El mejor cuarto

Laura Marajofsky
#LaVidaEnPartes
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9 min readMay 16, 2021

Capítulo III, entrega final XV. Apartados Tercera mudanza y El mejor cuarto.

¡Hola! Arrancaste por el final, pero no es tu culpa. Te cuento que esta historia se posteó cronológicamente y a la par de las entregas del newsletter #LaVidaEnPartes, por eso, para leer en orden tenés que ir al final de este Medium o clickear acá.

Burrito en Pico.

Tercera mudanza

Camino sola mirando para arriba, tratando de alcanzar con la vista las ventanas más alejadas de los edificios que me cruzo al pasar, que como ojos entrecerrados me miran desde las alturas. Me pregunto quiénes viven ahí y cómo viven. Pienso que estoy por mudarme por tercera vez en mi vida y que comparado con otras personas que se la han pasado girando de lugar en lugar, o de país inclusive, soy casi una virgen en este sentido. Pasé de la comodidad idílica y la soledad elegida de un dos ambientes en Núñez, a la convivencia compartida obligada por la crisis económica a finales de la cansada década K en un PH antiguo que trajo más problemas de los anticipados. Y ahora estaba a punto de migrar de la mano de cierta bonanza macrista nuevamente a un departamento propio. Claro que esta última mudanza, como toda ilusión entrepreneur con globos amarillos y promesas de crecimiento, es acotada, así que me voy a un monoambiente en el barrio de Villa Urquiza. Pero no me quejo.

Pienso también en el acto de caminar y de desprenderse. ¿Acaso no son cosas parecidas? A diferencia del flâneur hombre, el acto de caminar por la ciudad siendo mujer adquiere una mayor trascendencia. Si bien se suele señalar a Baudelaire como el personaje que popularizó la figura del flâneur durante el siglo XVIII -momento en el que las mujeres simplemente no tenían la libertad para ir a dónde y cómo quisieran-, la historia ofrece varios ejemplos notables de mujeres que transgredieron las normas de su época. Algunas no tuvieron más remedio que disfrazarse para poder moverse con libertad, como Georges Sand, escritora y aristócrata que luego de abandonar a su esposo comenzó a vestirse de hombre para poder acceder a ciertos círculos parisinos. Virginia Woolf, quien tuvo la idea del libro “Al faro” precisamente caminando, llamaba street haunting al hábito de moverse en la ciudad imaginando y observando a las personas y los espacios que ocupan (que también tituló un ensayo suyo sobre el tópico). Woolf creía fervientemente en el vínculo entre caminar y la creatividad, y varias de sus novelas, entre las cuales se cuenta “La señora Dalloway”, incluyen y se inspiran en el acto de caminar. De todo esto y más habla Lauren Elkin en su libro “Flâneuse: Women Walk the City in Paris, New York, Tokyo, Venice, and London”. “Quería dejar un lugar para hablar del sentimiento complejo de querer ser visto y apreciado en la calle, pero también de ser anónimo. Sentirse divido entre querer pasar desapercibido pero también separarse de la multitud es una paradoja de la vida urbana que todos, más allá del género, podemos experienciar”, dice.

Creo que el entrenamiento que tuve al perder o alejarme de gente querida no me sirvió para aprender a desprenderme de las cosas, de las casas, de los barrios y hasta de los vecinos, con mayor facilidad. Y que el apego por las cosas -leí en algún lugar y me pareció totalmente sensato- es la medida de nuestro apego a la vida o, mejor dicho, a querer seguir viviendo. Y sin embargo, no puedo evitar pensar que debería aprender a ir más liviana, ser más flexible, adaptarme con mayor facilidad. “Soltar” nos dicen continuamente desde tatuajes y slogans de autoyuda, y nos enseñan a desprendernos y desechar aquello que no sirve con técnicas importadas desde Japón (“decluttering”) que se ponen de moda y llenan páginas de revistas con notas perezosas. Pero el estilo de vida budista, zen, no me sale. Y me preocupo por no poder llevarme todas las revistas que guardo desde adolescente, reproducciones varias que mi viejo me traía de sus viajes y que llevo enrolladas de casa en casa pensando paredes posibles que alguna vez ocuparán, libros pesados que no me queda más remedio que regalar o ropa que ya no me entra pero heredé de generaciones previas y no logro abandonar.

Mi esotérica roommate dice que mi luna está en Escorpio o algo así, y que esto significa cerrar ciclos, el fin de una era. El fin de algo se aproxima, aunque no tenga muy claro bien de qué. Tal vez finalmente madure, pueda aprender a desprenderme de las cosas, volverme más práctica. “Uno nunca tiene miedo a lo desconocido, uno tiene miedo de lo conocido llegando a su fin”, reza un cuadrito en el estudio de mi profesora de yoga. Y por primera vez me siento realmente interpelada allí.

Después de semanas de estrés por la búsqueda, la incertidumbre, creo haber encontrado mi nuevo hogar. Respiro, camino, pronto amanceré en otra cama, en otra casa. Tendré que aprender a recorrer -y reconocerme- en un nuevo vecindario con caras diferentes, expectantes. Camino y me voy dando cuenta que desprenderse puede ser también un acto de apego vital, de recepción al cambio como algo inevitable. Hacer espacio para otras personas y cosas que, con suerte, vendrán felizmente a ocupar nuestros días.

El mejor cuarto

Burrito en Pico

Burrito corre por el jardín, atento a los pájaros y los sonidos de la tarde, un poco apabullado por el ruido y la cantidad de cosas que se le presentan ahora, menos ágil a causa de la enfermedad que lo dejó el borde la muerte, pero sin dudas a gusto en su nueva casa. Está más delgado, tiene las patitas de atrás débiles al punto de que no puede saltar más de cierta altura y se le ha terminado de caer la punta de la cola que ya estaba doblada. Pau dice que llegó un día del trabajo y pensó que era una cucaracha, agarró un zapato para matarla pero luego se dio cuenta de que era un pedazo de su cola. Está vivo, contra todo pronóstico médico y para alegría de mi hermano, que lo mira satisfecho desde el living. Pau acaba de mudarse a Olivos (el primero de la familia en vivir fuera de capital), cambiando su departamento en el embarullado barrio Chino por este lugar de aparente paz y tranquilidad provinciana. Vive con dos amigos más que no me toca conocer hoy. Es la primera visita después de habernos visto brevemente antes en una reunión social y después de meses de no hablarnos. Este año ha sido duro para los dos. De una u otra forma hemos hecho todo juntos en esta vida, pese a las peleas, la competencia, los berrinches, nuestras diferentes personalidades. Nacimos con un año y poco de diferencia, crecimos juntos, también juntos enfrentamos la muerte de mamá y el accidente fatal de la abuela. Con Charly nos divorciamos del resto de la familia y nos mudamos de Pico dando nuestros primeros pasos hacia la independencia casi al mismo tiempo (él, unos meses antes). Comenzamos a trabajar con nuestro hermano mayor también juntos (yo, un poco antes). Tenía sentido que al abandonar el proyecto donde me formé y crecí estos últimos años, se sintiera también como abandonar a mis dos hermanos. En el caso de Charly, casi una traición. Por eso cuando renuncié a seguir sosteniendo una posición bélica con el mundo, cuando las visiones en blanco o negro ya no me llenaban y el muro finalmente caía, entendí que Pau estaba todavía con un pie del otro lado y que no dependía de mí hacerlo saltar para seguirme. Yo había dejado el planeta Charly atrás, con toda la influencia que su fuerza de gravedad ejercía sobre mí –y el terror que el desolado vacío espacial produce–, pero fantaseando firmemente con construir una constelación propia, autosuficiente, resguardada de sus cada vez más frecuentes e insoportables embates cósmicos. La situación fue más desastrosa de lo necesario, en particular por el carácter de Charly, que terminó barricando mi relación con Pau y el resto de lo que quedaba del grupo de amigos. Los mensajes entre Pau y yo, aunque con menor regularidad, seguían atravesando la frontera, hasta que eventualmente se cortaron. Al autoexilio que yo misma había buscado, se le sumó la dolorosa posibilidad de perder también a mi compañero menor de batalla.

Pero por suerte eso no sucedió del todo y cuando me llegó la invitación para conocer su nueva casa, una bandera blanca pareció izarse triunfante. Lo loco de la nueva vivienda es que parecía una mini Pico. La escalera al segundo piso situada de la misma manera, el techo inclinado del toilette de la planta baja a causa de esta, la división entre comedor y living marcada por una arcada, las ventanas amplias, hasta los azulejos verdes del baño de arriba. Solo faltaban los pisos de parqué y el espejismo hubiera estado casi completo. Parecía que estas similitudes eran lo que más le gustaba a Pau de su nuevo hogar, mientras que a mí me causaban una sensación contradictoria: nostalgia por un lado, rechazo por otro. Quizás esta diferencia definiera nuestros estados anímicos en este nuevo comienzo, yo no quería volver a vivir en una casa así y quería dejar el pasado lo más atrás posible para regenerar y empezar de nuevo. Me había acomodado perfectamente al carácter compacto y funcional de un departamento, a la vida compartida pero resguardada, al voyerismo nocturno, a sentir los ruidos de los vecinos y de la ciudad respirando bajo mis pies. Pau, en cambio, parecía a gusto reviviendo otras épocas y esta nueva locación le cuadraba bien con la insistente calma que se había propuesto encontrar y, sobre todo, con el humor cada vez más hosco, ermitaño por momentos, que empezaba a caracterizarlo en los últimos años plagados también de muchas peleas y discusiones. Tener una relación con él, a causa de sus maneras, muchas veces reminiscentes de Charly, se dificultaba. Pese a eso, no pierdo la esperanza de que algún día él pueda terminar de procesar esa separación mejor, cautrizar las heridas, y quizás poder (re)comenzar una relación adulta de hermanos.

Algunos reescriben su propia historia en papel, y no me refiero a reconfigurar o tergiversar, sino a buscar y construir un sentido propio. Otros logran reescribirla en la vida. Tanto mi hermano menor como Burrito parecían tener una segunda oportunidad para vivir bajo sus propios términos y expectativas. Luego de años de ser relegado en la elección de cuartos y de ser condenado a uno de los más feos de Pico, Pau eligió el más grande y más iluminado de esta nueva morada, su casa. Finalmente puede decir que tiene el mejor cuarto.

Hospital 21/02/93

Amado Pecas!!

Sé que la vida te resulta difícil y que te cuesta ser equilibrado, no caprichoso y obediente. Tu papá da cuenta de tu falta de ganas de leer o de hacer cualquier cosa que no sea jugar. Sin embargo, vos sabes que obras bien y eso hace mal como forma de ser. Hay que estar bien con la vida, permitirse descansar, permitirse jugar y también saber trabajar duro. Puede asegurarte que cualquier cosa que hagas en la vida va a exigirte grandes dosis de paciencia, de fuerza para sobrellevar las penas, y una gran capacidad de trabajar hasta quedar sin aliento. Y todo eso se aprende en la niñez. Por eso yo te he pedido que dediques un tiempo a hacer lo que más te cuesta. Parece que no querés o podes entenderlo. Eso me apena.

¿No querés que papi y yo te ayudemos a intentarlo seriamente? Sin discusiones, sin peleas, casi como lavarse los dientes (cosa que tampoco hacés). Pablo tenéis alegría, tenés inteligencia, sos bueno, no lo estropees todo por amor propio. Por salirte con la tuya. Esta forma de obrar produce siempre insatisfacción y pérdida del afecto de los cercanos. Te quiero como a mi pequeña dulce orejita, beso tus ojitos diablos y tus pecas color caramelo y te muerdo la orejita izquierda.

¿Serás capaz de mandarme día por día una narración cortita sobre lo que hiciste en el día? Así puedo ver si entendiste esta carta.

Te besa

Mamá.

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Este es un fragmento de En todas partes libros. Esta entrada no incluye la intro o outro que a veces sumo en el newsletter.

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Laura Marajofsky
#LaVidaEnPartes

Observadora y crítica vocacional. Redacción en La Nación y cía. Founder en Mapa de Barmaids & Afines. Consultora creativa. Inquieta profesional.