Oráculo

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Las Antacronicas
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2 min readJan 13, 2016

Hay días que uno amanece adormecido como una momia polvorosa y lenta. Hay días soleados que invitan a no correr las cortinas de la habitación, a quedarse en su acogedora y fría penumbra, en el ambiente lúgubre de sábanas claras. Hay días en los que uno amanece y le da por abrir el libro de Vallejo, en cualquier lugar, como un oráculo sin nombres, para adivinar no sé qué cosas, para quedarse tranquilo o reventar como un tímido cristal contra el piso, con un irreversible grito roto.

Mi libro de César es una gaveta negra. Encierra muchas cosas. Además de sus letras, tiene una rosa carmelita, casi incapaz de humedecer, casi frígida, absolutamente hierática marca el poema Lluvia… será la nostalgia por mojarse, por el olor a hueso del relámpago, por el no lugar de lo conocido. Quizás ahí se moje un poco la flor momia, preparada para la congelación por culpa de vanidades eternizantes. Cuando Vallejo se ahuesa en el ataúd de su sendero, puede lloverle. Hay papeles allá dentro, caligrafías de amigos viejos, algunas hojas están blancas todavía, otras siempre fueron sepia, algunas son barrotes oxidados a punto de quiebra. Todas terminarán desgastadas. Se borrarán caligrafías con la goma del tiempo. Y serán nada. Vallejo encierra, sobre todo, previsiones en tonalidades del verde a lo grisáceo. La tapa dura, coraza áspera, tiene restos de algo medio grasoso, medio inmutable, que recuerda a esa lubricación ficcional preservativa de los condones, a esa paradoja hecha de látex.

Cuando lo abro, me susurra: la esfera terrestre del amor que rezagóse abajo, da vuelta y vuelta sin parar segundo.

Antacrónica Y

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escribimos antacrónicas. Somo antagonistas por antonomasia