De la Sertralina y otros demonios

B.F. Dávila
Lado B
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6 min readMar 20, 2018

Era una mañana como cualquier otra, me había levantado temprano, desayunado y estaba a punto de empezar a trabajar en mi computadora. Trabajo en una empresa IT que te permite, ciertos días, hacer home working. Era un día caluroso, así que abrí la ventana para que entrara un poco de luz y aire a la habitación. Era una mañana como cualquier otra, pero no en mi interior. Siempre había sido una persona depresiva, desde niño, era distinto a los demás, un poco apagado, callado y hasta según decían, raro. Me había acostumbrado a la tristeza, a sentirme vacío, sin embargo nunca había tenido una crisis, al menos no hasta un mes antes.

Un mes antes se suponía que iría a dar un examen, era otra mañana como cualquiera. Desperté, tomé un baño y desayuné. Sin embargo a la hora de salir de casa, no lo hice. Me quede ahí, sentado mirando al reloj, sintiendo algo extraño por dentro. Fue cuando supe que algo estaba fallando, que de verdad necesitaba ayuda. Puede que para muchos sea algo banal, algo que no tiene mucha importancia, pero en mi interior sabía que esto era una señal de algo peor.

A la semana siguiente comenzaría las clases, fui solamente a tres. En las tres tuve ataques de pánico y no sabía que hacer. No se lo dije a nadie, me quedaba en un rincón esperando que terminara todo. Esa misma semana comencé a ir a terapia, necesitaba ayuda. Por primera vez en mi vida estaba dejando de hacer cosas, estaba abandonando la partida antes de jugar. Es cierto que durante mi pasaje entre Ingeniería y Medicina había tenido muchas derrotas, exámenes perdidos, o momentos donde quisiera tirar todo a la mierda. Pero esta vez sentía pánico. La terapia me ayudó a ordenar un par de cosas, a empezar a darme cuenta del desastre que tenía por dentro. Era como un rompecabezas del cual ni siquiera sabés cuantas piezas tiene. Una vez me dijeron que la mejor forma de armar uno es empezar por los bordes y las esquinas, pero este rompecabezas ni siquiera tenía bordes definidos. Mi terapeuta (terapia cognitiva-conductual) me ayudó muchísimo a razonar lo irrazonable (al menos para mí) pero había algo que seguía mal. Aún sentía oscuridad a mi alrededor, aún sentía ese vacío, que a la vez no era vacío porque también sentía un peso en el pecho. Fue ahí cuando me sugirió ir a un psiquiatra. Psiquiatra, esa palabra que a muchos nos da miedo. Vengo de una familia en donde la salud mental no existe, es cosa de gente rica o de gente que no tiene cosas para hacer. En casa, tomar algún psicofármaco era señal de debilidad o de locura. Era algo feo, de lo que no se hablaba. Eso sí, el curandero del barrio siempre podía tener la solución (spoiler: no la tenía). O en el peor de los casos, podrías pedirle a Dios que te diera fuerzas para seguir. Pero todos sabemos que el señor actúa de formas misteriosas, mejor dicho, inexistente.

Acepté ir al psiquiatra, tenía cita para el 20 de marzo, esa mañana como cualquier otra. Estaba trabajando, con la ventana abierta, y a mi derecha tenía apiladas notas de las clases a las que nunca fui y los libros que no había leído. Sobre estos había un cráneo, material de estudio que tampoco había llegado a usar. Al ver ese conjunto de elementos, decidí tomar una foto, pues representaba todos mis miedos, al menos de ese momento, todas las batallas que había perdido hasta ese momento.

Un 20 de marzo, hace exactamente un año, tomaba esta fotografía.

El resultado me encantó, le ajusté los colores a tono de grises y apliqué algunos filtros. Luego la subí a las redes sociales, esperando que quizás algún like me levantara la poca autoestima que me quedaba.

Camino a la consulta sentía miedo, ansiedad y poco de angustia. Pensaba que depender de una pastilla por el resto de mi vida era algo catastrófico. Como dije, desde joven me inculcaron que el psiquiatra era algo feo, algo de lo cual no se volvía.

Recuerdo estar en la sala de espera, mirando a mi alrededor, tratando de adivinar quienes más estarían para la consulta con el psiquiatra. Trataba de identificar patrones, movimientos repetitivos en manos, miradas perdidas o miradas confusas. Todas esas cosas que te dicen que la gente loca hace. Pero no pude, eran todas personas comunes, como vos y yo, al menos por fuera. Me dí cuenta entonces que todos llevamos demonios en nuestro interior, y que todos tenemos nuestras propias batallas a diario, a veces perdemos y otras veces, aunque no tan seguido como quisiéramos, ganamos. Desde ese día empecé a sentir un poco más de empatía hacia los extraños.

Es difícil imaginar como podría padecer de depresión. Habiendo tanta gente con tantos males en este planeta. Personas que están en las peores situaciones imaginables, y aún así podían salir adelante. Y ahí estaba yo, alguien con un trabajo estable, cursando estudios universitarios, con una familia maravillosa, una novia que siempre me apoyaba en todo, un hogar; y sin embargo sentía que me faltaba algo. Me sentía incompleto, roto, como si hubiese salido con algún desperfecto de fábrica. No me lo podía explicar, pensaba que no tenía razones para estar así. Sentía que mis problemas no merecían ser escuchados, porque no eran problemas. Porque no se me había muerto nadie, ni pasaba hambre, ni tampoco me habían volado las extremidades en medio de un bombardeo. Pero estaba equivocado, vivimos en una era en la cual sufrimos crisis existenciales aún sin tener esos problemas graves. Vemos constantemente personas de los más altos estratos de la sociedad admitiendo vivir en depresión. Es un problema global, algo que nos está afectando a todos. Quizás sea el cambio en el estilo de vida, el bombardeo constante de información que recibimos, pero algo nos está matando. Uruguay es uno de los países con la taza de suicidios más alta de América, y eso es algo escalofriante. ¿Qué pasaría si no hubiese buscado ayuda a pesar de creer que mis problemas son banales? ¿Sería uno más en la estadística? Posiblemente sí.

Al entrar al consultorio me sentí pequeño y frágil, como un trapo de piso viejo, que ya no se usa. Estaba temblando y cuando le contaba al doctor la razón de mi visita hablaba en un tono débil, que no reconocía. Me hizo entender, al igual que mi terapeuta, que está bien tener problemas y estar mal. Me recetó Sertralina, un antidepresivo perteneciente al grupo de los inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina.

Hoy se cumple un año de ese día, un año de tratamiento. A pesar de que no me siento curado, me siento mejor. Ya no siento que algo me falta, ni tampoco siento ese miedo constante, o ese peso en el pecho todo el tiempo. Sí, hay días donde me cuesta levantarme, aun hay días donde me es difícil hacer tareas simples, pero estoy avanzando. También he tenido efectos secundarios como aumento de peso y sueño irregular, pero es preferible eso a seguir cayendo hacia el vacío.

Escribir es algo que me está haciendo bien y por eso empecé este segundo blog, más personal, más íntimo. A lo que quiero ir es que, a pesar de que me costó, buscar ayuda fue algo fundamental para poder enfrentar a mis demonios. Vivimos en una sociedad que está acostumbrada a esconder los males de la mente, aun existe un estigma enorme con eso y es algo que debería cambiar. No podemos seguir pretendiendo mejorar como sociedad si no mejoramos nuestra salud mental. No podemos esperar a ser un número más en la estadística de suicidios, o a terminar desaprovechando la vida. Hablá con amigos, familiares, buscá soporte. Si vas a terapia y sentís que no te ayuda, cambiá de psicólogo hasta que encuentres a alguien con quien te sientas cómodo y con quien puedas hablar y expresarte con tranquilidad. No seas un número más, la vida es una seguidilla de batallas, a veces perdemos, a veces ganamos pero no todo está perdido.

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B.F. Dávila
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Bruno Federico, pero me dicen Fede. Padre, hijo, hermano. Estudio cine, a veces escribo. También soy QA y amante de la tecnología.