Misterios racistas de Pekín
Le he regalado a mi hermana Misterios de Pekín. Los de la Nocilla y la EGB ya me están sacando la medalla. Para los demás, Misterios de Pekín era un juego de mesa (primero de MB, luego reeditado por Parker) que venía a fusilar el Cluedo ambientándolo en una caricatura de China. Alguien ha asesinado al famoso tenor Gli Ti Tos y los “detectives chinos” Ya Tse, Yo Lo Cojo, Lis Ti Yo, Mio Peh, Ke Tse Yo y (ojo a la multiculturalidad) Ka Pi Chi tienen que investigar entre dragones, espías y sabios para encontrar al culpable. ¿Habrá sido la señorita Tse Ping Tah, del palacio de belleza? ¿El señor Mang Cha, de la lavandería? ¿O acaso el culpable será el muy sospechoso Cho Li Zoh (muérete de envidia, Ibáñez)?
La caricatura es burda y ridícula, sí, pero también tierna. Ahora se pondría el grito en el cielo y nos volveríamos locos con lo políticamente correcto. Qué quieren que les diga: creo que en gran parte debo mi título de especialista en Asia Oriental a haber jugado a esta mierda de pequeño. El rancio aire británico del Cluedo nunca despertó mi imaginación en lo más mínimo, mientras que aquel Pekín convertido en tablero de chistes fáciles era para mí todo un mundo.
Resulta fácil caricaturizar una cultura cuando no se la tiene cerca, igual que uno no puede ser verdaderamente racista hasta que convive con otra raza. Aquí antes veíamos un negro en la tele y podíamos soltar aquello de “¡Coño! ¡El negro!”, no con desprecio sino con asombro. El negro como acontecimiento, como ruptura de la monotonía, como mazazo a una sociedad gris y homogeneizada a base de guerras y hambres. Bienvenido, señor negro.
En ese contexto, la caricatura no se construye tanto como ataque sino como aproximación fascinada y naïf a esa alteridad que promete descubrirnos el mundo. Recuerden los de la EGB sus excursiones a los primeros restaurantes chinos que abrieron en la ciudad, a sus padres renegando de la comida japonesa diciendo que jamás comerían pescado crudo, a ustedes mismos disfrazándose “de moros” con la cimitarra al cinto.
Misterios de Pekín, entonces, no supone una banalización racista como sí lo era el aborrecible señor Yunioshi de Mickey Rooney en la, acéptenlo, infumable ‘Breakfast at Tiffany’s’, que negaba al vecino Otro su estatus de hombre. No, Misterios de Pekín es otra cosa: la versión en juego de mesa del oriental riff, ese leitmotif musical que representa a Oriente (a veces Japón, aunque casi siempre China) en nuestra mitad del mundo y que allí, ay la ironía, les suena a chino.
Tomen giro de guión: el oriental riff (como les revelamos en el Fenómenos Paramusicales de nuestro programa de radio) es, igual que Misterios de Pekín, un invento de Occidente, una ensoñación de otra cultura lejana que no tiene costumbrismo sino mística, que no es tanto viaje como fantasía de viaje. El oriental riff nace en el vodevil del XIX y resiste hasta nuestros días, colado en canciones pop como ‘China girl’ de Bowie, ‘Turning Japanese’ de The Vapors o ‘Kung Fu Fighting’ de Carl Douglas.
En los Estados Unidos de lo Políticamente Correcto empieza a mirarse mal y se iguala al blackface (que aquí sigue dominando las cabalgatas de Reyes sin que a muchos gilipollas les parezca mal) y al yellow face, aunque yo prefiero pensar que es como la paella, los toros y las sevillanas: reduccionista, irritante y despegado de la realidad, sí, pero también bienintencionado y apasionado, un esfuerzo torpe pero voluntarioso por acercarse a otros mundos.
Se lo digo yo, que fui “detective chino” y años más tarde sigo esforzándome por conocer la China real, con sus sombras, sus matices y sus maravillas reales. Y que creo que estoy a punto de cazar al malvado Cho Li Zoh.
Tres canciones, 260. La elección de V
DAVID BOWIE — ‘CHINA GIRL’
Y con esto hemos vuelto a encontrar una excusa para recomendar a David Bowie. All’s right with the world.