Pasajera en trance | EXPERIENCIAS
Al parecer nunca estuvo tan de moda escribir sobre la idea de caminar las ciudades, con libros sobre psicogeografía, obras de ficción, y autores contemporáneos investigando y debatiendo al respecto. La idea de merodear por la ciudad -en soledad y bajo cierto anonimato-, ha sido históricamente descripto como patrimonio de los hombres pudientes. De ahí el término flâneur, una figura que data del siglo XIX, y que estaba encarnada por alguien que gozaba del suficiente privilegio (tiempo y dinero) como para hacer de sus paseos un hobbie. Sin embargo, como puntualiza la autora norteamericana Lauren Elkin, siempre se trataba de un hombre. O al menos eso parecía, hasta que la propia Elkin se propuso revertir la tradición de autores masculinos escribiendo sobre hombres, y se puso a investigar sobre las mujeres detrás de este peculiar hábito. “El flaneur siempre fue un hombre, y es extraño, porque mientras existieron ciudades siempre ha habido mujeres viviendo en ellas. Pero las mujeres no tenían el acceso que sus pares masculinos, reducidas a meros objetos para ser observadas. Como si un pene fuere un requisito para caminar libremente”.
Por este motivo con su libro Flâneuse: women walk the city in Paris, New York, Tokyo, Venice, and London (Flâneuse: las mujeres que caminan la ciudad en París, Nueva York, Tokio, Venecia y Londres), la autora intenta más que apropiarse de un concepto o extenderlo al género femenino, redefinirlo, al tiempo que rinde homenaje a las flâneuse de todas las épocas, desde George Sand, Jean Rhys, pasando por Sophie Calle, Agnès Varda o Laura Oldfield Ford. Artistas, escritoras, periodistas, performers, psicogeógrafas, al final resulta que ellas estaban en las calles. Sólo había que verlas.
Caminar, estar y ser
Si bien se suele señalar a Baudelaire como el personaje que popularizó la figura del flâneur durante el siglo XVIII -momento en el que las mujeres simplemente no tenían la libertad para ir a donde y como quisieran-, la historia ofrece varios ejemplos notables de mujeres que transgredieron las normas de época. Algunas no tuvieron más remedio que disfrazarse para poder moverse con libertad, como George Sand, escritora y aristócrata que luego de abandonar a su esposo comenzó a vestirse de hombre para poder acceder a ciertos círculos parisinos. Virginia Woolf, quien tuvo la idea del libro Al faro precisamente caminando, llamaba al hábito de moverse en la ciudad imaginando y observando a las personas y los espacios que ocupan, street haunting (que también tituló un ensayo suyo sobre el tópico). Woolf creía fervientemente en el link entre caminar y la creatividad, y varias de sus novelas, entre las cuales se cuenta La señora Dalloway, incluyen y se inspiran en el acto de caminar.
Pero a veces no se trataba sólo de buscar soledad e inspiración, o caminar sin participar. Por eso figuras como la periodista y escritora Martha Gellhorn, según Elkin, expanden la definición de flâneuse para incluir también roles activos. Como corresponsal Gellhorn viajó por todo el mundo, pero cuando sintió que no tenía la experiencia necesaria para cubrir la Guerra Civil Española, se volcó a la calle; no sólo como observadora urbana pasiva, sino con la responsabilidad de contar las miserias cotidianas y el impacto de la guerra a través de sus crónicas.
Así a diferencia del flâneur hombre, el acto de caminar por la ciudad siendo mujer pareciera adquirir mayor significancia, sumando un componente de transgresión ya que la mujer va donde no puede o se supone que esté. En este sentido quizá la flâneuse por excelencia sea la artista conceptual Sophie Calle, que Elkin deconstruye en su libro y quien se hizo notar en el mundo del arte con su obra Suite Veneciana. Empujada por el aburrimiento se dedicó a seguir a gente que elegía de modo arbitraria en la calle, hasta que se topa dos veces con el mismo hombre y esta vez decide seguirlo secretamente a otra ciudad. Las notas y fotografías de esta persecución conforman la obra. Calle no seguía a su hombre, sino que lo estudiaba y acosaba como una presa, revirtiendo la dinámica tradicional de poder.
“Quería dejar un lugar para hablar del sentimiento complejo de querer ser visto y apreciado en la calle, pero también de ser anónimo. Sentirse divido entre querer pasar desapercibido pero también separarse de la multitud es una paradoja de la vida urbana que todos, más allá del género, podemos experienciar”, dice Elkin. Pero más allá de la experiencia común, podemos pensar en el género como aliciente, catalizador o problema. ¿Qué significó para las mujeres y qué significa hoy caminar solas por la ciudad? Probablemente algo muy diferente y similar a la vez. Los tiempos habrán cambiado y los estándares se habrán flexibilizado, pero ciertos estigmas respecto de cómo la mujer atrae o repele la mirada prevalecen. El acto de caminar, estar y ser como desafío a la mirada masculina hegemónica, como actividad o hobbie, pero también como intervención urbana y política. Si en palabras de Elkin, una flâneuse es toda mujer “determinada, con recursos y adecuadamente sintonizada con el potencial creativo de la ciudad, y las posibilidades liberadoras de una buena caminata”, ¿qué podemos esperar de las flâneuses contemporáneas?
Tomar la calle, tomar los miedos
En entrevistas sobre su libro Elkin ha comentado sobre el tema del acoso callejero, algo que toda mujer que haya vivido en una ciudad ha experimentando en algún momento de su vida. De hecho el libro reflexiona sobre esa temática tomando como disparador la famosa imagen “Chica americana” de la fotógrafa Ruth Orkin, quien estaba viajando sola con una amiga por Europa en los años 50. La toma muestra a una mujer solitaria caminando, con la frente en alto, rodeada de hombres que la miran, examinan y se ríen. “La idea era confrontar a los lectores masculinos, y decirle a las chicas que no están solas. Como mi libro es sobre la visibilización, era importante hacer visible este tipo de abusos”, reflexiona la escritora que también ha contado que comenzó catalogando todas las veces que había sido acosada tanto ella como sus amigas, y que en un principio iba a dejar una página en blanco para sugerir que la lista continuaba. Y continuaría hasta que la mentalidad cambiara. O por lo menos mientras se sigan haciendo preguntas como qué hacía esa chica caminando sola, o andando en bicicleta tan tarde, o vestida de cierta forma.
La psicogeógrafa y periodista Laura Maw escribe en su ensayo “Los ritmos del miedo”, que los hombres a diferencia de las mujeres deben sintonizarse con los ritmos de la ciudad. En cambio, éste es un lujo que nosotras no podemos darnos, como si el switch estuviera continuamente prendido. “El ritmo corporal y la sensibilidad psicológica del nombre que camina debe activarse. Para las mujeres esta intersección es instintiva. Ella está sola en un mundo que no es suyo”, plantea Maw. Por este motivo los ritmos que son invisibles para los hombres, hacen que el acto de caminar despreocupadamente (flânerie) haya sido casi un lujo masculino. De igual manera, un artículo reciente del Huffington Post titulado “El turista accidental”, ratifica este ordenamiento del movimiento y las relaciones de poder que se establecen, consciente o inconscientemente, en el espacio público, comparando la libertad para circular que tiene un hombre blanco, versus la de una mujer, o personas de color, gay o transgénero.
Pero lejos de transmitir un mensaje alienante, la tesis de Elkin está llena de esperanza, con el sentido de balancear nuestras reacciones ante las tácticas del miedo que nos proponen. En conexión con el movimiento #Metoo iniciado en lo virtual y trasladado a las calles, Elkin sugiere una continuidad. “Estuve pensando mucho respecto de esto últimamente, la mujer que camina siempre está fuera de lugar, y ella hace de este “fuera de lugar” la base para su resistencia cotidiana, que corporiza día a día cuando pone un pie delante de otro. De igual manera dándole voz a nuestras experiencias estamos tomando más espacio en público del que estamos acostumbradas. Se siente un poco incómodo: existe el riesgo de que no nos crean, de que nos destruyan en Twitter, acechando a los que quieren hablar para decir algo. Es como si salirse de la línea y volverse visible -sea caminando, contando nuestras historias o demandando más de lo que nos dieron- es un gesto político del que no podemos prescindir hoy en día”.
Un territorio no permitido
El problema no se encuentra sólo circunscripto a la idea del movimiento per se, y ya no sólo la idea de aquellas que caminan solas o que han decidido viajar o moverse por su cuenta suscita desconfianza, pero también la que eligen aislarse. Si nos cuesta visibilizar, pensar y hablar de mujeres viajeras, o las flâneuse, imaginemos por un instante la rara avis que son las ermitañas. Nuevamente a lo largo de la historia los más celebrados o referenciados reclusos y ermitaños han sido hombres: desde el ya clásico ejemplo de Thoreau (que en verdad tiene menos de ermitaño de lo que se cree, ya que su cabaña estaba muy cerca de sus amigos) al contemporáneo y trágico Christopher McCandless, quien vivió y murió en Alaska. Todo señalaría la posibilidad de una mujer que elige recluirse o vivir sola lejos de la civilización como algo casi imposible. Hermanas, hijas, esposas, las mujeres siempre a cargo de otros, pocas veces de sí mismas.
“Para aquellas que quieren estar solas hay pocas guías y muchas menos celebraciones del tema de la soledad femenina. ¿Quién es la ermitaña? ¿Acaso existe esta figura? ¿Quién es la mujer que puede mirar el mundo y con toda seriedad decir: “Yo quiero estar sola?”, se pregunta Rhian Sasseen en un punzante ensayo para AEON, que además repasa algunos hitos como la autora de La Mujer del Bosque, Anne La Bastille (1976) o Rachel Denton (2009), ejemplos modernos de ermitañas.
Y aquí es donde el acto de caminar, de moverse y el de aislarse, se unen, en tanto la mujer se vuelve centro de las miradas, algo que puede no sólo ser polémico o riesgoso, pero también agotador. Se comenta que observando la foto del explorador Augustine Courtauld en el Artico, el psicólogo Carl Jung comentó “ésta es la cara de una persona que ha sido despojada de su persona pública”. Según Sasseen, para las mujeres este es un doble desafío ya que vivimos nuestras vidas bajo una intensa y doble vigilancia 24 horas al día, “un sistema de regulación interno y externo más restrictivo que el del hombre”.
Pese a todo el imaginario moderno ha expandido -por suerte- los límites de estos contornos primarios más y más, posibilitando la existencia de cientos de personajes que no nombraremos aquí (viajeras, exploradoras, solitarias empedernidas, y desde luego también flâneuse), para recordarnos lo que esconden actos tan simples como salir a caminar, con la frente bien en alto.
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