Día de lluvia

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Las Antacronicas
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3 min readDec 9, 2015

Ojalá lloviera todos los viernes. O todos los lunes. O todos los días.

Que lloviera en la mañana y en la noche. Que el rumor de la lluvia acabara con el brutal sonido del despertador y con la obligación de tocar suelo firme otra vez. Ese mismo suelo que tiene hace mucho tiempo los senderos señalados: “por aquí llegas al trabajo”, “allí está la tienda”, “dobla en la siguiente esquina y regresas a casa”, “por allá te encuentras con la muerte”. Ese suelo que no nos atrevíamos a pisar cuando abrimos los ojos… hasta que lo pisamos.

Ella fue la primera en darse cuenta de nuestra buena ventura (y la de los demás mortales que habitan la ciudad).

– Mi amor (pausa y cosquillas para despertarme). Es viernes. Está lloviendo (otra pausa). Mucho. Hoy no vamos a salir de la cama.

Enseguida el piloto automático que se me activa por las mañanas –a decir: apagar la alarma del teléfono con un manotazo, desayunar, vestirme y salir– se desconectó de alguna forma y fui a comprobar el fenómeno meteorológico a la ventana, sin tocar el piso. Llovía con ganas.

– Sí, hoy no vamos a salir de la cama.

La sensación era exquisita. Transgresora. Quedarse en casa cuando llueve significa huir de las responsabilidades diarias. Implica no tener que enfrentarse a los otros, a la ciudad apuntalada, a la histeria, al sol, a las miradas. Puedes quedarte desnudo todo el día, ver una película, masturbarte, cantar frente al espejo, comerte toda la comida del refrigerador: ser el tú más obsceno y sincero.

Hay gente que solo son ellos mismos cuando llueve.

En días lluviosos podemos discernir lo que nos gusta y lo que no con mucha más exactitud. Ejemplo: en un día de lluvia cualquiera corroboré que definitivamente no me gustaba mi trabajo (sí, hay sujetos que les gusta su trabajo y sufren cuando no pueden ir a causa de la lluvia) (y sí, la mayoría de los jefes se dan cuenta cuando te quedas en casa a filosofar con la lluvia); otro día comprobé que podía vivir siendo un perezoso o un vago de mierda y no sentir remordimiento (esta conclusión es como el punto de partida o la causa de la anterior: puede que los días de lluvia sirvan también para psicoanalizarse); en otro, que me daba igual si todo lo conocido se llenara de agua para siempre.

Ojalá la lluvia inundara todas las calles.

Los terrenos firmes no son seguros. Son aburridos y tristes como la mayoría de nuestras vidas. Como las vidas de los que pasamos 15 horas al día con “los pies sobre la tierra” en el intento de llegar a alguna parte. Yo no lo sabía. Ella me lo enseñó sin quererlo. Me dijo que para pensar mejor subía las piernas, las sacaba del piso –que no hicieran tierra– y así le bajaban las mejores ideas, así viajaba a donde quisiera. Los únicos momentos que tenemos para pensar realmente se dan, entonces, cuando llueve y nos quedamos con los pies arriba de la cama.

Ya todos los caminos fueron transitados. Por eso la lluvia nos da esa sensación fresca de que los senderos se borran y podemos crear los nuestros. O dejar que nos guíe la corriente.

La cama tampoco tiene senderos señalados, es insegura y enigmática como el mar. Pero por más sumergido que estés en sus sábanas no te salva del sonido de una llamada entrante.

Es el teléfono de ella el que suena ahora. Su jefe la llama, la solicita ahora mismo para no sé qué cosa urgente. Le tomo el brazo y le digo que se quede, que está lloviendo. Ambos pisamos el suelo. Desgracia.

– Me vienen a buscar en carro…

Ella se va. Se va con el aguacero. Yo me quedo en la cama con la lluvia.

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Originally published at antacronicas.wordpress.com on December 9, 2015.

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