Pensamiento social y política de la Revolución

Por Fernando Martínez Heredia

La Tizza
La Tizza Cuba
37 min readJun 12, 2024

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Conferencia en el Ciclo La política cultural del período revolucionario: memoria y reflexión, organizado por el Centro Teórico Cultural Criterios. Instituto Superior de Arte, La Habana, 3 de julio de 2007. Esta versión se toma de Fernando Martínez Heredia: Pensar en tiempo de revolución: antología esencial, selección e introducción a cargo de Magdiel Sánchez Quiróz, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Clacso, 2018, pp. 73–96.

Este tema se integra perfectamente en los objetivos del ciclo del cual forma parte, aunque por su contenido resulta diferente a los anteriores. Hemos visto cómo las más disímiles actividades literarias y artísticas mantienen siempre relaciones con el orden vigente, con los conflictos y con los proyectos de la sociedad en que se practican. En el caso del pensamiento social y las ciencias y profesiones dedicadas a ese campo, las relaciones son mucho más estrechas y tienen implicaciones mucho mayores. Esto ha podido apreciarse en el curso del período revolucionario cubano, tanto en los hechos mismos como en sus consecuencias a mediano y largo plazos.

En el período transcurrido entre 1959 y hoy distingo tres etapas, lo que he argumentado en mis escritos. Dado el espíritu de estos encuentros y el tiempo limitado que debo utilizar, he escogido referirme sobre todo a la primera etapa –que va de 1959 a inicios de los años setenta– y a la gran ruptura que significó para el pensamiento social el comienzo de la segunda etapa. Aquellos hechos constituyen una acumulación cultural que influye mucho en la situación actual, acerca de la cual haré también algunos comentarios que me parecen atinentes. En los encuentros anteriores de este Ciclo hemos vivido la combinación entre el interés por la recuperación de la memoria y el planteo de problemas más cercanos en el tiempo y problemas de hoy. Lo primero viene a combatir una ausencia de consecuencias graves, y su recuperación es una exigencia vital para los cubanos en la actualidad. Lo segundo

revela la necesidad y la urgencia de que nuestra sociedad enfrente el conocimiento y el debate de sus problemas fundamentales, y de que lo haga con una participación muy amplia y creciente.

Me llena de esperanza que esto último suceda aquí, y que se alcen voces de jóvenes que están realmente involucrados, preguntando o reclamando. Pero estamos sometiendo nuestra ansiedad y nuestra premura al estudio, la profundización y los análisis de colectivos como este, apoderándonos de la época precedente, precisamente para que nos ayude a entender a fondo las cuestiones actuales y lanzarnos a resolverlas, y para formular nuevos problemas, desafíos y proyectos.

Una precisión más: mi exposición intentará ser analítica, no anecdótica, y las referencias indispensables a sucesos, criterios y posiciones que viví o conocí tratarán de servir siempre al análisis y los juicios, los cuales expongo, naturalmente, desde mi perspectiva personal. Con ese fin he tomado también elementos de textos míos acerca del tema que abordo, aunque no pretendo –porque sería imposible– sintetizar aquí lo que ha sido un trabajo de varias décadas. Me referiré solamente al pensamiento social en general y no a disciplinas sociales específicas, mencionaré al pasar temas que exigirían cada uno su desarrollo, y, además, estaré obligado a ser telegráfico y más de una vez omiso, por lo que pido excusas desde ahora.

Mediante una gran revolución, Cuba se liberó a partir de enero de 1959 de las dominaciones que la aprisionaban, promovió cambios muy profundos de la vida de las personas, las relaciones sociales y las instituciones, y creó o reorganizó de manera incesante su propio mundo revolucionario. La sociedad hacía entonces esfuerzos extraordinarios por pensarse a sí misma, comprender sus cambios y sus permanencias, sus conflictos y sus proyectos, sus modos de transformarse, en medio de acciones colectivas, luchas violentas, enfrentamientos ideológicos, cambios en las creencias, conflictos desgarradores y tensiones muy abarcadoras. Los propios tiempos se transformaron. El presente se llenó de acontecimientos y las relaciones interpersonales y la cotidianidad se llenaron de revolución; el futuro se hizo mucho más dilatado en el tiempo pensable y fue convertido en proyecto; y el pasado fue reapropiado, descubierto o reformulado, y puesto en relación con el gran evento en curso. Un hecho decisivo de la etapa de 1959 a los primeros años setenta es que se multiplicó súbitamente el número de los que pensaban sobre las cuestiones sociales y políticas, así como su interés y entusiasmo por conocer más acerca de ellas; así fue desde el inicio, y ese proceso se profundizó y se organizó una y otra vez durante toda la etapa. Eso afectó profundamente el consumo del pensamiento social, su producción, el papel que jugaba en la sociedad y sus relaciones con el poder revolucionario.

Sin embargo, nada surge de la nada. En el caso del pensamiento social, existían corrientes principales previas de consumo masivo, que iban desde el sentido común, las adecuaciones al dominio burgués neocolonial y las demás dominaciones sociales, formas de resistencia a ellas, la formación de opinión pública y otras. Debo limitarme al pensamiento social más o menos elaborado, pero este no se entendería si no tuviéramos en cuenta que las enormes transformaciones en tantos campos exigieron al pensamiento elaborado tener relaciones muy fuertes con las realidades y necesidades sociales, así como funciones eficaces respecto a ellas. Insisto en esto, además, porque opino que a partir de los primeros años setenta el pensamiento social quedó en una posición muy diferente respecto al poder y la sociedad, y ha desempeñado desde entonces funciones distintas.

En el pensamiento social elaborado que existía quiero distinguir el liberalismo, el patriotismo, el antimperialismo, el democratismo, las ideas de justicia social y el socialismo. El pensamiento liberal había tenido una trayectoria muy larga en Cuba y hecho aportes muy valiosos, pero terminó fracasando en toda la línea, porque nunca fue capaz de trascender el horizonte burgués y el reflejo colonizado. Este juicio mío es de tipo histórico, pero no desconoce que el consumo de pensamiento liberal seguía siendo notable en aquel momento.

El patriotismo radical, que desarrolló y arraigó sus ideas y sus ideales en el último tercio del siglo XIX, se convirtió en parte inseparable de la vida espiritual y en cemento de la nación a través de la gesta nacional de la Revolución del 95, y se sostuvo durante el medio siglo republicano. El nacionalismo tuvo un peso ideológico principal en todo ese período y la clase dominante burguesa siempre lo utilizó para su hegemonía, y hasta cierto punto lo vivió; pero el patriotismo popular nunca se rindió a esos límites, y funcionó paralelamente o en conflicto con ellos.

El patriotismo radical vio llegar el fin de sus frustraciones y realizarse sus anhelos con el triunfo de 1959, con la obtención de la liberación nacional y la soberanía plena, y el establecimiento de un Estado puesto al servicio del bienestar de la sociedad.

La revolución socialista cubana asumió ese patriotismo y se apropió de todos sus símbolos y referencias. Este es uno de los hechos fundamentales para entender la legitimidad de la revolución y la fuerza de su mundo espiritual. También forma parte del aporte extraordinario del socialismo cubano a las ideas y experiencias revolucionarias a escala mundial, aunque como tantos otros aspectos, no forma parte del conocimiento actual de la mayoría de los cubanos.

El antimperialismo, que floreció durante la Revolución del 30 y se ligó a las posiciones políticas más avanzadas, tuvo una historia muy accidentada durante la segunda república –la que existió después de 1935 hasta 1959–, pero era una corriente latente de muy profundo arraigo. Se activó con la revolución de fines de los cincuenta y ha ocupado desde entonces hasta hoy un lugar privilegiado en la ideología revolucionaria, en el pensamiento social y en los juicios y las creencias acerca de un número enorme de cuestiones. Se dirige sobre todo contra la política sistemática anticubana de los dirigentes de los Estados Unidos, pero en aquella primera etapa de la que hablo se afirmó mucho como una posición sentida y fundamentada contra todos los imperialismos, como parte de la comprensión del mundo desde Cuba y como fuerza ideológica del internacionalismo cubano.

Con el término democratismo quiero expresar la situación creada en los veinte años anteriores a 1959, cuando predominó un pensamiento social que fue mucho más allá del liberalismo y en gran medida lo cuestionó. Ese pensamiento entendía la democracia como un valor político y de convivencia social fundamental, y la acción política electoral como un vehículo idóneo para mejorar o cambiar el gobierno del Estado, la administración y los asuntos públicos en general, las relaciones entre los sectores económicos y sociales, y el bienestar del pueblo. Durante la segunda república, estuvo en la base ideal del orden constitucional de 1940, de la legalidad, el sistema de partidos políticos, las características principales del sistema de gobierno, la notable libertad de expresión que se alcanzó y una sociedad civil desarrollada y compleja. Les daba importancia a los papeles del Estado como regulador social y de la economía.

Esas ideas democráticas gozaban de bastante consenso entre los que, por otra parte, sostenían diversas posiciones. Fueron funcionales para la reformulación de la hegemonía burguesa neocolonial de la segunda república, y para evitar una nueva revolución, no porque fueran ideas despreciables, sino por lo contrario: expresaban verdaderos avances republicanos, y parecían darle espacio y vías a las frustraciones que dejaron la independencia de 1902 y los resultados de la Revolución del 30. El golpe del 10 de marzo negó esos avances y, por eso, desde el inicio, la dictadura careció de legitimidad y fue repudiada.

La justicia social era otra corriente de pensamiento social prexistente. Heredera de las luchas contra la esclavitud, el racismo, la explotación de los trabajadores y las jornadas revolucionarias independentistas y del 30, la justicia social era aceptada como un principio formal, aunque no se convertía en realidad. Las ideas políticas y sociales avanzadas siempre la incluían, entendiéndola desde distintas posiciones. Después de que las ideas socialistas se arraigaron en Cuba durante los primeros años treinta, la justicia social era asumida como demanda, tanto por democráticos como por marxistas independientes o del partido comunista. El socialismo más cercano a 1959 tenía dos vertientes: la de los adherentes al partido comunista y al pensamiento marxista de la época –el llamado estalinismo–, y la de pensadores y activistas ajenos a ese partido.

La insurrección y el nuevo poder rebelde echaron abajo el sistema represivo y político del Estado burgués neocolonial y rompieron los límites de lo posible en Cuba; enseguida las formas de participación popular masiva, las medidas que abolían el sistema capitalista y la dominación imperialista, y el armamento general del pueblo en revolución dieron lugar, por primera vez en Occidente, al triunfo práctico de una revolución autóctona anticapitalista de liberación nacional. Entonces

todas las corrientes de pensamiento social fueron desafiadas y sometidas a examen por la revolución, porque conceptos, relaciones e instituciones que se creían eternos o parecían naturales eran abolidos o desaparecían, mientras se asomaban otros nuevos. La emergencia victoriosa de la praxis, el nuevo poder y la participación masiva y organizada le brindaron al pensamiento una inapreciable oportunidad para su desarrollo, pero a la vez le hicieron muy fuertes exigencias de nuevas ideas, instrumentos para conocer y actuar, y proyectos.

De inicio, la revolución se comprendía a sí misma como la realización de los ideales acumulados y de su propio cuerpo ideológico, pero las nuevas realidades, necesidades y objetivos superaban esa comprensión. La asunción del socialismo –y de la ideología marxista– fue, entonces, la opción acertada y necesaria; el socialismo debía estar en el centro de la liberación nacional. No es posible exponer aquí la real complejidad de lo que sucedió; hasta ahora han sido productos artísticos los que más se han acercado a lograrlo. En 1959 muchos calificaban a la revolución de humanista, en la víspera de Playa Girón se proclamó socialista. Ese año 1961 pasé una escuela para formar profesores emergentes de secundaria, en la que un alto funcionario de Educación nos dijo en una conferencia: «la pequeña propiedad es la gloria de Francia», mientras una profesora nos enseñaba que había un concepto, la materia, que era el más general e importante de todos.

Para Cuba fue vital entablar lazos demasiado fuertes con la URSS, y el socialismo y el marxismo soviéticos parecieron en un primer momento como los únicos, o los mejores. A eso ayudaron las urgencias ideológicas en medio de una lucha de clases y una defensa nacional muy intensas, la presencia e importancia de la URSS para la defensa y la economía, y también que entre 1961–1962 se vivió el predominio del sectarismo en la organización política, y este tenía a la URSS por modelo del socialismo. A pesar de los enormes lazos y la aparente pertenencia común al socialismo, las relaciones entre Cuba y la URSS durante la primera etapa de la revolución en el poder tuvieron momentos de agudos conflictos y muchas veces fueron discrepantes o tensas. Esas relaciones tuvieron una gran importancia para la historia del pensamiento social cubano en los treinta años que duraron, pero ese tema está fuera del contenido de mi exposición.

Ciñéndome a mi tema, sintetizo los rasgos principales de aquel cuerpo teórico de origen soviético:

a) Sus textos contenían una mezcla nada orgánica del viejo estalinismo del DIAMAT de 1938, autoritario, clasificador y excluyente, con una prosa modernizante posterior al Congreso del PCUS de 1956. Sus objetivos seguían siendo servir de cemento ideológico general del sistema, de vehículo de exigencia a los seguidores en cuanto a acatar la línea y las orientaciones, y de influencia en los medios afines. Pero ahora incluían «ponerse al día» y participar en los discursos y en la lucha de ideas del inicio de los años sesenta, aunque sin recuperar el marxismo revolucionario ni abordar los problemas fundamentales;

b) Trataba de fundamentar la política soviética y del movimiento comunista bajo su influencia, ciertas reformas en la URSS y Europa oriental y, en lo internacional, la llamada «emulación pacífica» entre el capitalismo y el socialismo en la que el segundo triunfaría. Cuestiones centrales de la política nacional e internacional cubana no cabían o eran inaceptables para esta doctrina;

c) Preconizaba para el Tercer Mundo en general el reformismo y la colaboración con sectores burgueses dominantes, en vez de la lucha revolucionaria, lo que amparaba en conceptos como el de «democracia nacional» y declaraciones solemnes como la de que «el contenido general de nuestra época es el paso del capitalismo al socialismo»;

d) Sus modelos teóricos «generales» solían ser esquemas simplificados o inconsistentes, en los cuales hechos y procesos seleccionados se convertían en «leyes». Eran inútiles para la comprensión y para ayudar a la acción. En cuanto a las situaciones, los problemas y la historia del Tercer Mundo, eran eurocéntricos y podían llevar a creencias absurdas y formas de colonización mental «de izquierda»;

e) En su actitud teórica, la metafísica y el dogmatismo se combinaban curiosamente con el positivismo. Esta suma teórica presentada como concepción del mundo y ciencia de las ciencias podía tener aspectos atractivos para lectores noveles, quizá porque la razón parecía confirmar a la fe. Para los convencidos, incluidos algunos muy cultos, era un dogma intangible y, por tanto, no discutible.

Entre aquella ideología teorizada y el fervor cubano por el socialismo y el marxismo pronto se levantó una contradicción que era difícil resolver. Los productos intelectuales de esa ideología constituían un polo atractivo para muchos, porque existía una conciencia muy amplia de la necesidad de explicaciones y propuestas trascendentes. A veces me angustia pensar que esa conciencia no sea amplia en la actualidad, porque ella es cuestión de vida o muerte para la sociedad que queremos defender y desarrollar.

La cultura cubana había llegado a una altura tal a inicios de los años sesenta que estaba obligada a elaborar una concepción del mundo y de la vida para representarse sus realidades y su proyecto, y trabajar en consecuencia. Esa necesidad llevaba a estudiar con entusiasmo los materiales que caían en nuestras manos, y los de aquella corriente de origen soviético eran los más abundantes. Además, fueron acogidos y divulgados por las escuelas políticas del partido en formación.

El marxismo fue asumido masivamente y se consideró que debía guiar al pensamiento, con la legitimidad que daba la revolución. Pero dos preguntas aparecieron enseguida:

el marxismo, ¿vendría a participar, a ayudar a la revolución, o sería solo un certificado que le expedían y una doctrina que ella aceptaba? ¿Y cuál marxismo asumiría la Revolución cubana?

Es imprescindible que todos conozcamos la historia viva de cómo el pensamiento social cubano dio un enorme salto hacia adelante al asumir el marxismo, que tuvo consecuencias decisivas para su desarrollo; y también la historia viva de las dificultades y los conflictos, de los estudios y las polémicas, de las corrientes diferentes dentro del marxismo, a través de los cuales ese pensamiento social encontró su vitalidad y su forma y sus funciones cubanas. Y que conozcamos también las insuficiencias que portaba, los errores que se cometieron en relación con el marxismo y su utilización, y los aspectos negativos que a mediano plazo lo han perjudicado tanto, hasta hoy.

Desde el inicio chocaron las manías de clasificar, disciplinar, hacer obedecer, atribuir segundas intenciones, frente a la saludable combinación de espíritu libertario y poder que lograba tener la revolución. La tendencia a empequeñecer la liberación social y humana mediante nuevas dominaciones levantadas en nombre del socialismo afectó a la revolución, y llevó a debates y confrontaciones en su seno.

A mi juicio, el saldo de esa actividad durante la primera etapa del proceso fue muy positivo en cuanto a sus resultados, y sobre todo en cuanto a que nos formó, nos hizo más conscientes, más militantes y más libres. No había separación entonces entre una cultura referida a las bellas artes y el pensamiento, por un lado, y la política general del país por otro, que por consiguiente debería «atender a la cultura». Con razón recordamos siempre las palabras de Fidel a los intelectuales de junio de 1961, pero también es muy necesario recordar y estudiar sus discursos contra el sectarismo, del 13 y el 26 de marzo de 1962, porque están muy relacionados con aquel. Con ellos se combatía por una cultura política de la revolución, frente a las limitaciones y obstáculos que nacían dentro de ella misma.

Numerosos intelectuales y artistas comprendían esa verdadera relación, y participaban al mismo tiempo con su actividad como tales y con sus ideas políticas y teóricas. Graziella Pogolotti acaba de publicar un libro muy valioso, Polémicas culturales de los 60,[1] que nos muestra la riqueza extraordinaria contenida en aquel manejo de ideas, las combinaciones reales de asuntos específicos literarios y artísticos con puntos centrales políticos, ideológicos y teóricos, y las posiciones diferentes que contendían. Apuntaré brevemente algunos rasgos generales de lo que sucedió, que me parecen fundamentales.

Ante todo, el fondo de la cuestión no era una pugna intelectual, ni se limitaba a un duelo de ideas. Era una polémica acerca del alcance de la revolución, su rumbo, sus objetivos, los medios y vías que utilizaría; en algunos momentos y situaciones llegó a ser incluso una polémica por el poder. Fidel reafirmó, amplió y profundizó su liderazgo dirigiendo y conduciendo la opción radical revolucionaria, demostró que era la única factible y la llevó al triunfo. Segundo, entre otros numerosos aciertos y virtudes, se atuvo a la política de no utilizar la inmensa fuerza material y moral con que contaba para imponer su línea. Todavía en marzo de 1964, dijo en el juicio contra el delator de los mártires de Humboldt 7 que la revolución no sería como Saturno, que se comió a sus propios hijos. La unidad política de los revolucionarios y la unidad política del pueblo fueron objetivos centrales de la revolución, y está claro que en ello se jugaba incluso la supervivencia. Sin embargo,

no se eliminó el debate interno por esa razón. Dirigentes políticos y culturales, personalidades intelectuales, instituciones diversas, contraponían sus criterios en público, con mayor o menor profundidad y buenas maneras. En 1963–1964, el Che y otros dirigentes del Partido y el Estado debatieron sobre cuestiones fundamentales del rumbo de la creación de la nueva sociedad en revistas habaneras, sin que peligraran por eso la estabilidad y la seguridad de la revolución.

No hay que olvidar que aquellos años se caracterizaron por la magnitud de los enfrentamientos violentos y la agresividad imperialista, la lucha de clases interna y los desgarramientos que aportaron ella y la emigración, la escasez de capacidades o lo incipiente de las instituciones cubanas. ¿Cómo fue posible que en esa situación existiera un amplio campo para el debate entre los revolucionarios? ¿Qué condiciones lo facilitaron y, quizás, lo exigieron? Lo cierto es que el poder revolucionario y la sociedad reconocieron espacios de producción y de debate al pensamiento social que permaneciera o surgiera dentro del campo revolucionario, aunque fuera de corrientes diversas, y aunque expresaran unos sus discordancias con otros. Pienso que, si analizamos aquella situación en su conjunto, los factores positivos y negativos que contenía y los rasgos y problemas de la política que predominó, nos brindará algunas experiencias y lecciones respecto a la necesidad actual de volver a construir entre todos una cultura de debate.

Aunque no existió una declaración para el pensamiento social que fuera equivalente a lo que significó Palabras a los intelectuales para aquel medio, de hecho, el pensamiento social operó con parámetros análogos. Por cierto, en aquel tiempo nos referíamos al famoso discurso de Fidel en la Biblioteca Nacional como un alegato contra los que pretendían amordazar el pensamiento de revolucionarios. Habría que hacer varias precisiones. Primero, los jóvenes como yo estábamos de acuerdo en que la revolución se defendiera de sus enemigos con los medios que estimara necesarios. La condicionante de no actuar contra la revolución nos parecía muy legítima. Segundo, nos parecía lo más natural que intelectuales de ideas diferentes a las nuestras trabajaran como tales, y admirábamos la obra de Ortiz, Lezama, Ramiro Guerra, y de otros ya fallecidos, como Varona, Mañach o Loveira. Tercero, nos oponíamos al sectarismo, el dogmatismo, el autoritarismo y el llamado realismo socialista.

Cuarto, no creíamos que el poder político nos estaba concediendo nada, porque sentíamos que compartíamos los mismos ideales, y a la vez nos parecía que quien tratara de obtener algo para sí por su actividad intelectual a favor de la revolución era un oportunista.

Durante los años sesenta mantuvimos esas convicciones, pero desarrollamos un pensamiento acerca de los rasgos, las obligaciones y las funciones de la actividad intelectual en la sociedad en transición socialista, así como sobre sus relaciones con las estructuras y las políticas del poder revolucionario, incluidas las tensiones y las contradicciones. A eso nos llevaron las experiencias y dificultades del propio proceso que estábamos viviendo, los debates con otras posiciones cubanas y el estudio de nuestra historia y la de otros procesos revolucionarios, incluido el soviético, así como la historia de la URSS. Las relaciones entre el poder y el pensamiento social se convirtieron en uno de los temas sensibles para las prácticas de los intelectuales y de los políticos, y para el proyecto socialista. En la segunda mitad de los sesenta el tema enunciado como «el compromiso del intelectual» tuvo un enorme arraigo y resonancia, en Cuba y en innumerables medios del mundo. El gran Congreso Cultural de La Habana de enero de 1968 –que ha sido concienzudamente olvidado– le dedicó a ese tema buena parte de sus tareas.

Una cuestión crucial quedó planteada después de las primeras experiencias del proceso, y ha mantenido siempre su carácter de problema central. Dentro de la revolución, el pensamiento social solo puede existir, desarrollarse y servir de algo a la sociedad y sus tareas principales si tiene autonomía, mantiene su específica identidad y normas, goza de libertad de investigación y sabe ir más allá de lo que piden la reproducción de la vida social y las necesidades visibles. Al mismo tiempo, y sin perder las características anteriores, el pensamiento social debe existir dentro del orden revolucionario y regirse en lo esencial por el proyecto de liberación y por ese orden, respetar su estrategia, atender sus prioridades y ponerse límites cuando resulte imprescindible para la causa general. Bien, pero

en esa dialéctica de libertad y militancia, ¿cómo se determinan el alcance y la protección del pensamiento, y su sujeción a normas y su disciplina? ¿Quién determina todo esto, qué mecanismos y garantías habrá para evitar errores o abusos?

En esta primera etapa de la revolución no se elaboraron reglas expresas en este campo, pero en general funcionó aquella dialéctica, en mi opinión por razones más amplias que su propio contenido:

el espíritu libertario y el poder revolucionario convivían bien, el poder y el proyecto estaban íntimamente ligados, todos los implicados combatíamos juntos en las situaciones límite y las grandes jornadas de la revolución, y, además, nos sentíamos históricos.

En los hechos, desde muy temprano había dos concepciones y posiciones distinguibles dentro del campo revolucionario referidas al alcance que podía permitirse el proceso, su rumbo, sus vías y medios, y los objetivos del socialismo. Una estaba influida por la ideología soviética y del movimiento comunista; creía que Cuba debía organizar su economía, su vida social, su sistema político y su estrategia de acuerdo con la etapa de desarrollo que le asignara aquella ideología, y reproducir aquí rasgos del tipo de dominación en nombre del socialismo que existía en la URSS y en los países de su campo. Buscaba sus fundamentos en el llamado marxismo-leninismo, y sin duda no se sentía extranjerizante, sino el vehículo del paso de Cuba a lo que consideraban un régimen social superior y su incorporación al socialismo, la corriente en ascenso en el mundo. La otra provenía del proceso insurreccional, de su ideología de liberación y su triunfo práctico, que había creado el poder y el terreno real para que se desarrollara la gran revolución popular. Entendía el socialismo como el medio idóneo para conseguir la liberación nacional y la verdadera justicia social, impulsó y condujo un conjunto profundamente radical de acciones y una participación masiva que transformó a los cubanos y al país, y enfrentó victoriosamente a los Estados Unidos. Esta segunda concepción y posición se consideraba heredera de todas las luchas revolucionarias del pueblo cubano desde el siglo XIX; sus líderes conocían marxismo, lo utilizaban de manera independiente y actuaban a favor de que la población cubana asumiera esa concepción.

El patriotismo radical ha sido un baluarte para la segunda posición, desde el inicio, en circunstancias tan diferentes como la fundación de la Uneac, la Crisis de Octubre o el centenario del 10 de Octubre, en 1968. En las nuevas condiciones creadas por la segunda etapa que comenzó a inicios de los años setenta, el patriotismo radical –ahora sintetizado en la consigna «cien años de lucha»– fue una línea de defensa del carácter autóctono de la revolución frente a la ideología que se hizo, entonces sí, preponderante.

Por cierto, a pesar de que la bancarrota de las ideas previas a 1959 terminó por incluir a la democracia –identificada ahora con las acusaciones contra Cuba y con los modos de dominación existentes en países capitalistas–, el democratismo no desapareció. La revolución proclamó sus nuevos sentidos y combinó instituciones de tradición, como el poder local, con nuevas formas directas como las enormes concentraciones.

Entre los revolucionarios permanecieron con mucha fuerza las representaciones positivas de los derechos individuales, y no solo los sociales, la gran valoración del individuo que tiene y sostiene sus criterios, y el orgullo por la historia cubana en el terreno democrático. Recuerdo la expresión de que los soviéticos no podían entender ciertas cosas porque nunca habían tenido democracia, mientras que los cubanos nos dimos constituciones desde Guáimaro, al iniciar la primera revolución, contábamos con el maravilloso legado democrático de Martí y tuvimos una democracia representativa desarrollada antes de la revolución.

Las contraposiciones y los debates entre las dos concepciones y posiciones referidas son muy importantes para comprender el pensamiento social de la primera etapa del proceso revolucionario en el poder. En lo político, el liderazgo de Fidel –secundado por el Che y los máximos dirigentes del país– fue decisivo para llevar al triunfo, de manera unitaria y pacífica, de la segunda concepción, que rigió prácticamente durante la segunda mitad de los años sesenta. Uno de los rasgos del fin de la primera etapa y el inicio de la segunda fue el quebranto de esta posición, y el retorno de la primera posición en terrenos sumamente importantes. Sin embargo, simplificar las cosas de este modo impediría advertir cuestiones decisivas. La revolución mantuvo su liderazgo máximo y rasgos básicos de sus políticas y sus logros, y el país de inicios de los setenta tenía enormes diferencias con el de una década antes, en cuanto a desarrollos de su población, vivencias y experiencias revolucionarias, y expectativas. La primera posición, por su parte, también había ganado experiencias, comprensión de la especificidad y el carácter del proceso cubano, y moderación, y su composición interna era ya otra.

Apunto apenas esos comentarios sobre lo político, y me extiendo más sobre el centro de mi tema, el pensamiento social.

Alrededor del marxismo se manifestaban las necesidades y las concepciones, y, por tanto, él tenía que ser un protagonista en el pensamiento de la época. La generación que llevó el peso entonces incluía a nacidos desde 1926 o 1928 –como Fidel y el Che– hasta los nacidos a mediados de los años cuarenta. A los protagonistas del proceso nos sumamos los que como yo comenzamos siendo revolucionarios y después nos hicimos marxistas, y los que llegaron a ambas cosas al mismo tiempo. Desde el 1ro. de febrero de 1963 hasta fines de 1971 pertenecí a un grupo intelectual organizado, el Departamento de Filosofía de la Universidad de La Habana, que se vio envuelto en la pugna por un marxismo de la revolución y que contribuyera realmente a su desarrollo, y llegó a estar en el centro de esa pugna.

Un ejemplo de la complejidad de la tarea y del carácter que tenían entonces las relaciones entre los revolucionarios es la visita del presidente Osvaldo Dorticós al Departamento de Filosofía a inicios de 1964. Pocos meses antes había salido de la Rectoría de la Universidad el compañero Juan Marinello, y también fue sustituido el primer director nuestro, el hispanosoviético Luis Arana, a quien estimábamos mucho y no tenía relación con Marinello. Se designó para sustituir a Arana a un profesor y activista ligado a la primera posición que referí antes, y aunque éramos muy jóvenes y no teníamos aún notoriedad, se suponía, con razón, que no nos gustaría el sustituto. El presidente vino a traerlo, acompañado del nuevo rector, y con su prestigio decidió nuestra aceptación. Pero lo más interesante fue que nos hizo un discurso que jamás olvidamos, en el cual afirmó que los manuales de marxismo soviético que entonces se utilizaban en la docencia y en los estudios políticos no servían para la Revolución cubana, y nos pidió que, como marxistas, «incendiáramos el océano», aunque aclaró enseguida que él no sabía cómo podríamos hacerlo.

En el centro mismo del Occidente burgués, la Revolución cubana realizó en los años sesenta inmensos esfuerzos en el campo del pensamiento e hizo contribuciones relevantes al desarrollo del marxismo. Fidel y el Che pusieron definitivamente al marxismo en español, inspiraron la formación de una nueva vertiente marxista latinoamericana y se dirigieron al mundo entero desde un comunismo de liberación nacional, occidental, igualitarista, insurreccional y realmente internacionalista. He descrito algunos aspectos de la actuación de Fidel, el máximo representante del pensamiento más revolucionario. El Che desempeñó un papel fundamental en la elaboración de un pensamiento social que sirviera, más que como fundamentación, como instrumento para una política comunista eficaz en la transición socialista cubana. Haber pensado y haber intentado tal política es uno de los aportes notables de Cuba a los movimientos de liberación del mundo. En esa dirección, el opúsculo del Che El socialismo y el hombre en Cuba,[2] es uno de los documentos políticos más trascendentes del siglo XX.

Ernesto Guevara pasó del estudio del pensamiento a la guerra revolucionaria, que lo transformó y lo hizo dirigente. Compartió las responsabilidades del poder revolucionario e impulsó los cambios más profundos de las personas y la sociedad, y otra vez se fue a la guerra revolucionaria. En ese corto período, su pensamiento logró comprender los problemas fundamentales, plantearlos y hasta cierto punto elaborar una concepción teórica que fuera un instrumento capaz de restituir al pensamiento revolucionario su función, indispensable para guiar los cambios sociales y humanos y proyectar e imaginar el futuro, al mismo tiempo que servir a las prácticas. Pero su filosofía de la praxis fue más allá, e iba ampliando su campo y su profundidad cuando lo interrumpieron la batalla final y la muerte.

Con una aguda conciencia del papel del pensamiento en la creación de una sociedad que debía ser diferente del capitalismo –y no solo opuesta–, entre 1963 y 1965 el Che libró en Cuba una batalla intelectual que entendía indispensable para la política, la práctica en general y también para la teoría. La segunda etapa no podía admitir su pensamiento. Hubo que esperar al proceso de rectificación de errores de la segunda mitad de los años ochenta para que comenzara el difícil regreso al pensamiento del Che, reapropiación que no ha sido completada todavía.

Las ideas propias fueron tomando cada vez más fuerza en los primeros sesenta, y pronto se abrió una fase de búsqueda y creación en el terreno teórico, a la vez que se hacían cada vez más investigaciones de problemas concretos. Diferentes grupos en instituciones estudiaban, discutían, elaboraban y publicaban sus criterios. En el Departamento de Filosofía emprendimos una labor muy tenaz y sistemática con el fin de formarnos sin exclusiones ni prejuicios, participar en las investigaciones de los problemas concretos y tratar de asumir el marxismo y trabajar con él. Ya en 1965 habíamos sustituido los manuales soviéticos por una bibliografía variada y representativa del pensamiento y los problemas. En la Presentación de Lecturas de Filosofía,[3] nuestro primer libro con ese tipo de textos, publicado en enero, escribí: «El conjunto de problemas que la realidad le presenta a una ciencia constituye su fe de vida, el tratamiento de ellos es condición de su desarrollo. Una divulgación sin problemas es mera declamación […]. Los manuales existentes para nuestra disciplina son resultado de una apreciación deformada y teologizante del marxismo». Meses después, en el II Encuentro Nacional de Profesores de Filosofía, el Departamento identificaba el desafío: «Tenemos que lograr que el marxismo-leninismo se ponga a la altura de la Revolución cubana». Ya estábamos discutiendo un contenido y estructura nuevos que debían sustituir al Materialismo Dialéctico e Histórico, que desde septiembre pusimos en práctica en la Universidad: la Historia del Pensamiento Marxista. Ella respondía a otra concepción del marxismo. Las universidades de Oriente y Central de Las Villas también la impartieron, y muchos miles de alumnos la estudiaron hasta 1971.

No me extenderé aquí acerca de nuestra actividad en el campo teórico, en las polémicas de la época, las investigaciones de realidades cubanas, la creación de Edición Revolucionaria y el Instituto del Libro, y la participación en otras tareas nacionales e internacionales, aunque en realidad ese conjunto es casi desconocido. Lo interesante para el tema que abordamos hoy es que partimos de que era imprescindible pensar con cabeza propia, reivindicamos la libertad de cátedra y de investigación dentro de la militancia revolucionaria –es decir, pensar por ser un militante, y no a pesar de serlo–, e hicimos publicaciones que se atenían a esas reglas. La experiencia funcionó durante varios años, y mi opinión es que su saldo fue positivo.

¿Por qué pudieron existir experiencias como esta? En la segunda mitad de los sesenta la revolución se profundizó en todas las direcciones que pudo. Con una coyuntura política e ideológica internacional realmente favorable, trató de violentar aún más lo que se consideraba posible en materia de organización estatal y de economía, el crecimiento de la conciencia, las transformaciones de las personas y de las relaciones sociales y el esfuerzo internacionalista. A mi juicio, fue una decisión acertada, aunque se cometieron errores –algunos de ellos realmente graves–, como ha sucedido históricamente en todos los casos en que se ha forzado la reproducción esperada de la vida social.

El poder y la sociedad se pusieron en tensión y marcharon juntos, y hubo una verdadera fiebre de investigaciones sociales; ellas y el pensamiento social estuvieron a la altura del esfuerzo con su incesante labor y su entusiasmo, y gozaron de un reconocimiento social y político enorme, que evidenciaba una comprensión del papel crucial del conocimiento y la intencionalidad para lograr los objetivos tan ambiciosos que se tenían. Sería muy conveniente que se elaborara al menos una relación de la masa de investigaciones realizadas –ofreciendo unos pocos datos básicos de cada una–, no solo por sacarlas del injusto olvido en que yacen, sino, sobre todo, para que pueda rescatarse una gigantesca cantidad de asuntos, datos, análisis, dictámenes, sugerencias, que serían sumamente útiles para los trabajos de conocimiento social actuales.

El apoyo oficial en unos casos, y en otros un espacio que permitía niveles sustanciales de autonomía, fueron factores principales para aquel florecimiento del pensamiento y las ciencias sociales. Pero también quiero destacar, por su gran importancia, que coexistían perspectivas y posiciones diferentes, que podían enfrentarse o no, pero tenían espacio para trabajar. La ausencia de una «línea» de cumplimiento obligatorio para el trabajo intelectual fue una condición básica de su desarrollo.

La casualidad hizo que el partido cubano decidiera el cese de la publicación de su revista oficial, Cuba socialista, muy poco antes de la aparición de la revista Pensamiento Crítico, y algunos comentaristas extranjeros confundidos dijeron que esta venía a desempeñar el papel de la anterior. Nosotros rechazamos esa creencia: no queríamos, de ningún modo, ser considerados una revista oficial. Lo interesante es que en Cuba, que yo sepa, a nadie se le ocurrió esa idea.

Quisiera referirme brevemente a esa revista mensual de pensamiento social, cuyo colectivo de trabajo me tocó dirigir. Pensamiento Crítico nació en el último trimestre de 1966, como parte de la expansión de actividades emprendida por el Departamento de Filosofía desde fines de 1965; publicó 53 números entre febrero de 1967 y el verano de 1971. Para ahorrar tiempo aquí, les sugiero leer el ensayo de Néstor Kohan, «Pensamiento Crítico y el debate por las ciencias sociales en el seno de la revolución cubana»,[4] que está siendo divulgado por la revista Criterios. El autor ofrece cuantiosos datos y análisis profundos y muy acertados, a mi juicio, sobre la revista y el conjunto del tema que su título anuncia. Completo este tema leyendo fragmentos de una valoración reciente que hice de aquella publicación, en la entrevista que me hizo Julio César Guanche [en el año 2007] para La Jiribilla,[5] con motivo del premio de Ciencias Sociales.

Formábamos parte de la gran herejía que fue la Revolución cubana de los años sesenta […]. Una de las ventajas de la revista fue la de deberse a la Revolución, pero sin convertirse en una oficina determinada de una instancia específica. Eso le daba la posibilidad de expresarse como revolucionaria, pero sin otra sujeción que la del compromiso libre y abiertamente asumido con la revolución. Opino hasta hoy que sin esa condición el pensamiento revolucionario no logra aportar, y no puede satisfacer, por tanto, la necesidad inexorable de pensamiento que tiene la política revolucionaria.

En la América Latina los compañeros que luchaban y los partidarios de cambios revolucionarios veían a la revista como expresión militante de la Revolución cubana y del internacionalismo. Esa percepción era compartida por los que conocían nuestra publicación en las demás regiones del mundo, con las consecuencias de cada caso.

La revista era polémica, y más de una vez sumamente polémica. De no ser así, no hubiera valido la pena.

Después de tantos años he entendido mejor el significado de Pensamiento Crítico. Fue un hecho intelectual protagonizado por jóvenes de la nueva revolución, que tenía como contenido los problemas principales de su tiempo, desde una militancia revolucionaria del trabajo intelectual. Combatió con ideas, con la elección de sus temas y con la presentación de hechos, problemas e interrogantes que las estructuras de dominación suelen ocultar o deformar, sin temor a la crítica de las ideas y del propio movimiento al que entregábamos nuestras vidas, en busca de la creación de un futuro de liberaciones y bienandanzas. Pensó por ser militante, no a pesar de serlo, y fue una de las escuelas de ese ejercicio indeclinable. Contribuyó a la formación de numerosos revolucionarios y su práctica significó un pequeño paso hacia adelante en la difícil construcción de una nueva cultura. […]

El pensamiento revolucionario carecía de desarrollo suficiente para enfrentar estas novedades, porque el marxismo había sufrido demasiado […] y otras ideas que también eran revolucionarias resultaban insuficientes ante los retos de unir nacionalismos y luchas socialistas, civilización moderna con negación liberadora de la modernidad, diversidades culturales con unidad de proyectos. Sin embargo, entre todos los involucrados conseguimos hacer retroceder la colonización mental. Y Pensamiento Crítico fue uno más entre los escenarios de aquel combate de ideas.

Alrededor de 1970 las limitaciones del proceso revolucionario se hicieron visibles. El plan de desarrollo económico socialista acelerado del país se vio constreñido a apelar a la mayor capacidad de producción instalada que poseía y poner todo el esfuerzo en la producción masiva de azúcar para obtener recursos y nivelar el comercio exterior, pero la gran zafra no alcanzó los diez millones de toneladas proyectados y el esfuerzo dislocó y agotó la economía nacional. Por otra parte,

no hubo victorias revolucionarias en América Latina –y sí la dramática pérdida de la vida del Che en 1967–, ni espacio para alianzas con países que fueran realmente soberanos y autónomos frente a los Estados Unidos. Atenazado por una coyuntura muy desfavorable, y después de maniobrar dentro de la posición que había sostenido, el proceso cubano inició cambios profundos en numerosos aspectos, y su proyecto fue recortado.

En ese marco, el pensamiento social sufrió una sujeción a cambios que provocaron la detención de su desarrollo, y un gran empobrecimiento y dogmatización. Mis recuerdos del último año en que trabajé en ese campo, más precisamente entre septiembre de 1970 y noviembre de 1971, son los de una tragedia en la que las necesidades del Estado parecían más decisivas que los criterios ideológicos o teóricos. Después de reuniones y discusiones entre revolucionarios que duraron meses, la dirección del país decidió el cierre de la revista Pensamiento Crítico en agosto de 1971, y el cese del Departamento de Filosofía en noviembre. Siempre recordaré, entre otras demostraciones de numerosos compañeros, la actitud fraternal de Jesús Montané, entonces secretario organizador del PCC, y la forma en que el presidente Dorticós cumplió su papel en aquel proceso. Atuve mi conducta durante aquel último año a lo que consideré mi deber, corrí con las consecuencias de mis actos y nunca me he arrepentido de lo que hice.

Después he intentado valorar algunas veces cómo pudo perderse tanto en ese campo. Para explicar los cambios iniciales, un factor, sin duda, fue el insuficiente desarrollo en el tiempo de aquella actividad, tan fructífera como novedosa en nuestro país, que estaba lejos de sedimentarse y tornarse algo natural, y carecía de normas que la protegieran. Otro factor, a mi juicio principal, fue la percepción de la necesidad de conservar a todo trance la unidad política en una situación difícil, ante la posibilidad de divergencias entre revolucionarios por ideas radicales que formaban parte del acervo de la propia revolución. Recuerdo a un dirigente de sólida formación intelectual e ideas muy avanzadas que dijo de nuestro caso: «Había que cortar por lo sano, y eso siempre significa cortar una parte sana».

Otro factor de las decisiones puede haber sido que no se creyó estar cediendo en un terreno vital, mientras se conservaba el control de otros que obviamente sí lo eran. En esto pueden haberse reunido el error de cálculo ante la coyuntura con la incomprensión de que el pensamiento social ha sido sujetado y han disminuido sus funciones críticas durante el desarrollo del capitalismo en el siglo XX; se vuelve, incluso, frágil y poco eficaz. Los poderes socialistas están obligados a no asumir ese rasgo cultural del capitalismo que –como tantos otros– trata de introducirse en el curso de las modernizaciones de sus países; por el contrario, deben combatirlo abiertamente.

Por último, no fue posible evitar –por la combinación de las medidas tomadas con el quebranto de las funciones y rasgos que había tenido el pensamiento social– la emergencia de una forma autoritaria de especial virulencia, el dogmatismo. Aunque asociado al sectarismo en los primeros tiempos del proceso revolucionario, el dogmatismo demostró ser capaz de sobrevivir a la bancarrota de aquella política, volverse importante como medio de control social en la segunda etapa del proceso y coexistir hasta el día de hoy con otros modos de comportamiento social. Sería muy positivo que su análisis formara parte de las investigaciones sociales actuales, que encontráramos las causas de su pervivencia y su pertinacia, a qué fenómenos y aspectos de la vida social responde, para combatirlo mejor. Sintetizo aquí diez rasgos suyos, por si puede ayudar para nuestras tareas actuales.

1. La pretensión de poseer todas las preguntas permitidas y todas las respuestas infalibles, que tiene un fundamento extraintelectual y es funesta para la política revolucionaria;

2. Servir de fundamento a la legitimación de lo existente y la obediencia a su orden, con lo que se fomenta el inmovilismo y actitudes individuales perjudiciales;

3. Privar de capacidad para enfrentar los problemas, y mucho menos para buscar sus fundamentos y sus raíces y plantearlos bien;

4. Ser inútil, entonces, dentro del mundo del pensamiento, pero crear confusión o resignación con su soberbia y su capacidad de neutralizar o atacar lo que es útil;

5. Ser ajeno y opuesto a la actitud y el contenido del pensamiento revolucionario, y, sin embargo, erigirse en su supuesto defensor y representante;

6. Atribuir corrección o maldad a todo pensamiento. Fijar posiciones incuestionables respecto a lo que existe, lo que se debe comunicar, investigar, debatir o estudiar, y orientar las opiniones generales que deben sostenerse en la política, la economía, la educación, la divulgación, la historia y la apreciación de las artes;

7. Sustituir los exámenes, los debates y los juicios sobre las materias que considera sensibles por la atribución arbitraria y fija de denominaciones y valoraciones sobre ellas, o de lugares comunes que las dejan fuera del campo del conocimiento;

8. Satanizar y tratar de prohibir el conocimiento o la simple información de todo lo que considere perjudicial o maligno, que suele ser todo lo que no califique de bueno. Esto se complementa con la acusación a compañeros de estar influidos o «desviados» por aquellas posiciones perversas y erróneas, imputación que puede ser abierta o tortuosa, como cuando se les «reconoce» que quizás no se desvían intencionalmente, pero se desvían;

9. Conspirar, por consiguiente, contra la ampliación y profundización del socialismo, y favorecer la permanencia de las relaciones sociales y la moral de la sociedad que queremos abolir y superar; y

10. Desarmarnos frente a las reformulaciones de la hegemonía cultural del capitalismo, a la cual ignora o desprecia, y fomentar situaciones y conductas esquizofrénicas, en las que se abomina el capitalismo y se consumen sus productos espirituales.

Lo cierto es que el empobrecimiento y la dogmatización del pensamiento social se agravaron y se consolidaron en el curso de aquella década de los setenta, y los cambios positivos en el campo cultural y la fundación del Ministerio de Cultura no cambiaron su situación. El primer golpe real que recibieron fue el inicio del proceso de rectificación de errores y tendencias negativas en 1986. A pesar de la rica historia de avances de los últimos veinte años, que en algunos aspectos es notable, y de que una parte de aquellos rasgos negativos desapareció, otra parte permanece y se ha vuelto crónica, mucho después de desaparecida la situación que la creó. Ha faltado un proceso amplio de análisis crítico de lo que sucedió, que tuviera como único objetivo la formación a través de la información y del debate, para que todos se beneficiaran de nuestra experiencia cubana y se volvieran más capaces de enfrentar los nuevos retos que estos veinte años nos han deparado. Creo que

este es un factor importante entre los que llevan a algunos hoy a la idea errónea de convertir los hechos y situaciones de inicios de los años setenta en un ejemplo agudo de una característica inherente al socialismo, lo que llevaría, consecuentemente, a descalificarlo como sistema y como aspiración de la sociedad.

En mi opinión, ha sido muy positiva la reciente condena pública de los dolorosos episodios de cacerías de brujas o las prácticas infames en el trato entre compañeros, y tendremos que insistir en ella y sacar provecho de la lección de que lo sano es ventilarlos de ese modo y no dejar que el mal se pudra en lo oscuro y nos pudra lo hermoso. El joven Carlos Marx escribió, con razón, que la vergüenza es un sentimiento revolucionario. También será fructífero, y sin duda trascendente, que nos apoderemos de toda nuestra historia, que investiguemos sus logros, sus errores y sus insuficiencias, sus aciertos y sus caídas, sus grandezas y sus mezquindades, y convirtamos el conjunto en una fuerza más para enfrentar los problemas actuales de la revolución y la transición socialista, y para reformular y hacer más ambicioso nuestro proyecto de liberación.

El pensamiento social cubano es uno de los temas que me ha llenado de labores y afanes a lo largo de toda mi vida de adulto. Termino con unos pocos comentarios muy generales acerca de sus problemas actuales, con el fin de que contribuyan en algo a lo que es para todos nosotros prioritario: el presente y el futuro de Cuba.

Sin dudas, nuestro país venció a la tremenda crisis de la primera mitad de los años noventa. Pero, ¿cómo salió? ¿Qué secuelas le quedaron? ¿En qué medida y en qué formas ellas pueden afectar su rumbo actual? ¿Qué nuevas dificultades se levantan? ¿Cómo identificar los problemas de fondo, y cómo enfrentarlos eficazmente?

La movilización de recursos humanos y materiales para acciones sistemáticas dirigidas contra las desigualdades que se crearon y a favor de aumentar las oportunidades de los grupos sociales más afectados es fundamental para la reconstrucción y defensa del socialismo como línea rectora del esfuerzo social. También lo son las medidas que permitan que el polo socialista sea el más fuerte. Pero es imprescindible congeniar esa movilización y esas medidas con las necesidades y las expectativas de una población que ha multiplicado sus capacidades. Y eso deberá pasar por complejos procesos que de manera organizada y hasta algún punto planeada desarrollen la conciencia, la creación nacional de riquezas y el buen gobierno.

Por si lo anterior fuera poco, todo debe conseguirse en medio de una pugna de vida o muerte con el capitalismo, que va desde la sistemática agresión del imperialismo hasta la siempre renovada persistencia de rasgos del capitalismo entre nosotros, y dentro de cada uno.

El capitalismo conduce una formidable guerra cultural mundial, en la que pretende triunfar desde la vida cotidiana y los procesos civilizatorios, y a través de un gran movimiento de privatización ideal y material. Con armas anticuadas no se puede combatir en esta guerra, y mucho menos con las que nunca sirvieron.

Si algo es seguro para el pensamiento y las ciencias sociales cubanas es que la sociedad los necesita para que la ayuden a enfrentar sus problemas centrales y mantener y formular mejor su proyecto. Pero ni las condiciones en que estas disciplinas trabajan hoy, ni ellas mismas, tienen suficiente desarrollo frente a los retos del presente y del futuro que alcanzamos a entrever. Varios rasgos negativos del mundo espiritual actual pesan sobre ellas. El apoliticismo y la conservatización de las ideas y sentimientos no es nada desdeñable. Afecta a la perspectiva, el contenido y la autovaloración del trabajo de pensamiento y científico social, pero también al tratamiento y la orientación que se le da por parte de órganos de la sociedad. Las influencias externas también suelen proponer paradigmas y asuntos ajenos a nuestras necesidades.

Quiero repetir que contamos con una masa muy numerosa de profesionales capacitados y conscientes, y de trabajos investigativos que tienen real calidad, que contamos con instituciones de investigación y de docencia. Pero tenemos un déficit notable en cuanto a formación teórica, urge superar el medio teórico existente y, sin embargo, carecemos de información al día al alcance de los interesados –también en cuanto a las ciencias sociales–, y en muchos planteles se sigue enseñando a los adolescentes y jóvenes versiones inaceptables del marxismo. Si no se priorizan los problemas principales del país como temas principales de las investigaciones sociales, se dañarían las relaciones de nuestro campo con necesidades del país, tanto en identificar, plantear bien y ayudar a solucionar problemas como en temas culturales e ideológicos muy importantes. Son muy perjudiciales los límites que se ponen a los investigadores y al conocimiento de los resultados de investigación. Llega a ser habitual para muchos limitarse –o limitar a otros– en unos campos en los cuales para ser militante hay que ser inquisitivo, crítico, audaz, honesto y no temer equivocarse.

Insisto en que el trabajo intelectual en disciplinas sociales en una sociedad de transición socialista está obligado a ser muy superior a las condiciones de existencia vigentes, no sirve de mucho si solo se «corresponde» con ellas.

Y el consumo de los productos que una sociedad cultísima elabora acerca de sí misma no puede ser dosificado u ocultado, como si las mayorías no fueran capaces de hacer buen uso de ellos, como si no tuvieran la extraordinaria cultura política de los cubanos, que es la mayor riqueza humana con que contamos. En una sociedad como la nuestra, que ha hecho una apuesta tan colosal hacia el futuro y ha logrado sobrevivir, resistir y avanzar tanto, no podemos repetir la división entre las élites y la mayoría de la población en la producción y el consumo de los productos intelectuales y culturales valiosos. Esa es una característica del capitalismo, aun en sus formas democráticas; nosotros estamos obligados a trabajar por eliminarla.

Opino que hoy estamos en una coyuntura muy positiva para que se produzcan recuperaciones y avances en el pensamiento y las ciencias sociales cubanas, que hoy están reuniéndose la conciencia, la necesidad y la voluntad. Como en todos los momentos cruciales de las sociedades, los intelectuales –como dijo una vez Raúl Roa–, por estar dotados para ver más lejos y más hondo que los demás, están obligados a hacer política. Y en este caso hacer política es hacer pensamiento y ciencias sociales con calidad, libertad y militancia socialista. Soy optimista respecto a nuestras posibilidades actuales y del futuro inmediato, pero no me refiero a un logro conseguido, sino a una lucha y un propósito que puede unirnos mejor a los cubanos en nuestra diversidad, darnos más fuerzas que las palpables y constituir la mejor defensa del socialismo, que es profundizarlo.

¿Cómo podrán el pensamiento y las ciencias sociales cubanas trabajar eficazmente y a favor de la alternativa socialista? La pregunta nos asoma a un tema crucial, que requerirá grandes esfuerzos y debates. Seguramente tendrán que avanzar mucho para lograrlo. Pero

es indispensable también que sean reconocidas y apoyadas en su autonomía militante, que se tenga por buena su especificidad y su ejercicio irrestricto del criterio, que no sean un adorno ni una actividad permitida.

Y aunque siempre dependerá de sus labores y sus aciertos el contenido de su éxito, este será posible sobre todo en la medida en que triunfe la alternativa de liberación, la de la solidaridad humana, socialista e internacionalista, no la del individualismo, el egoísmo, el afán de lucro, la soberbia y el poder de unos pocos. Es decir, que triunfe el socialismo sobre el capitalismo, y también que triunfe el socialismo dentro de la transición socialista.

Muchas gracias.

Notas:

[1] Graziella Pogolotti: Polémicas culturales de los 60, Letras Cubanas, La Habana, 2006

[2] Ernesto Guevara [1965]: El socialismo y el hombre en Cuba, Ocean Sur, La Habana, 2007.

[3] VV.AA.: Lecturas de Filosofía, Departamento de Filosofía — Universidad de La Habana, La Habana, 1966.

[4] Néstor Kohan: «Pensamiento Crítico y el debate por las ciencias sociales en el seno de la Revolución cubana», en VV. AA: Crítica y teoría en el pensamiento social latinoamericano, CLACSO, Buenos Aires, 2006.

[5] Julio César Guanche: «El poder debe estar siempre al servicio del proyecto», en La Jiribilla de papel, núm. 66, ICL, La Habana, 2007, pp. 16–18.

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