‘El barbero de Sevilla’, Elvis contra Bitelchús
He ido a la ópera otra vez, se diría que he hecho hábito. Hay temporada nueva y viene con ideas locas: por ejemplo, una versión de Rossini con psicodelia y rockabillies. Me avisan de que se me viene encima una batidora pop sin frenos ni complejos y me propongo un juego: voy a ir intentando localizar todas las referencias e intertextualidades de la propuesta, voluntarias o involuntarias. Y en lugar de una crónica les voy a ofrecer esa lista imposible. Hemos venido aquí a jugar.
“This is not your father’s opera” y todo eso.
· Se abre el telón y la magnífica obertura va acompañada de una proyección sobre pantalla que es todo exceso digital: un ojo en primer plano, imágenes de satélite, recorridos Street View por el Museo del Prado, mucho galimatías informático y hasta alguna cascada de falso código a lo ‘Matrix’. El torrente me satura y me distrae: por momentos parece un montaje hecho a partir de ‘Person of Interest’ o el ‘Enemy of the State’ de Tony Scott, o peor, del más chusco cine de hackers de los 90 y principios de los 2000. La tecnología hecha cine de acción, el technothriller de marca blanca. La referencia a estas estéticas (ya agotadas, por otra parte) me parece un comienzo voluntarioso pero torpe, desafinado.
Tres Canciones, 262. La elección de V
GIOACHINO ROSSINI — ‘IL BARBIERE DI SEVIGLIA’ (OBERTURA)
Claro que iba a ser la canción de la semana.
· La pantalla se retira y veo el escenario: una magnífica composición de arquitectura no euclidiana, dominada por blancos y negros puros, por rectas fuertes, muy luminosa. Hay algo obvio de expresionismo alemán (o mejor dicho, de caligarismo) pero también la frialdad aséptica de cierta sci-fi viejuna como ‘THX 1138’. Es la clase de escenario que uno no espera en una ópera y también que podría mirar durante horas sin cansarse.
· El coro y Almaviva (Juan José de León), en su primera aparición, lucen un atuendo muy flamenco sesentero pasado por un filtro carnavalesco, como de Gipsy Kings o Chaval de la Peca. Rechina un poco con el escenario y tal vez sea un esfuerzo de justificación innecesario (Sevilla y olé) en una propuesta tan libre, pero no llega a molestar.
Lolailo lailo.
· La primera aparición del barbero, reconvertido en greaser, acaba de encajar todas las piezas del conjunto. Ahora sí, compro. Sale a escena en una bici chopper y marcándose pasos chulescos. César San Martín juega con desparpajo con la idea y se nota que se divierte. Su Fígaro está más cerca del Fonzie de ‘Happy Days’ que del Danny Zuko de ‘Grease’ y eso me parece muy bien.
· Le acompañan varias bailarinas, también con una estética heredera del puré cincuentero que fue ‘Grease’ (no vamos a quejarnos ahora de sincretrismo) y me acaban de ganar. En la ópera hay que bailar más.
Fotos: Teatre Principal de Palma.
· Rosina (Clara Mouriz) también se ha pasado un tiempo en una academia de baile (lo hace bien, la maldita) y además luce juvenil e inocente, con un vestido rosa que recuerda al de la primera Sandy de, otra vez, ‘Grease’.
· En los sobretítulos aparece algún grafismo de cómic. Reivindicar el cómic siempre es necesario.
· Hay algún juego de sombras ingenioso en la pared izquierda (la derecha se reserva a la fachada del edificio, con una puesta en escena más clásica). La sombra como actor, sin el elemento que la provoca a la vista: sí, esto es de familia expresionista.
Cuidado, Almaviva, que te la levanta.
· Entra en escena el doctor Bartolo (Pablo López), que ya se había asomado a la platea durante la obertura, y la batidora pop echa humo. Soy incapaz de ubicar al personaje y eso me encanta: abrigo galáctico de scifi B setentera, peinado de príncipe de Beckelar venido a menos, algo (involuntario, seguro) de los enanos más barrocos de ‘The Hobbit’. Es un personaje elevado, larger than life, un villano icónico. López, además, lo interpreta con afectación y tensión y me hace pensar en el juez Turpin (Alan Rickman) de ‘Sweeney Todd’, musical que es, a su vez, hijo directo del ‘Barbieri’ de Rossini: se cierra el círculo.
· A don Basilio (Marco Vinco) lo ubico más rápido: el profesor de música de Rosina se ha convertido en un trasunto de Alice Cooper, maquillaje y chistera incluidos. Transgresión y cachondeo. Se deja ver alguna mano cornuta, signo internacional del heavy; quién se lo iba a decir a la abuela de Ronnie James Dio.
El doctor Bartolo encarna la celebración de lo ridículo que hace esta producción.
· Se abre la puerta de nuestro palco y entran tres idiotas arrasando, entre gritos, risas y flashazos del móvil. No hay ninguna intertextualidad pero me acuerdo de sus madres y de las políticas del Principal. ¿No podían esperar, al menos, al siguiente aplauso?
· El cierre del primer acto es una locura abrumadora: luces, bailes, todo el personal en escena, como en un clímax medio de un musical contemporáneo. Las líneas rectas se transforman en espirales y gusanos que se retuercen y entonces lo veo claro: éste no es el expresionismo de ‘El gabinete del doctor Caligari’ sino el de ‘Beetlejuice’, de Tim Burton. Un expresionismo colorido, alegre, cartoon. Un desmadre sin complejos.
· En la segunda parte, el vínculo con ‘Beetlejuice’ se hace más explícito: cuando Almaviva ha de hacerse pasar por discípulo de don Basilio, lo hace con un vestido a rayas negras y rojas que parece sacado del armario de ese personaje (combinen su primer e icónico atuendo con sus galas nupciales y voilà). El maquillaje, por otra parte, sigue cruzando a Alice Cooper con los Kiss. Porque de perdidos al río.
· El ojo gigantesco aparece como motivo recurrente, siempre relacionado con el doctor Bartolo. No se puede esquivar el puente con ‘1984’ de Orwell y eso, por otra parte, me hace reinterpretar el conjunto con un subtexto distópico y retrofuturista (recordemos, ahí está ‘THX 1138’) que a lo mejor es rascar demasiado. Sea como fuere, la obsesión y la posesividad de Bartolo (y su inútil precaución) encuentran ahí un icono que, a su vez, justifica el concepto de la proyección con la que abríamos.
Vean y comparen: la boda de ‘Beetlejuice’.
· Cuando Almaviva y Fígaro se cuelan de noche para rescatar a Rosina vienen cubiertos con chubasqueros. Se los quitan y revelan un estupendo gag visual: ambos van vestidos del Elvis más monárquico, con su mono blanco y su capa. El timing está más que captado: chubasquero fuera, golpe de caderas, pose, hueco para el previsible y merecido aplauso del público. Bien hecho.
· En algún momento los protagonistas se acercan al borde del escenario, la pantalla baja y cantan en fila, sin profundidad. Una estrategia (otra más) muy de musical contemporáneo.
Todo vale.
· Con todas las cartas sobre la mesa, el fin de fiesta se nota cómodo y desenvuelto: el escenario se convierte en una discoteca, con luces y bola disco, y la coreografía se atreve con un último tour de force. Hay tanta gente bailando (y bien) sobre las tablas que uno no sabe a dónde mirar. El despliegue impacta y epata y no podría haber mejor fin de fiesta. Bravo.
· ¿Y qué sale de todo esto? Pues una estupenda fiesta en la ópera. ‘El barbero de Sevilla’ es la gran ópera buffa de Rossini, una comedia directa que busca definirse por la transgresión pero cuyas transgresiones, si la miramos con la ventaja del tiempo, se han diluido en el presente. El sirviente toma las riendas y el señor asume el papel del gracioso: ¿no es eso ya un tropo común en nuestros relatos? ¿No se han abandonado, incluso, esos dos roles? Si las ganas de jaleo rossinianas se han de mantener, no se me ocurre mejor manera que con este totum revolutum, este no tomarse en serio nada, este tirar cosas a la pared a ver qué queda y, ojo, igual de importante, a ver qué se rompe. Casi todo funciona en ‘El barbero’ del Principal y el conjunto es gamberro (aunque inofensivo) y delirante, una ópera pop ejemplar.
Pueden ustedes aplaudir.
· Epílogo 1: A la salida nos espera un puesto con camisetas oficiales. La ópera con merchandising de concierto popular, eso es ir a tope con el juego.
· Epílogo 2: Echo un vistazo a la prensa, seguro de que no seré el único que se ha divertido buscando referentes. Fernando Merino, de El Mundo, cita ‘Rocky Horror Picture Show’ (¡claro!) y el amigo Pere Estelrich lista, en el Diario de Mallorca, los Gipsy Kings, ‘Saturday Night Fever’, Judas Priest, ‘Fahrenheit 451’ (es verdad, en los uniformes militares; sumen otra distopía) y hasta un klingon que se me ha escapado (¿Bartolo? Pues va a tener razón).
· Epílogo 3: Quico Cañellas me regala el programa de esta temporada y puedo leer las explicaciones de Eugenia Corbacho, responsable de esta sobredosis estética. Escribe: “abogo por la evolución de la obra según el tiempo y realidad del momento, con el fin de evitar que su verdadero mensaje quede anticuado o poco interesante”. También confirma que su Bartolo es un Big Brother y que hay una marca expresionista “que deforma la realidad para expresar de forma más subjetiva las situaciones que plantea esta ópera, por momentos inverosímiles. Un guiño a los locos años 60–70, con su colorido, su toque vintage y psicodélico”. Y acaba con una reivindicación que no puedo más que suscribir: “Parafraseando al director de escena Damiano Michieletto, en un teatro de ópera, uno necesita sentir que no se halla en un templo o lugar de culto, sino en un lugar de libertad”. Brava, Eugenia, por bombardearnos con esa libertad.