De qué hablo cuando hablo de perder 29–0
Es más sonrojante perder 7–0 que 29–0. El 7–0 es un señor desmoronamiento que ya te inhabilita para la vuelta, sea fútbol, balonmano y hasta ping pong. El 29–0, por supuesto, también, pero coloca la derrota en otro plano, la eleva a otro cuadrante cartesiano, como si ya estuviéramos hablando de otra cosa, de otro género. Veintinueveacero. Veintinueveacero. Mejor leerlo así, asiendo el dolor de cada letra, desplegando toda su crudeza, como si fuera un mote derivado, un sustantivo de la infamia. Un 29–0, que estampado así parece la fecha de unas autonómicas, no duele tanto como pueda suponerse; es una bruma, una niebla en la memoria, terruño pantanoso de leyenda urbana.
¿Puede venir alguien a decirme a mí, y a otros miembros de La inercia que también estaban en el campo aquel día, que perdimos un partido de la liga interna universitaria por 29–0?. Sí, puede, claro. Pero si Corea del Norte desmintió el rumor de que se publicó que la selección nacional había ganado por ese mismo marcador a Brasil en el Mundial, aquí pasa igual. Que me traiga alguien el acta, un documento, un Excel, un albarán, o algo, que se demuestre; mientras eso no pase, que puede pasar y pasará durante este artículo, la mayor hecatombe futbolística sufrida en nuestras vidas puede seguir siendo incertidumbre, territorio de cuento, fantasía, paja mental para esta escritura memorialística.
Pero los Corleone, que así se llamaba el rival, olieron pronto la sangre, o el tabaco que se fumaba en nuestro equipo, los Vodka Juniors. Eran mayores, los actuales campeones y los favoritos; tan buenos que hasta se les ponía cara de ingenieros aeronáuticos, jueces o pilotos, mientras nosotros nos desfondábamos tirillas, como estudiantes de relaciones laborales, aunque en realidad anticipábamos la mala salud de la vida periodística. En realidad también teníamos tablas: veníamos de haber perdido unos cuantos partidos, alguno por 7–2. En uno Adri logró una proeza nunca igualada en la historia: oficialmente, dice la estadística, marcó dos goles, sin pisar ni el parquet ni quitarse los tejanos, viendo a un compañero cómo le suplía con su DNI. Eso sí, a Adri también le sacaron la única amarilla que vio el equipo en todo el campeonato. Aquí se da fe.
El saldo goleador final de Vodka Juniors en aquella liga universitaria. Temporada 2002–03
Del partido en sí recuerdo muy poco. Si acaso, con lectura táctica fina y ridícula para lo que fue un desastre absoluto y sin historia en todas las artes del fútbol sala (no le den más vueltas), digo que mi imagen más viva fue el hundimiento rápido del centro del campo a cada instante, en bucle. Y eso que Cano, comparado entonces por Adri con Rochemback, un infortunado brasileño del Barça, achicaba aguas como podía, erigiéndose en prácticamente el único pulmón de aquella plantilla. Apenas cruzábamos la medular, el balón se perdía y los Corleone se desplegaban: un bulldozer en la banda, un hoovercraft en la otra, dos zancadas y ya asomaban allí los muy cabrones al área para finiquitar sin florituras. Aquello fue nuestro Vietnam. No hubo tregua. Nunca bajaron el ritmo, no hubo concesiones a nuestra pena, ni manera de que aquello se convirtiera en una pachanga que nos permitiera respirar. Ni siquiera se cachondeaban de nosotros ni flipaban ante lo inusual del naufragio, se dedicaban a atacar y marcar, atacar y marcar, con dolorosa asepsia, con puntería clínica.
Lo digo ya: yo era el portero de aquel equipo, y lo digo portando la misma cruz que Moacir Barbosa, el guardameta brasileño del Maracanazo, la gran víctima de aquel desastre mítico de 1950. No puedo valorar mi actuación. Seguramente evité muchos goles, seguramente me comí unos cuantos, seguramente fingí alguna lesión breve para justificar mi error en algún que otro tanto; seguramente toqué mucho balón, sacándolo una y otra vez de las redes. Imagínense el panorama: el equipo totalmente roto y yo, cancerbero pusilánime más efectista que solvente, allí, sintiendo el peso de la soledad y los goles horadándome, a razón de uno cada dos minutos o menos.
Sin embargo, las crónicas (ésta, que llega 13 años tarde) me recordarán por una acción estrambótica, fuera de plano, absurdamente memorable. El 29–0 ya lucía lastimoso en el marcador, cuando en algún balón de esos que quedaba muerto en la línea de medios, presto para que un corleone lo recogiera y cabalgara con él hasta el gol, yo salí de mi área, con más ira que cabeza, con más resignación que corazón, y lo despejé con maneras de central bronco, con el objetivo de mandar el balón a Melilla y así ganar unos segundos para que el partido, por fin, acabara, y con él un despropósito que debería haber restado créditos libres en nuestro currículum o habernos enviado a la tuna.
Quiso la física que el cuero se elevara un poco en una parabolilla chusca; no se imaginen la bomba inteligente de Roberto Carlos o la ‘folha seca’ de Marcelinho Carioca, aquello fue algo bastante más ortopédico que acabó dando azarosamente con la pelota en el travesaño. El metal rechazó el esférico. A continuación, el pitido final del árbitro y el abrazo para celebrar aquel larguero (un larguero penoso, un larguero de la vergüenza, en realidad) creo que fueron simultáneos. Normalmente, cuando un equipo pierde de mucho y marca su única diana (el llamado gol del honor), apenas se alegra: más bien agacha la cabeza y procura la reanudación rápida de la contienda. Pero allí nos tenían a nosotros, en corro y pegando saltos, descojonándonos, unidos en una falsa épica y acabando la humillación con un buen sabor de boca.
No festejábamos una ocasión fallada, sino lo más cerca que habíamos estado del gol en un partido de fútbol sala que habíamos perdido por 29–0. Sólo se me ocurren dos referencias similares: 1) Una de las teorías que sostienen la leyenda que le atribuye al Alcoyano ingentes dosis de moral: se dice que se fundamenta en la jugada en la que el portero subió a rematar un córner en el último minuto cuando su equipo perdía por goleada. 2) La manifestación plena de la tragicomedia futbolística, que puede tener en el delantero argentino Martín Palermo su principal exponente, por todo lo que le ha ocurrido y ha provocado sobre un terreno de juego.
Aquello fue un gag, una alegría efímera que no evitó que abandonáramos el campeonato poco después. Argumentaríamos excusas varias, como los exámenes, la incompatibilidad de los partidos con las clases, algún resfriado, alguna comunión o alguna convocatoria de nuestras estrellas con la selección de San Marino. Todos sabíamos que la razón descansaba en aquel descalabro, en aquel 29–0 que nos habían endosado los Corleone. La retirada pudo ser deshonrosa entonces, pero todo un acierto ahora. Gracias a eso, y aunque sigamos apareciendo últimos en la clasificación y como equipo ‘eliminado’, según esto empatamos muchos de aquellos partidos a cero (a veces nos iba el catenaccio y yo he sido siempre muy bufón bajo palos). Por lo tanto, podemos respirar hondo. Fuimos colistas retirados, unos cobardes habituados a la pobredumbre, pero no hay la menor huella numérica del 29–0, que sigue siendo sólo mito, una ensoñación, una pesadilla nebulosa de rastro incierto.
La prueba definitiva (y oficial, publicada por la propia universidad) de que realmente empatamos aquel partido.
raúl