Tres canciones, 189: El trienio liberal

La Inercia Micronación
La Inercia
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5 min readSep 21, 2013

La Inercia, además de contribuir a su educación cultural, tiene un efecto apotropaico de lo más efectivo: aleja males, enfermedades, infortunios, espíritus adversos y hasta ligeros malestares del alma. Haga de La Inercia y de estas tres canciones su amuleto particular, su ritual periódico, y vivirá usted seguro y sonriente.

La elección de V the Wanderer

WOODIE GUTHRIE — THIS LAND IS YOUR LAND

Podría venderles con recochineo la ironía de que este tema, un canto al ideal comunista de un mundo sin naciones ni etiquetas, se convirtiese en himno de los agitabanderas más reaccionarios. Pero para qué: a estas alturas de la película todos sabemos que la escuadra por donde el nacionalismo encaja los goles es su falta de comprensión lectora.

Es oir “tierra”, “patria” o “pueblo”, en el idioma que sea, y desconectar todo sensor de ironía, todo aprecio por el matiz. El nacionalismo, como dice Muñoz Molina, es a la política lo que el kitsch al arte. Una cosa cínica de spots a cámara lenta, de uniformidad y conformidad, de arquetipo de ciudadano ejemplar, un elevar a los altares la tradición (y la tradición no es otra cosa que la fiesta con rigidez ritual y sin diversión).

Nacionalismos hay muchos y algunos ni siquiera son conscientes. Cada vez que alguien convierte su país, su ciudad o su calle en tierra sacra y perfecta, incuestionable, está regresando a la tribu (Popper, hola), abogando por una cosa abstracta que está por encima de todos. De ahí al Paraíso Perdido van dos pasos, y a creerse merecedor de éste, tres.

Yo vivo entre muchos nacionalismos que me abordan y me exigen mi adherencia incondicional. El de la España que no es sino un cadáver descompuesto, fruto de todo aquello de lo que hemos sido cómplices durante décadas. El de la Cataluña que lo festeja todo a golpe de barretina y cree en su superioridad innata, pese a que en todo hemos repetido los errores del otro lado del Ebro. El de una Tarragona petrificada, patria chica a la que cada vez que regreso encuentro mirando al pasado, celebrándose a sí mismas. Naciones donde siempre hay un aniversario que festejar, una tradición que airear, como efemérides de muertos célebres: aplausos de lo que pasó (o peor aún, de una versión mítica que nunca existió) sin esperar que jamás vuelva a pasar nada nuevo.

Por eso vuelvo a la vida escuchando tonadas como ésta, cuando se habla de una tierra que es de todos, cuando se respetan las culturas pero se temen las banderas y los vendepatrias llevados a hombros. Cuando se deja atrás la infancia y se pretende mover el mundo a base de autocrítica y no de emblemas. Será cosa de quimeras humanistas pero hoy, con el debate catalán, la España corrupta y Tarragona en fiestas apolilladas, me consuelo pensando que hay tantas patrias como personas y que esta tierra es un poco para todos.

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La elección de Withor

JAIME TEXIDOR DALMAU– AMPARITO ROCA

Ayer estuve dentro de la Cucafera. Dos veces. No busquen metáforas ni dobles sentidos. “Estar dentro de la Cucafera” no tiene connotaciones sexuales ni etílicas. Es una de las bestias que sacan a pasear en Tarragona cuando llega la fiesta mayor. Y yo ayer estuve dentro.

Como en todo rito iniciático, al principio había nervios. Pero una vez te tiras al suelo, hincas la rodilla y entras en el bicho, la concentración se apodera de tu ser. Y allí, en la oscuridad, sabiéndote rodeado de cientos de personas pero sin verlas, te levantas y empiezas a caminar con 300 quilos sobre tus hombros. El tiempo, cuando estás dentro, se detiene. Hasta que abandonas las entrañas de la bestia y vuelves a la realidad.

No hace tantos años, yo no sabía que existía una bestia llamada Cucafera. En realidad, nunca he sido un gran amante de este tipo de folklore. Pero poco a poco, con el paso de los años, tras cientos de vasos de plástico tirados al suelo y miles de Amparito Roca bailados, se les acaba pillando cariño a todas estas bestias. Próxima parada: àliga.

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La elección de Raúl

THE TRANSISTOR ARKESTRA — CASSUP

De nuevo fui miembro de un jurado de un concurso musical. Otra vez, la experiencia resultó tan gratificante y enriquecedora como hosca, dificultosísima, a ratos poco amable, por lo complejo de nuestro cometido: premiar a bandas de ejecución impoluta y casi perfecta, pero de estilos en las antípodas, y tener en cuenta cuatro millones de variables: calidad, proyección, industria, necesidad de trampolín, comercialidad, imagen de marca; un jaleo, para que al final se acabe imponiendo la subjetividad más pura, el gusto más caprichoso. Imagínense el aleph de dudas que tuvo el jurado en un debate que se alargó más de lo esperado y que acabó girando en torno al propio tribunal, una cosa muy meta.

La miopía del crítico, el olfato del programador, el encorsetamiento de los propios músicos (¿la ausencia de una mujer en la votación?) nos hicieron darle vueltas al veredicto. Yo me supe intoxicado, con la picha hecha un lío, sin ya saber discernir entre el produco y el artista, entre mi visión analítica de la escena y el mercado (ni zorra) y mi intuición, el disfrute con el directo. Total, que hasta nos sospechamos conscientemente con el ganador (los muy recomendables Harrison Ford Fiesta, conciertazo) estar llevando al festival a una deriva algo alternativa de entendidillos en esto, algo que empezó hace unos años con The Transistor Arkestra (música experimental, psicodelia exótica, calambrazos etéreos), que siguió luego con Lecirke y que se prolonga ahora. O sea, que a fuerza de la endogamia y de los premios igual hasta estábamos creando una escena determinada en Tarragona, no sin dosis de injusticia.

En resumen: que le dimos la medalla de oro a un grupazo de pop folk ‘lo fi’ que cantaba en francés y que en directo oscureció sus atmósferas a base de efectos, saturación y guitarrazos. Pero lo que peor me supo, después de casi una hora de deliberación, fue verme abrazando el tópico de que cualquiera se merecía ganar, de que el nivel había estado altísimo y de lo complicado que había sido tomar una decisión. Carajo, ayer es que era verdad; y si no fuera porque nos dieron las dos de la mañana, aún andaríamos echando argumentos sobre una mesa que nos recordó, en parte, a ‘Doce hombre sin piedad’.

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