Los ofendidos
Lo de la corrección política me recuerda a aquel autoestopista que, tras ser recogido por un camionero, buscaba una manera de entablar conversación sin ofender; “pues sí, pues sí”, “¡pues no y te bajas del camión!”. Vamos, que hay gente que siempre se ofenderá por mucho que rebajemos el tono. También me lleva a ‘Ser o no ser’ de Lubitsch, que en pleno 1942 se atrevió a mofarse de los nazis. Hubo a quien le dolió la piel y también al que le molestó que se pudiera incomodar a otro, aunque fuera al mismo Führer. A veces hay gente a la que es necesario ofender si queremos tener la casa en orden. Seguro que a más de un negacionista (sigo con la analogía nazi, pura Ley de Godwin) le picó horrores ‘La lista de Schindler’.
No voy a resolverles hasta qué punto tenemos que guiarnos por el miedo a no ofender. Tampoco sabría ubicar los límites de la libertad de expresión, del humor y de toda la pesca. No por no querer resultar pretencioso, que también, sino porque creo que deberían ser obvios: tenemos códigos penales, castigos para la incitación al odio (los usamericanos hablan de hate speech), opinión pública y cuentas de Twitter para hacernos oír como el más brasas. Contamos con herramientas más o menos decentes y sensatas, preparadas precisamente para que uno puedo abrir la boca sin miedo a que le descerrajen un tiro. Libertad de expresión significa que cualquiera pueda hablar de lo que le venga en real gana exponiéndose al ridículo, al ninguneo, a la crítica y hasta (en última instancia) a la responsabilidad legal, pero nunca a la respuesta de las armas. Porque por bonito que quede en nuestros muros de Facebook, los lápices nunca son más fuertes que los Kalashnikov. Son más preciosos, más arriesgados, más libres, pero no más fuertes. Y por eso debemos protegerlos.
Digo todo esto porque ahora más de uno afirma aquello de “Je suis Charlie” sumándole un “pero”, conjunción adversativa que niega el argumento que le precede (“no soy racista pero…”). “Yo defiendo la libertad de expresión pero los de Charlie Hebdo se pasaban”. “Pero no tienen ni puta gracia”. “Pero ofenden”. “Pero (y aquí va el tirabuzón retórico definitivo) sus dibujos son malísimos”. Que tanto hacían la guerra los unos como los otros. Que se lo venían buscando, iban provocando y la culpa siempre es de los padres, que las visten como tal.
Así se publicaron las imágenes de los Charlie en medios anglosajones.
Desde el porno japonés no se veían tantos píxeles innecesarios.
Claro que los Charlie se pasan. Claro que no tienen por qué hacerles gracia. Claro que tal y que cual. Pero es que es su trabajo. Son bufones, provocateurs que hacen algo que la sociedad francesa sabe tan molesto como imprescindible: épater le bourgeois. Aquí lo llamamos tocar los huevos. Hay que dejar patidifuso al pensamiento hegemónico y acomodado, al menos para hacerle mirar fuera de su ombligo un ratico y que reevalúe sus creencias.
Se trata de un choque entre dos maneras de ver lo de vivir en sociedad: la de los franceses, con su cosa de la Ilustración y de defender la expresión del otro (ya conocen la frase de Voltaire), frente a la de los usamericanos, que para juntar a tanta gente de su padre y de su madre fingen respetarlo todo y no respiran por no ofender. Los japoneses, que son muchos en muy poco espacio, hablan del honne y el tatamae: los sentimientos verdaderos y las opiniones públicas, respectivamente. Confío en que entre ambos polos es posible un equilibrio, pero el de la corrección política pura parte de un error de base: creer que es posible razonar y convivir con los malos. Que si unos anónimos amenazan con bombardear cines por el estreno de The Interview, lo mejor es no estrenarla y aquí no ha pasado nada. Que si unos desalmados (y no una cultura entera) se montan un estado propio basado en la decapitación, no hay que afearles el gesto. Que si alguien amenaza con matar dibujantes, no se dibuja y listos.
Hay gente, como el camionero de ahí arriba, que siempre se va a ofender. Tener tacto no es permitir que los malos nos callen, es dejar que hable todo el mundo y luego decidir a quién escuchamos y a quién no. No podemos creer que todas las opiniones son buenas, que vale lo mismo opinar que argumentar, que un científico con datos tiene que escuchar a un antivacunas conspiranoico, pero para eso tenemos la libertad de seleccionar y recuperar aquello tan bonito del ostracismo. La libertad de expresión es contar con bufones, que son más libres que nadie porque no están atrapados por la lacra del prestigio (a este país le sobran periodistas de postín y todólogos con pelazo). Si no tenemos esto claro, rebajaremos siempre al satirista y no al radical, porque el radical adopta el tono más serio posible y defiende lo que tiene que decir callando al otro con balas.
Por eso hay que ser todos Charlie, sin peros. Aceptar que provoquen, que la líen, decidir si les hacemos caso o no, y cuando nos ofendan responder con ostracismo o con más libertad de expresión. Por eso, cuando queramos justificar a los ofendidos hay que recordar a las abuelas: “quien se pica, ajos come”. O acabaremos todos bajándonos del camión.
Tres canciones, 257. La elección de V
THE WHITE STRIPES — OFFEND IN EVERY WAY