recomponer el maltrecho bloque de poder. De esta situación sacó partido un sector relativamente marginal de la elite política, que supo interpretar un contexto histórico caracterizado por la imposibilidad de intervenir en la lucha de clases, con fines de disciplinamiento social, a través de políticas monetarias y financieras. Esta situación también fue aprovechada por algunas fracciones de las clases dominantes con el fin de ampliar su base de poder y/o revitalizar una gobernabilidad fatigada, con la aspiración de consolidar su hegemonía.

Notas:

[1] Deleuze, Gilles y Félix Guattari: Mil mesetas, Valencia: Pre-Textos, 1997.

[2] Utilizamos aquí los términos-conceptos populismo, populista o neopopulista en un sentido crítico, negativo y acotado, identificándolo principalmente con lo reformista como proyecto y horizonte, lo oportunista, lo inconsecuentemente popular y lo proburgués. Lo populista invoca en vano el nombre del pueblo, no favorece su «empoderamiento». Diferenciamos entonces lo plebeyo-popular de lo populista. Consideramos que lo plebeyo-popular es un campo contradictorio, no así lo populista, que es una resolución no popular de esa contradicción. No tomamos en cuenta las resignificaciones positivas del populismo porque prácticamente lo confunden con lo popular. No nos centramos en el nivel discursivo, ni en el de las técnicas políticas (movilización de masas, liderazgo carismático, etcétera) dado que tienden a homogeneizar bajo una misma categoría realidades muy diferentes. Tampoco partimos de la diferenciación entre populismo de primera generación, relacionado con los procesos de industrialización sustitutiva, las migraciones campo-ciudad y las alianzas desarrollistas del período 1930–1960; y un populismo de segunda generación, neoliberal (o neopopulismo). Usamos el concepto de neopopulismo para referirnos a las nuevas gobernabilidades posneoliberales que proponen un retorno ilusorio a las prácticas populistas del período 1930–1960.

[3] Dinerstein, Ana C.: «Entre el éxtasis y el desencuentro: el desafío de la insubordinación. El ejemplo del caso argentino», en Alberto Bonnet, John Holloway y Sergio Tishler (eds.).

[4] Lebowitz, Michael: El socialismo no cae del cielo: Un nuevo comienzo, Monte Ávila: Caracas, 2010.

[5] Ya en los años 60 y 70 unos cuantos exponentes del nacionalismo popular ―incluso del nacionalismo revolucionario― se distinguían por lanzar rayos fulminantes contra la oligarquía terrateniente y el imperialismo extranjero al tiempo que mezquinaban las referencias al capital monopólico transnacional y sus articulaciones con la burguesía local y la burocracia sindical.

[6] El término oligarquía, con la excepción de la derecha liberal-conservadora, sigue teniendo una presencia tenaz en el lenguaje de una buena parte del espectro político argentino. No creemos que sea de por sí un término obsoleto ―por cierto, puede ser objeto de resignificaciones―, pero no podemos decir que sus usos más corrientes no lo sean. Por lo general, los sectores, organizaciones y personas que recurren a este término se refieren a grupos sociales extrapolados de otras etapas históricas y a imágenes y modalidades absolutamente ajenas a la realidad. Suelen contraponer sectores oligárquicos: «terratenientes agroganaderos», «financieros», «extranjeros», a otros sectores a los que consideran no oligárquicos: «industriales», «nacionales» o simplemente «productivos».

[7] La categoría de modernización exige adjetivaciones, siempre que se la invoca es necesario aclarar sus alcances y dimensiones. Nos oponemos a toda forma de modernización como modelo formal y eurocéntrico. Cuestionamos toda forma de modernización excluyente que, en «Nuestra América», no es otra cosa que el camino para «modernizar la dominación» y profundizar las desigualdades sociales y las injusticias, en fin: un tren desbocado que conduce a la destrucción. Somos solidarios con una idea de modernización centrada en los componentes más dignificantes para los seres humanos y que, por lo tanto, exige la superación del capitalismo.

[8] Zabaleta Mercado, René: El poder dual en América Latina, México: Siglo XXI, 1974.

[9] Mármora, Leopoldo: «El concepto socialista de Nación», en Cuadernos de Pasado y Presente, núm. 96, Siglo XXI: México, 1986.

[10] En realidad, la mentada «reivindicación de la política» remite a una intervención en la lucha de clases que no se organizó centralmente desde políticas monetarias o financieras, tal como había sucedido en la década del 90.

[11] Aspiazu, Daniel y Martín Schorr: Hecho en la Argentina, industria y economía, 1976–2007, Buenos Aires: Siglo XXI, 2010.

[12] Augusto Timoteo Vandor (1923–1969), dirigente sindical argentino, jefe de la Unión Obrera Metalúrgica (UOM), el sindicato más importante de la Argentina en la década del 60. La corriente vandorista remite a un tipo de sindicalismo pragmático y negociador, centralizado, financiado por el Estado e integrado al mismo. Está estrechamente asociado a las prácticas antidemocráticas y burocráticas. Hacia mediados de la década del 60, en la cúspide de su poder, el vandorismo jugó sin éxito la carta del «peronismo sin Perón». En general, desde el punto de vista político, el vandorismo como corriente fue ―y en parte sigue siendo― el pilar principal de la derecha peronista. Para comprender la naturaleza y las características del vandorismo, dos obras siguen siendo ineludibles: ¿Quién mató a Rosendo?, libro de Rodolfo Walsh, y Los traidores, película de Raymundo Gleyzer.

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