Por qué Martí fue un líder diferente

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7 min readJan 28, 2020

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Por David Leyva González / Investigador auxiliar del Centro de Estudios Martianos

Foto: José Manuel Correa/

Fragmento del libro José Martí, los tiranos y seis novelas terribles. Riga, Letonia, Editorial Académica Española, 2019.

José Martí fue un libertador en el amplio sentido de la palabra y, aunque nos esforcemos en descubrirle manchas solares,[1] no encontramos en su conducta de Delegado del Partido Revolucionario Cubano, la herencia más recurrente en la historia de los liderazgos universales: el rodearse de adulación y doble moral, el acomodarse en prebendas, gratuidades, beneficios personales o familiares. En 1893 expone su idea de que quien no pone la dirigencia como sacrificio no debe ejercer la jefatura y que está dispuesto a morir por la República futura como lo está para la independencia de la isla frente a España.

No queremos redimirnos de una tiranía para entrar en otra. No queremos salir de una hipocresía para caer en otra. Amamos a la libertad, porque en ella vemos la verdad. Moriremos por la libertad verdadera; no por la libertad que sirve de pretexto para mantener a unos hombres en el goce excesivo, y a otros en el dolor innecesario. Se morirá por la república después, si es preciso, como se morirá por la independencia primero.[2]

Un año antes, le había advertido al antiguo luchador de la Guerra de los Diez Años, Fernando Figueredo, su convicción de no cultivar la vanidad personal y entregarse al bien de los cubanos por sobre el bien de sí mismo: «Pero ¿Vd. no sabe, aunque le parezca de mi parte afirmación muy zancuda, que no hay en mi persona una partícula de egoísmo ni soberbia, ni de pensamiento y cultivo de mí propio — que es mi almohada la muerte, y Cuba mi único sueño».[3]

En el discurso en Hardman Hall, 17 de febrero de 1892, se define como: «un hombre que sólo la poca vida que le resta puede dar, — y no es de aquéllos que se ponen de pie sobre la patria, o a espaldas de la patria, a buscar prosélitos con quienes repartir el poder».[4]

La carta a Tomás Estrada Palma de marzo de 1895 muestra aún más el extremo de ceder poder y persona para, desde el necesario distanciamiento, evitar los futuros compromisos con grupos de poder. Resulta sorprendente que una personalidad, en plena efervescencia de su prestigio político, muestre la valentía de no mezclarse con intereses de poder, consciente que, para la historia de una nación, es más importante un ejemplo de entrega y sacrificio que un sobreviviente oportunista:

En mí, no pienso: tendré que poner de lado enteramente mi persona, para lograr tal vez, con la supresión de ella, alguna forma menos odiosa e imprudente. En todo lo de mi persona cederé, y ya la doy por muerta. Ni temo a la larga, porque conozco a nuestro país: no temo por él. Pero es preciso irle evitando estorbos desde ahora, y ponerle sangre buena en la raíz. De mí, ya le digo., voy preso, y seguro de mi inmediato destierro.[5]

Por eso Martí es nuestro mejor político porque en su desprendimiento absoluto impidió caer en la recurrencia de los líderes anteriores y posteriores a él. Su cristianismo asumido y no falseado lo lleva a un amor y entrega a su pueblo muy difícil de sostener e imitar. Y esto se palpa en la confesión epistolar a Ricardo Rodríguez Otero de 1886.:

¿Cómo serviré yo mejor a mi tierra? me pregunté. Yo jamás me pregunto otra cosa. Y me respondí de esta manera: «Ahoga todos tus ímpetus; sacrifica las esperanzas de toda tu vida; hazte a un lado en esta hora posible del triunfo, antes de autorizar lo que crees funesto; mantente atado, en esta hora de obrar, antes de obrar mal, antes de servir mal a tu tierra so pretexto de servirla bien».[6]

Aunque, claro está, él temía que muchos confundieran sus ideas con la demagogia, o la falsa modestia, o la sobredimensión personal. Mas la duda es parte perenne de nuestra existencia y él vivió con ese pesar natural de que dudaran de sus propósitos Y así se lo hace saber al amigo Emilio Núñez en 1887: «En mí, el amor a la patria sólo tiene un límite; y es el temor de que imagine nadie que por mi interés me valgo de ella».[7]

Al discípulo Gonzalo de Quesada no le podía ocultar las codicias que se iban formando alrededor de su persona, jamás pronunció un nombre, pero sí le indicó más de una vez, como estos ejemplos de cartas de 1889 y 1895, sobre el oportunismo que se fraguaba en algunos independentistas, que sentían como obstáculo la honradez martiana tanto en la empresa de la guerra como en la futura república.

Mi muy querido Gonzalo:

Por lo pequeño de la letra verá Vd. que el alma anda hoy muy triste, y acaso la causa mayor sea, más que el cielo oscuro o la falta de salud, el pesar de ver como por el interés acceden los hombres a falsear la verdad, y a comprometer, so capa de defenderlos, los problemas más sagrados. De estas náuseas quisiera yo que no sufriese Vd. nunca, porque son más crueles que las otras.

[…]

Mi poder, invencible y humilde, no necesita de compras. Mientras más lo ofendan, mejor florecerá (…) si me dejan poner vivo el pie en nuestro país ¿quiere que le diga desde ahora cómo y de quiénes, uno por uno, será la campaña, implacable, de la codicia burlada, del miedo de no ser ayudado de mí en el apetito del poder, del desamor natural en ciertos hombres a una honradez más enérgica que su tentación? Viejos y jóvenes, de una región y de otra, odiándose entre sí, y sólo unidos en celarme, se están ya afilando los dientes. Aquí está la carne (…) Esta carta va de sermón porque un zapatero, que está disimulando unas suelas, me da media hora de respiro: y con Vd. se me pone el alma charlatana.[9]

Al asumir la faceta de libertador, el liderazgo de una Revolución, Martí es consciente de los riesgos y tentaciones, y a manera de alerta, enumera todas las cosas que no puede permitirse un líder, y así evitar el abuso de poder, o el instinto de conservar mando y prestigio.

El oficio de los libertadores no es devorarse entre sí, y codearse unos a otros ante la muchedumbre, y mirar hosco al que les cierra el paso, y derretirlo con el fuego de los ojos, y echarlo atrás a uñadas y mordeduras, y ponerse delante, a donde todo el mundo lo vea, como la odalisca que llegó por fin a atraer las miradas del sultán: el oficio de los libertadores no es alquilar elocuencias, pagar plumas, adular a satélites, acaudillar bandos, asalariar hipócritas, encubrir espías, costear vicios, pensionar desvergüenzas: ni ir de oído en oído cosquilleando el patriotismo, mendigando el cumplimiento del deber, ofendiendo a los hombres con la suposición de que es preciso hurgarles o mentirles para que tengan fe en sí propios o en la patria, denunciando puerilmente la labor revolucionaria, que en la idea ha de ser pública y en la acción toda secreta, -es oficio de los libertadores.[10]

En fin, Martí no se ciega en el amor que le tributan, su intención es tener las fibras de su corazón interconectadas con las fibras de su pueblo, conocer de primera mano dolencias y pesares y poner las riquezas del país, sean pocas o muchas, en beneficio del eslabón más débil, en el equilibrio de la balanza social. Dejar a un lado, después de la guerra y la victoria, el consorcio de generales, los lujos personales y el afán de autoritarismo. Y así lo expresó el 10 de octubre de 1890 en Hardman Hall, Nueva York:

(…) es nuestro pueblo nuestro corazón, que no hemos de querer que nos lo engañen ni nos lo destrocen: a nuestro pueblo, el pueblo de nuestras entrañas, que no hemos de convertir, por un empeño fanático, en foro de leguleyos ineptos o en hato de generales celosos, o en montón de cenizas.[11]

Esta honradez, transparencia y sinceridad martiana no puede cansar; ese ejemplo de liderazgo natural sin deudas de ideologías o escuelas no debe saturarnos. La lucidez de su pensamiento estuvo preclara hasta el día de su caída en combate. Su palabra viva está cargada de presente y futuridad. Al mantener encendida la luz de sus ideas, protegemos lo mejor de nuestra cultura e historia y la posibilidad de un más sabio y genuino porvenir.

[1] Empleo la imagen martiana de La Edad de Oro referida a los grandes libertadores de América: Simón Bolívar, José de San Martín y Miguel Hidalgo: «Se les deben perdonar sus errores, porque el bien que hicieron fue más que sus faltas. Los hombres no pueden ser más perfectos que el sol. El sol quema con la misma luz con que calienta. El sol tiene manchas». José Martí. Obras completas. La Habana, Editorial Ciencias Sociales, 1975, t. 18, p. 305.

[2] José Martí. Obras completas. Ob. cit., t. 2, p. 255.

[3] José Martí. Obras completas. Ob. cit., t. 2, p. 123.

[4] José Martí. Obras completas. Ob. cit., t. 4, p.295.

[5] José Martí. Obras completas. Ob. cit., t. 4, p.87.

[6] José Martí. Obras completas. Ob. cit., t. 1, p.186.

[7] José Martí. Obras completas. Ob. cit., t. 1, p.211.

[9] José Martí. Obras completas. Ob. cit., t.4, pp. 64–65.

[10] José Martí. Obras completas. Ob. cit., t. 3, p.75–76.

[11] José Martí. Obras completas. Ob. cit., t. 4, p.250.

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