Constelaciones
A mi profesora Alina Gutiérrez con gratitud y admiración.
Por: Carlos Rivero
La primera metáfora es el pensamiento mismo. La fatalidad de que cualquier cosa deba, no solamente ser expresada, sino también concebida en términos de otra cosa, permite vislumbrar que la metáfora posee un valor que no se restringe al uso estético o retórico[1]. Nos apropiamos de las nuevas costumbres en función de juzgarlas a partir de las costumbres precedentes. Muchos son los caminos que se abren a cada instante en virtud del carácter metafórico de nuestra percepción y nuestros recuerdos. Así, porque es posible resucitar la elegancia con algún verso memorable de Virgilio, porque una sinfonía de Beethoven es suficiente para vestir a la fuerza de música, porque El éxtasis de Santa Teresa de Bernini conforma al unísono, carne y sepulcro marmóreo del deseo místico; porque la belleza adivinó el modo de esconderse para no fulminarnos, es que existe la metáfora. Del mismo modo que Zeus cambiaba de apariencia para seducir a sus amantes, así también unas palabras se transmutan en otras para llamar la atención sobre un aspecto en particular de su ser. La fortuna de Sémele parece una alegoría elocuente de lo que nos sucedería si la realidad se nos presentara tal cual es, en todo su esplendor y sin filtro alguno de la percepción, el lenguaje o la imaginación.
Como ninguna de nuestras experiencias acontece de manera aislada y abstracta, es posible acceder mentalmente a ellas y expresarlas, en términos de otras experiencias contiguas. A veces deshacemos los claros límites de algunas nociones, para poder arrojar su luz sobre otras que nos parecen más oscuras. Si una imagen es capaz de suscitar una impresión, si un olor es suficiente para evocar un recuerdo, si un sonido es eficaz para expresar un sentimiento; es porque en la mente la correspondencia entre ellos ya ha sido conformada con anterioridad. La música no es en sí misma triste o alegre, enérgica o débil, vulgar o solemne. Su expresividad no depende de una analogía entre las cosas mismas, por ejemplo, entre la tristeza y los tonos menores; sino de una analogía de los modos mediante los cuales nos apropiamos de las experiencias sonoras y los sentimientos, una analogía que creamos de manera implícita y por hábito, una tradición taciturna que heredamos de nuestros padres y debemos a nuestros hijos.
Tenemos por naturaleza un gran silencio de representaciones que puede ser abatido por la locuacidad de las metáforas hechas o tópicos. Así pues, expresamos el conocimiento y la bondad en condiciones de luz; la ignorancia y la maldad en condiciones de tinieblas; el tiempo en términos de espacio, la vida y la muerte en términos de vigilia o de sueño. Los lugares comunes no son sino la necrópolis de la metáfora, un indicador de que, a causa del hábito, la vía de acceso de una idea a otra se ha vuelto estable, y por tanto, la asociación de un pensamiento a otro se ha vuelto automática e irreflexiva.
Cada asunto tiene un criterio distinto de él mismo, mediante el cual lo interpretamos. La forma en la cual se articula la relación con dicho criterio de interpretación puede ser variable. En virtud de las conformaciones metafóricas de nuestra percepción, la vía de acceso hacia un recuerdo de la infancia puede ser algo tan arbitrario como el olor de una flor silvestre. Del mismo modo, la vía de acceso a la representación de una rosa puede ser la arbitraria sucesión de sonidos r o s a. La unidad del signo lingüístico necesita que “el signar” obedezca a una operación natural de la mente.
¡En primer lugar, un impulso nervioso extrapolado en una imagen! Primera metáfora. ¡La imagen transformada de nuevo en un sonido! Segunda metáfora. Y, en cada caso, un salto total desde una esfera a otra completamente distinta.[2]
La escritura se imaginó como signo de la memoria. El sistema de escritura que ideó Ts’ang-Chieh, el secretario de un emperador chino cerca de 4000 antes de Cristo, se inspiró al observar las improntas de los pájaros y las sombras de los árboles. Del mismo modo que los animales podían dejar sus huellas para ser hallados en el vasto bosque, los pensamientos podían dejar rastros de caracteres para ser localizados en la vasta memoria. Ts’ang-Chieh hizo su descubrimiento a través de una analogía, o lo que es lo mismo, a través de una metáfora proporcional de cuatro términos.
El ideograma chino para “atardecer” es una epífora[3], esto es, un compuesto expresado a partir de la superposición del pictograma sol al pictograma árbol, según el modo en que la escritura representa al atardecer, ese acontecimiento se concibe sensible e intuitivamente, como la sombra que proyecta la luz del sol sobre el árbol. Epíforas también son aquellas metáforas que permiten reconocer lo abstracto por medio de la acumulación de atributos más concretos.
El llamado tránsito del mythos al logos, solo pudo efectuarse cuando lo más abstracto fue expresado según las acumulaciones de las nociones más concretas. Platón utilizó algo tan concreto y común como es el caso de una caverna, para representar algo tan abstracto e inaccesible para la mayoría de sus contemporáneos, como es su teoría de las formas. No solamente la obra de Platón, sino la mayor parte de las obras de los filósofos clásicos está plagada de metáforas y alegorías. El pensamiento filosófico abstracto solo pudo nacer en el seno del pensamiento poético intuitivo. La isla de la filosofía emergió del misterioso y extenso mar de la poesía.
Heráclito fue el poeta que cantó al río que fue el espejo del tiempo: así legitimó la noción supuesta de que el tiempo fluye o transcurre de forma sucesiva. Parménides reconoció haber sido iniciado en la sabiduría por una diosa de la palabra, y representó al ser como un círculo para poner en relieve sus atributos de plenitud y perfección. Zenón invocó a Aquiles para desafiar en una carrera a la irracionalidad del movimiento. Lucrecio endulzó con su poesía la amarga doctrina de Epicuro, cuya metáfora del átomo acarreó la indiferencia de los dioses y la mortalidad del alma. Platón expresó las apariencias en términos de sombras y el cuerpo en términos de cárcel para el alma. Pitágoras descubrió la música que resuena detrás de los números.
Los griegos conquistaron la filosofía al mismo ritmo en que fueron conquistando el lenguaje para la filosofía. No se podía desarrollar un pensamiento abstracto si no había un lenguaje abstracto mediante el cual fuera posible tener acceso a él. La palabra que designaba una idea filosófica, tenía para ellos una vitalidad que nosotros, los herederos de la tradición, casi no podemos experimentar. Crearon una metáfora griega para referir una experiencia griega, como puede hacerse patente mediante el estudio de sus etimologías. Dicho análisis refleja el carácter indispensable de la metáfora que tiene su causa en la imposibilidad de socializar lo espiritual si no es por la transferencia de palabras que originariamente tuvieron un sentido material. La idea resultante de una metáfora llama la atención sobre una realidad más abstracta que los términos que convinieron para engendrarla.
El hombre, háyalo querido o no, fue forzado a hablar metafóricamente, y esto no porque no hubiese podido frenar su fantasía, sino más bien porque debió esforzarse al extremo para encontrar la expresión adecuada a las necesidades siempre crecientes de su espíritu.[4]
Como es sabido, los primeros filósofos describieron los principios de la Naturaleza con metáforas materiales como el fuego, el aire o el agua. El fuego, por solo citar un ejemplo, era la manera concreta de expresar la idea abstracta de la unidad de contrarios, la unidad entre un principio de construcción y un principio de destrucción, ambos coexistentes en el mismo elemento que se enciende o se apaga según proporciones. Un filósofo olvidado, Friedrich Adolf Trendelenburg, en su Organische Weltanschauung, explica el nacimiento de la lógica aristotélica como resultado de un análisis de la gramática de la lengua griega, y relaciona a cada categoría lógica con un sustrato gramatical correspondiente.
El mismo Aristóteles, al presentar la genealogía de la Poética, sitúa al concepto de mímesis como el instrumento de donde emana el poiema en su sentido amplio[5]. Dicho concepto lo identifica como una contemplación por semejanza o comparación. Y luego, advirtió que el símil era solo una forma ampliada de la metáfora[6], lo cual llama mucho la atención, no solo porque fue convención en la tradición retórica posterior subordinar la metáfora a la comparación[7]; sino porque la metáfora parece poseer para él, una función primigenia en el espíritu, de donde se extrae la materia prima para la disposición mimética o representación. La metáfora no es una comparación abreviada, sino todo lo contrario, la comparación es una metáfora desarrollada.[8] Si la comparación se considera como una explicación de la metáfora, y la metáfora como un conato poético del espíritu, la cuestión pendiente a responder escapa de los límites de la poética hacia los umbrales de la gnoseología: ¿La metáfora muestra una relación preexistente en las cosas o es capaz de crear esas relaciones a partir de su fuerza poética?
Según Aristóteles, el símil parece ser más lento, más evidente al entendimiento, la metáfora más rápida, más evidente a la intuición y a los sentidos. Si reparamos en algo nuevo, lo hacemos equivalente a algo conocido mediante una metáfora perceptiva. Digo equivalente, porque el debate sobre si la metáfora aclara o ensombrece al Ser es tan antiguo como estéril, porque no es un resultado que dependa de las teorías poéticas, sino de las teorías ontológicas más influyentes, a saber las de Aristóteles y Platón. Para el último, el Ser es profanado por el lenguaje y los artificios de los poetas, y la metáfora sería un disfraz o una sombra, una mediadora entre el ser y nosotros. Para Aristóteles, en cambio, el Ser es lo más abstracto y general, de modo que no puede ser definido, porque para eso sería necesario una categoría más general que lo comprenda, por tanto, solo puede ser expresado de múltiples formas[9]. El disfraz del Ser no solo resulta ineludible para Aristóteles, sino que constituye también la única vía de acceso a su plenitud.
La metáfora abre una relación natural y fulminante con nuestro espíritu. Es un relámpago que enciende un pedazo abigarrado de paisaje y deja el resto a oscuras, es el juego de luces en un cuadro de Rembrandt, es un soplo de vitalidad al mismo tiempo que un hálito mortecino. La metáfora no dice el ser ni lo oculta, no lo revela pero tampoco lo encubre. La relación que ella establece no es de referencia sino de sentido, no es de un qué sino de un cómo, no es de acuerdo a las verdades de las cosas, sino de acuerdo a los criterios mediante los cuales nos apropiamos de ellas. ¿Cómo podría decirse qué es lo que alumbra la metáfora, si ni siquiera la luz podría conocer lo que ella misma alumbra?
Sin embargo, la fuerza de la metáfora no solo restringe su actividad sobre la conformación de un pensamiento lógico o filosófico. Tal como demuestra George Lakoff, el sentido común y la vida cotidiana están plagados de metáforas que se han lexicalizado y asumido como nociones independientes, en lugar de una mixtura de nociones. Aquí citaré solo algunos ejemplos:
1-Un argumento es una construcción: porque se pueden derrumbar, porque debe tener pilares fijos, una estructura sólida, porque deben estar basados en algo firme o porque podemos refugiarnos en ellos. Una noción que pertenece al campo del discurso, aparece aquí en el campo de la arquitectura.
2-La vida o el discurso son un tejido: así tenemos frases como “Perder el hilo o seguir el hilo de la conversación”, “no poder hilvanar las ideas”, “no poder concatenar las ideas”, “urdir una mentira”. También pudiera agregarse la propia etimología de textum (tegere=tejer) o el imaginario de las parcas fieras que fabrican, tensan y cortan el hilo de la vida.
3- Metáforas orientacionales: Arriba es bueno y abajo es malo. Feliz es arriba, abajo es triste. De estas metáforas se pueden citar muchísimos ejemplos: “Levantar el ánimo o la moral”, “caer enfermo o caer en coma”, “estar deprimido (etimológicamente presionado)”, “estar en alza o en baja”, “tener el control sobre algo,” “estar bajo el control de algo”.
4-Una discusión es una guerra. En este sentido se pueden citar las etimologías de “polémica” o de “estrategia”, acaso frases como “hacer las paces”, “defender o atacar posiciones”, “tener un punto débil”.
5-El tiempo es espacio. Está metáfora es quizá la de raíces más profundas, ya que parecería ir contra el sentido común afirmar que un sintagma tan literal como “el próximo viernes” es una metáfora. Representamos el tiempo como una línea recta en el espacio y eso permite afirmar que el pasado está detrás y el futuro delante, cuando las dos nociones no están conectadas por naturaleza, puesto que se puede suceder en el tiempo y retroceder en el espacio sin implicar contradicción alguna.
Lo que llama la atención de esta influencia sutil de la metáfora en nuestra vida cotidiana es el hecho de que no se limita solo al lenguaje, sino que determina de manera significativa en nuestras actitudes y nuestras decisiones. Comprender una discusión como una guerra significa experimentarla como una guerra. El lenguaje de la discusión no es ni poético, ni imaginativo, ni retórico; sino literal[10]. El precio de que la metáfora potencie la fuerza de sus términos (en este caso lo que hay de bélico en una discusión), implica que perderá la oportunidad de resaltar aspectos de la discusión que podrían ser provechosos como el consenso, la armonía, la estética o el intercambio. En el caso citado arriba sobre la representación espacial del tiempo, se pueden acarrear implicaciones psicológicas cuyo impacto puede configurar nuestra forma de razonar. Por ejemplo, las dos formas espaciales de representación del tiempo (como círculo o como línea recta), determina nuestros únicos dos criterios de razonamiento y justificación causal: como círculo vicioso o como regreso al infinito.
Permítaseme usar una metáfora astrológica para presentar lo que pueda parecer abstracto de una manera sensible e intuitiva. No es del todo una osadía mezclar el registro semántico del discurso con el registro semántico de los astros, porque el castellano ya tiene una bella etimología que cambió la mirada. La palabra considerar (cum sidera, estar acorde a las estrellas) debió haber impresionado más a quien creó la metáfora y vivenció su etimología, que a quien la repite irreflexivamente. Las palabras tienen la fuerza del mar pero la memoria del viento, y las metáforas que alguna vez brillaron como figuras en el firmamento, luego fueron anuladas por el uso y la costumbre.
En el cielo de las palabras, los significados colisionan y producen chispas fosforescentes, por un tiempo tan prolongado como le permita su grado de extrañeza y singularidad. Las palabras ambulan como las estrellas, crean la impresión de lentitud y levedad sobre el cielo. Pero bruscamente pueden chocar entre ellas y rutilar arborescencias irisadas o cruzar nuestra mirada como una epifanía súbita de estela luminosa. Sin embargo, en este ejemplo, las metáforas no son las estrellas sino las imágenes que ellas proyectan sobre el cielo: las constelaciones.
A quien le sean ajenas las figuras celestes habituales de las Pléyades, La lira o El cisne; la noche le parecerá, como dijo el poeta, un monstruo de mil ojos. El primer orden sobre el cielo desconocido serán las figuras que la vista advierta, y justo en ese esfuerzo por ordenar la experiencia visual, justo en esa lucha contra la pereza y la pasividad imaginativa, emana la actividad poética, emana la metáfora. Compárese el cielo nocturno, tal como hemos aprendido a conocerlo, con el lenguaje y el pensamiento que heredamos por tradición cultural. Y compárese también, al cielo nocturno desconocido, a ese monstruo de mil ojos, con la infancia del lenguaje y del pensamiento. Como el ingenuo que concibe una discusión en términos de guerra, y solo puede experimentar “batallas verbales”; del mismo modo, el ingenuo que mira al cielo nocturno, cree estar viendo figuras fijas en un gran manto que se mueve. Jamás sospechará que se mueve aquello fijo que lo soporta, ni sospechará que las estrellas viajan a grandes velocidades por el firmamento, ni que las figuras que ellas forman pueden ser descompuestas en otras figuras.
A quien haya sido ilustrado en la astronomía y reconozca las constelaciones en el cielo, le costará mucho esfuerzo desautomatizar las antiguas figuras y formar las suyas propias, aunque esté al tanto de su carácter convencional y arbitrario. La línea entre Betelgeuse, Rígel y Bellatrix ha sido imaginada; sin embargo no se puede evitar reconocerla de manera más inmediata que las líneas que se puedan crear sobre algunas estrellas al azar. Así pues, la línea entre el amor, la heterosexualidad y la monogamia, es una línea arbitraria y socialmente construida, una constelación automática; sin embargo ese conocimiento no es suficiente para emanciparnos de la costumbre y la tradición.
Las estrellas nos menosprecian como los dioses de Epicuro, sin sospechar acaso que pintamos sobre ellas combinaciones y figuras mágicas. El brillo sideral que conmueve los ojos, pudo haber marchitado tantos años en su viaje por el universo. Las metáforas pueden haber muerto durante su largo curso a través de la lengua, y aunque su brillo no pueda fascinarnos, al menos nos desnuda la noche bárbara y nos guía.
La poesía no es sino el medio por el cual esas imágenes y esas conexiones se ponen de manifiesto, brotan ligeras de la imaginación y se endurecen durante el paso del tiempo, hasta convertirse en nociones sólidas y graves, casi marmóreas. El mito cuenta que Pigmalión, habiendo tallado la estatua de una mujer hermosa, se enamoró tanto de esa imagen, que fue necesario un regalo de Afrodita para calmar su obsesión: Tentatum mollescit ebur, positoque rigore subsidit digitis[11]. Catulo modeló esos llamados “amores tóxicos” con la estatua de Lesbia. El amor de Petrarca por Laura volvió arte un sentimiento, del mismo modo que el amor de Apolo por Dafne devino en laurel. Dante hizo posible a muchas donnas beatificadoras con su representación de Beatriz. Wether dejó de ser imaginación de Goethe cuando comenzó una larga moda de fracs azules y camisas amarillas, o cuando se suicidó el primero de una larga lista de lectores conmovidos. Fortis imaginatio generat casum[12], dicen los sabios antiguos.
La poesía habla de manera sensible sobre lo ideal, mientras la filosofía habla de manera ideal sobre lo sensible. La imagen es esencial a la poesía porque ella crea el mundo poético, porque crea ese imposible verosímil que Aristóteles comentó en su Poética. La imagen es el núcleo de lo que llamamos ficción. Los poetas hacen posible ciertas visiones del mundo a partir de hacer visibles ciertas imágenes mediante las cuales compararlo y por tanto comprenderlo. El heterogéneo mundo de las cosas deviene unidad de imágenes en virtud del acto poético.
Épica, dramática o lírica, condensada en una frase o desenvuelta en mil páginas, toda imagen acerca o acopla realidades opuestas, indiferentes o alejadas entre sí. Esto es, somete a unidad la pluralidad de lo real.[13]
No es ni el filósofo ni el científico, sino el poeta quien crea los valores en el mundo. Nunca prestamos más atención a las reflexiones que a las vivencias. No damos crédito a los razonamientos justamente porque son presentados como razonamientos. Hacen mucho ruido, son extravagantes y muy poco razonables, llaman demasiado la atención sobre que vienen a cambiarnos la vida y por eso tendemos a defendernos y a dudar de ellos. Sin embargo el poeta es sutil, silencioso y escurridizo. Repta por las rendijas de nuestros recelos y prejuicios: así logra desarmarnos. No queremos defendernos contra ellos porque no nos dicen cómo tenemos que vivir, sino que lo insinúan de una manera tan astuta que nos produce la impresión de que hemos arribado a tal decisión por nuestro propio genio y voluntad. La representación del carácter trágico de la vida es más locuaz en los escenarios de Atenas que en un volumen de Schopenhauer o de Unamuno. El poeta presenta vivencias, ataca a la sensibilidad y la intuición, presentan los modos en los cuales son los caracteres y los modos en que son posibles los acontecimientos. Homero forjó las cualidades de los griegos sin usar siquiera un silogismo.
Así pues, el imperio del poeta obedece a su fantasía. Lo que pueda oscurecer o hacer visible con las metáforas, determina la fuerza y el alcance en la creación de valores. Es posible hacer cosas con palabras solo cuando el lenguaje no ha perdido su efecto mágico sobre el pensamiento, solo cuando las metáforas revelan esas correspondances qui chantent les transports de l´espirit et des sens[14]. La metáfora intelectualiza los sentidos al mismo tiempo que sensibiliza el intelecto. Ellas han creado ese bosque de símbolos que nos observan con miradas familiares y hacen posible que los colores, los perfumes y los sonidos se respondan.
Aun cuando las palabras regresen a su silencio cotidiano, conservarán su material inflamable, prestas a calcinar la realidad ante el menor roce con la fantasía. Las constelaciones no desaparecen cuando llega el día ni las metáforas desaparecen cuando llega el uso irreflexivo, ambas solo pueden ocultarse ¿Dónde, pues, podría esconderse un destello, sino en una claridad más poderosa?
El intelecto es apenas una silueta que dura después de que la luz de la imaginación se ha consumido tras el paisaje de la conciencia. Bienaventurados aquellos cuya imaginación les avasalla y, sin embargo, alcanzan a escuchar tras la agonía, el eco sofocado de un pensamiento.
[1] Llamo metáfora a la facultad del pensamiento de mostrar conexiones entre al menos dos términos, de modo que la traslación de sentido sea posible solo en la medida en que, con cada conexión establecida, se fijen también los distintos modos de acceso entre dichos términos. De aquí se sigue que tanto la comparación (símil), como la analogía, la metonimia, la epífora o cualquier recurso traslaticio de sentido, se deben concebir como modos particulares en los cuales se configuran tales conexiones.
[2] Nietzsche, Friedrich: Sobre la verdad y la mentira en sentido extramoral, p 21.
[3][3] Tal y como lo indica su etimología, la epífora debe asociarse a la acumulación y a la superposición de géneros y especies, no restringirse solo a una figura de sintaxis.
[4] Cassirer, Ernst: Mito y Lenguaje, p 92.
[5] “En total, dos parecen haber sido las causas especiales del origen de la poesía, y ambas naturales: primero, ya desde niños es connatural a los hombres reproducir imitativamente; y en esto se distingue de los demás animales en que es muy más imitador el hombre que todos ellos y hace sus primeros pasos en el aprendizaje mediante imitación; segundo, en que todos se complacen en las reproducciones imitativas”
[6] Consúltese Ricoeur, Paul: La metáfora viva, p 43. Editorial Trotta. Madrid, 2001. Allí se pueden hallar al menos seis referencias a citas de Aristóteles, donde este subordina el símil a la metáfora.
[7] “In totum autem metaphora brevior est similitudo”. Quintiliano: De Institutione Oratoria. Libri 12, VIII 6,8–9.
[8] “Así se puede advertir en el capítulo décimo del libro tercero de la Retórica: La comparación es, como hemos dicho antes, una metáfora que solo se diferencia por el modo de presentación; también es menos grata, por ser expresión demasiado larga; además, no se limita a decir esto es aquello; tampoco colma los deseos de búsqueda del espíritu”. Aristóteles: Retórica, p 272. Alianza editorial Madrid, 2012.
[9] Τό όν λέγεται πόλλαχwς. Aristóteles: Metafísica, Libro Z, 1. Franz Brentano dedicó uno de sus libros más famosos a este asunto: Las múltiples significaciones del Ser en Aristóteles.
[10] Lakoff, George: Metáforas de la vida cotidiana, p 41.
[11] Toca el marfil, y este, abandonando su dureza natural, se ablanda y cede bajo la presión de sus dedos. Ovidio, Metamorfosis, X, 283.
[12] La fuerte imaginación produce el hecho.
[13] Paz, Octavio: el arco y la lira, p 36.
[14] Las correspondencias que cantan los transportes del espíritu y de los sentidos. El verso de Baudelaire ha sido tenuemente modificado en función del interés de la frase.
Tomado del número 15 de la revista Upsalón
Originally published at https://www.desdetutrinchera.com on April 11, 2018.