Tres canciones, 231: Wibley Wobley Timey Stuff
Se nos había olvidado contarles que existen tres maneras de visitar nuestra web. La primera opción es poner ‘www.lainecia.com' en la barra que pueden ustedes ver arriba. La segunda, teclear lo mismo en www.google.es, para acto seguido hacer clic en el primer enlace que aparezca. Y la tercera, nuestra favorita, consiste en despelotarse y empezar a dar volteretas sin parar mientras recitan en voz alta el primer y el tercer verso de todas las estrofas de ‘Hurricane’ de la versión ‘Uragano’ del grupo italiano I telefonini rotti. Ah, y todo esto mientras mastican dos dientes de ajo. Ya nos contarán cual de ellas han usado para leer estas tres canciones.
La elección de V
ASTRUD & COL·LECTIU BROSSA — LA BODA
Este año ya he faltado a tres bodas por cuestiones de trabajo, insularidad y agenda de ministro. Lo he lamentado por aquello de acompañar y felicitar en vivo, que yo me alegro de que la gente se quiera y lo celebre muy fuerte, pero también me he quedado en tierra con un alivio culpable: la boda, verán ustedes, es para mí el entorno más hostil del planeta.
Cada vez que alguien me viene anunciando nupcias pienso en esta canción de Astrud: no os caséis, no os caséis, repite el estribillo, y vámonos a tomar algo. Me divierte el impulso infantil y reaccionario contra la cosa de la madurez, casi un pánico al cambio que se le viene encima al grupo de colegas de toda la vida. La rutina de solteros como patrimonio intangible de la humanidad. A mí, que últimamente me rodeo de bebés, parejas de manta y series y hasta casados con amante, la amenaza de la vida seria me la trae al pairo. Tampoco he sido nunca del colectivo kidult o el colegueo de sitcom, así que esa ventaja llevo.
Lo mío con las bodas, verán ustedes, va por otros tiros. Me abruma tanto jaleo, me rechina su estética (por favor, señoritas, dejen de hacerse nidos de pájaro en la cabeza por mucho que su peluquera se quiera lucir), me irrita el protocolo, me supera la felicidad dictada. Todo en una boda está medido y calculado, hasta la desinhibición alcohólica y las bromas. La boda es el último reducto de la ostentación y el ritualismo pequeñoburgués, el coliseo del humor cuñao, la pista de risas enlatadas hecha acontecimiento social, la sordidez vestida de gala (de mañana o tarde, ¡importante!). Luego está la cuestión pecuniaria, que no es aspecto menor: como decían en un artículo chistoso de la GQ, las bodas son puro crowdfunding de vacaciones al Caribe.
O sea, que casarse, quererse y ver ‘Juego de tronos’ con sofá y manta, vale. Aplaudiré y me alegraré muy sinceramente por ustedes. Pero si me vienen con desposorios, sepan que hay un estribillo que me va a saltar a la cabeza aunque intente evitarlo. Cásate, hombre, pero yéndonos a tomar algo.
La elección de Withor
INTERPOL — ALL THE RAGE BACK HOME
Pues los años van pasando y, pese a lo que pronosticaron los agoreros, la burbuja de los conciertos todavía sigue intacta. A mí no me miren, que yo no soy partícipe, como tampoco lo fui de la otra (‘las hipotecas son para los pringaos’ es la base sobre la que sustento mi vida). Me refiero a que siempre he considerado una estafa pagar más de 50 euros (y estoy siendo generoso) por un concierto. Me asombra que la gente –muchos de ellos, seguramente, en el paro y con tres hijos- se gasten alegremente 150 o 200 euros por ver a los Rolling o a Madonna. Luego vienen las cámaras de televisión y aseguran que por ese artista pagarían lo que fuese necesario. Como el chico que se dejó más de 10.000 libras por ver en vivo el retorno de Led Zeppelin después de 40 años. Como para decir luego que la banda ha estado mal o que el bajo casi no se escuchaba…
Reconozco, sin embargo, que hubo un periodo muy concreto de mi vida en el que sí fui un derrochador. Estaba en Londres, vivía con 10 personas, trabajaba en un sitio de gente de bien y cada día me iba a mi casa con 30 euros en el bolsillo en concepto de propinas. Y allí venían grupos que por Tarragona no suelen pasar… Era ese momento o nunca. Pagué unas 40 libras por ver a Wilco y unas 50 más o menos por Interpol y Arcade Fire. Y la verdad es que no me arrepiento. Puedo proclamar que las bandas estuvieron bien y el bajo estaba en su sitio. Pero nunca más lo volveré a hacer. Quién sabe, quizás el problema no es tanto mi supuestamente inquebrantable código ético como la pasta que tengo en el bolsillo. Al final será verdad: lo que faltan no son putos, sino financistas.
La elección de Raúl
HIDROGENESSE — HISTORIA DEL MUNDO CONTADA POR LAS COMPUTADORAS
Para mí, si me pongo icónico y pueblerino, el progreso es que un amigo informático venga y me diga que ha entrado en el sistema BIOS, algo así como unas catacumbas del PC, como una pantalla secreta que aparece previa a abrir el escritorio. Siento respeto, incluso miedo, hacia eso, una cosa oscura, al borde del delito. Ya me avisaron: sólo los expertos deben acceder ahí. De lo contrario, podrías tocar algo que estropeara tu ordenador, y si el error es gordo y la red se pusiera tonta ese día hasta se escacharraría el Pentágono.
Cuando pienso en el progreso me acuerdo, visionario yo, de un cursillo fundamental que hice de MS-Dos, poco tiempo antes de que Windows empezara a triunfar. El progreso. Si Antònia Font le dedicaron a él todo un disco (‘Lamparetes’), Hidrogenesse son aún más evidentes: esa pátina recorre todo el álbum ‘Un dígito binario’, homenaje al inglés Alan Turing, uno de los padres de la ciencia de la computación y de la inteligencia artificial.
En esta canción soniquetes electrónicos y melodías luminosas de voz arropan un discurso que habla de la Revolución Industrial, de Manchester, de Leeds, de los telares (tema principal en la historia de la música, claro), de patrones bordados, de máquinas de precisión, de calculadoras monstruosas. “Una sociedad en constante expansión necesitará un ordenador”, augura la letra, inocente y compleja a la vez, un recorrido de seis minutos por los últimos dos siglos de tecnología.
A Hidrogenesse, aquí juguetones e ilustrados, se les nota ese pensamiento que yo, de vez en cuando, también experimento: la fascinación primigenia y homínida por un doble click, un enviar a la papelera de reciclaje, un copiar carpeta. Cuando hago eso, o cuando envío un mail, pienso en la cantidad de operaciones matemáticas que habrá detrás de ese gesto. Si eso tan banal me embelesa, qué delirium tremens no me atacará si alguien me obliga un día a meterme en la BIOS y trastear.