La radiación de Cherenkov

Laura Marajofsky
#LaVidaEnPartes
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11 min readNov 16, 2020

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Capítulo II, entrega VII.

Apartados Sherlock, Excursiones nucleares, La radiación de Cherenkov y Un pequeño accidente.

Sherlock

La elección del nombre del nuevo integrante de la familia, como otros asuntos de relevancia en la casa, fue definida por asamblea popular en la cocina. Mamá presidía la junta a la cabeza de la gran mesa, en el lugar opuesto, pero con total indiferencia, Adolfo –seguramente leyendo algún diario atrasado–, ambos flanqueados por mis hermanos mayores, y Pablo y yo dando vueltas por ahí. La consiga era clara, cada uno postulaba un nombre para el felino en cuestión, de lo posible explicando por qué (recordemos la fijación en mi familia con el tema de los nombres y sus benditos significados o connotaciones) y luego se votaba. Mi hermana había propuesto nombres tan naive que nadie prestó mucha atención. No estoy segura si fue Charly o Nico, pero de alguno surgió la idea de llamar al gato “Milú”, en honor al perrito compañero de Tintín, el protagonista de aquel comic histórico de Hergé que los tenía obsesionados. El problema era que todos pensábamos en un perro cuando lo decíamos. Mamá, en fase “tolkeniana”, propuso “Gandalf” y hubiera ganado con su convincente argumentación de no ser porque a mi viejo en un rapto de lucidez –o porque ya no tenía más nada que leer– se le ocurrió “Sherlock”, por el famoso detective de Conan Doyle. Esta idea no solo atrajo la atención de todos por lo original que resultaba llamar a un gato así, sino también porque al ser de raza siamesa el animal tenía manchitas ubicadas de tal forma que simulaban perfectamente un antifaz y guantes, confiriéndole un aspecto misterioso a tono con su nuevo nombre. Sherlock fue el nombre definido por votación unánime aunque sería poco usado, reemplazándolo por insultos cuando arañaba los sillones del comedor, por diminutivos cuando se le acariciaba el lomo cada vez que se echaba sobre la biblioteca al lado de la estufa o por miradas cómplices cuando entraba a mi cuarto empujando la puerta con la cabecita. Misma técnica que utilizaría para abrir puertas años más tarde Burrito, el segundo gato que tuvimos pese a mi reticencia inicial. Lo cierto es que Sherlock era ante todo mi gato y me costó varios años volver a aceptar la idea de tener una mascota en Pico después de él.

Será por eso que cuando hace unos días me enteré de que quizás tenían que sacrificar a Burrito me sentí peor por mi hermano Pablo que por mí. Burrito dejó de ser mi gato hace tiempo. Apareció en Pico envuelto en un buzo un día de lluvia. Lo habían rescatado de la calle unas amigas de Pau con la idea de que nos lo quedáramos nosotros. Se ve que la sensación de que la casa era una especie de refugio del mundo exterior era algo compartido no solo por los miembros de la familia. Al principio yo no quería saber nada, me parecía mucha responsabilidad tener que cuidar de un ser vivo (no sé cómo lo había hecho cuando era más chica) y, sobre todo, era exponerse sentimentalmente de nuevo. No quería volver a pasar por un final tan agónico como el de nuestro anterior felino. Además parecía difícil poder superar la sofisticación de Sherlock, a mis ojos el gato más inteligente que había conocido. Sin embargo, un día se convirtió en dos días, una semana en un mes y finalmente Burrito encontró su nombre grabado en una chapita en su pecho y un lugar con nosotros. La única condición fue que Pablo se hiciera cargo del gato, una responsabilidad formal que implicaba llevarlo al veterinario si se enfermaba y responder ante mi viejo. Al principio dividíamos los gastos de la comida, pero después de una pelea el orgullo de mi hermano por un lado, y mi falta de ganas por otro, determinaron que él se transformaría en su tutor legal con todos los derechos y responsabilidades del caso. Así, yo pasé a ser más una tía ocasional, o según él, una madre abandónica. Algo que al día de hoy me reclama. Mi hermano nunca se dio por vencido con el pobre bicho, sacándolo de la calle en primera instancia, soportando después su obesidad y depresión post-castración, y cuidándolo durante su enfermedad del tracto urinario en los últimos años. Por esto último, “Burri” -como le decíamos afectuosamente- estaba medicado desde hace un tiempo. Intuyo que Pau debe haber sentido una identificación instantánea con aquel ser al que nadie quería, un simpático vagabundo que soñaba con ser el rey de la casa. Un poco como él.

Sherlock, el gato siamés más inteligente del mundo.

Excursiones nucleares

Cada vez que alguna amiga me preguntaba de qué trabajan mis papás la respuesta que más a mano tenía -y la más didáctica- era citar a Los Simpsons. ¿De qué otra manera podía hacer que comprendieran qué era una pastilla de uranio o qué se suponía que hacían en la planta de energía atómica mis padres? Sin embargo, uno de los paseos que más disfrutábamos con Pablo era visitar la CNEA (Comisión Nacional de Energía Atómica). No solo porque podíamos faltar al colegio (ausencias justificadas por mis padres como excursiones con sentido educativo), sino porque entrábamos en contacto con todo un mundo paralelo, una gran aventura nuclear. Además era una ventana para espiar lo que hacían nuestros padres todo el día, actividad que hasta esos momentos elegidos se mantenía con cierto halo de misterio.

Al llegar en auto por la avenida General Paz al Centro Atómico Constituyentes (el más grande e importante de Buenos Aires junto con el de Ezeiza), lo primero que se veía era un edificio con forma de gran tambor o rulero ubicado al costado de la ruta. Ya casi en desuso y descolorido, el edifico pertenecía al INTI (Instituto Nacional de Tecnología Industrial), una entidad vecina a la CNEA. Había que pasar dos o tres controles más o menos laxos hasta llegar a uno de los cuerpos del edificio donde trabajaba mi viejo, que siempre estaba yendo de un lado al otro. De hecho, para ubicarlo teníamos tres internos diferentes a los que podíamos llamar alternativamente cuando teníamos un problema en la casa. El 290 y 464 eran los más comunes. Ahí podía atender la secretaria, una vieja más bien antipática y bastante ineficiente, o algún compañero de planta, y entonces se sucedía el ritual de localización: al grito de “¡Mara!” uno o varios compañeros lo buscaban hasta que aparecía, mientras nosotros nos quedábamos un buen rato con la oreja pegada al tubo.

En general nos llevaba Adolfo, a mi mamá la encontrábamos ahí, laburando, haciendo cosas, lidiando con el día a día. Mi viejo, como todo científico aplicado cuya mente divaga hasta que se le ocurren las ideas y soluciones a los problemas, se daba tiempo para caminar, tomar su café, charlar y llevarnos a nosotros de visita, entre otras actividades de esparcimiento. De todos modos en el último tiempo mi mamá ya no estaba en la planta. Pasando la zona de oficinas -donde había ruido y movimiento según cuán activo era el sector-, la cafetería donde lo que se servía distaba de ser comida pese al rótulo, y algunas otras áreas comunes todavía dormidas a esa hora del día, se llegaba a la zona restringida donde estaban los hornos en los que se “cocinaban” las pastillas de uranio. Para ingresar a esa zona había que vestirse con un traje aislante de material fino símil ambo médico, soquetes que iban encima de las zapatillas y unos gorros que parecían cofias para la ducha, en una suerte de uniforme de astronauta urbano. Para pasar a la zona de los hornos, a la que nosotros no estábamos habilitados, la armadura se complejizaba. Cada tanto oíamos historias de olvidos de gente que ingresaba sin el cuidado necesario, o relatos de derrames y otros accidentes en donde se entraba en contacto directo con el material. Pero eran pocos, para nuestro pesar que esperábamos anécdotas sensacionalistas para compartir en el colegio al día siguiente. También nos llegaban de forma indirecta noticias de alguien que se enfermaba, en particular, gente que hacía un tiempo que trabajaba en la planta. Recuerdo alguna ocasión en la que fuimos con mis viejos, Pablo y a veces Charly (que en esa época ya trabajaba de becario en la planta) a visitar a la familia del desafortunado. En ese momento no tenía edad para relacionar los hechos, pero con el paso de los años me pregunté lo evidente: ¿cuál sería la relación entre esos casos y los accidentes mencionados? ¿qué impacto habrá tenido sobre la salud de mi mamá el haber trabajado en la planta tanto años?¿y qué hubiese pasado si solo se hubiera limitado a estar en las oficinas? No sé quién pasó más tiempo en los hornos y demás áreas restringidas, pero en cualquier caso, la salud física de mi viejo se vio menos afectada que la de Julia.

Imaginarse en otro mundo en el que las reglas eran diferentes, donde las horas parecían suspenderse y en el cual los hijos compartían tiempo y espacio con sus padres y todo era interesante y nuevo aunque no entendiéramos exactamente cómo o por qué. Así eran las mañanas en la CNEA. Claro que esa era nuestra idealización de un lugar que para los mayores presentaba más de un problema, entre falta de presupuesto y estructuras que se caían literalmente a pedazos, rencillas políticas, idas y vueltas entre acomodos, competencia y otras cuestiones. Estaban los más idealistas o que simplemente elegían concentrarse (o evadirse) en las cuestiones netamente de investigación, como mi viejo, o los que se terminaban trenzando en los temas sociales y de funcionamiento general, como mi mamá. Gracias a que mi viejo había movido algún hilo, a los diecinueve años Charly comenzó a trabajar de becario junto a Alexis, un amigo suyo de la facultad de Exactas. Ambos estudiantes de computación se encargaban de la parte de sistemas. Mi hermano comenzó también a desarrollar un software de procesamiento de imágenes bastante innovador para la época que causó cierta sensación en el lugar. Era la división joven y cool de la planta, se llevaban bien con todo el mundo y hacían reír a los más viejos y a las cocineras de la cafetería, quienes los recompensaban con raciones extra de algo parecido a un postre. No sé cómo hacían para interactuar mi viejo y Charly ahí adentro, tengo la sensación de que se evitaban mutuamente.

La radiación de Cherenkov

Cuando le pregunto a Adolfo sobre el riesgo de trabajar en una planta nuclear me contesta con una tranquilidad apabullante: si bien una persona no expuesta, es decir que no trabaja ahí, tiene diez veces menos radiación en su organismo, aun así los niveles a los que él y otros empleados de la CNEA estaban acostumbrados eran normales. Se les hacían exámenes regulares de orina y sangre por protocolo para testear que esos niveles se mantuvieran en regla. Aun así le pregunto si él realmente cree que trabajar en la planta fue algo poco riesgoso. Con la misma calma con que engulle una medialuna me contesta que tanto mamá como él nunca estuvieron en zonas verdaderamente críticas, esto es, cerca o adentro del reactor.

Para el caso uno de los peores accidentes del Centro Atómico Constituyentes fue cuando un miembro del equipo encargado de cambiar las barras de uranio del reactor y del mantenimiento general incumplió el protocolo básico. El interior de un reactor nuclear es como un piletón lleno de agua ya que se requiere un medio conductor de la energía, y con numerosas barras que contienen el combustible nuclear, el uranio. También existe lo que se llama “barras de control”, que son unas varillas de metal que en caso de urgencia pueden ser insertadas rápidamente en el núcleo para absorber neutrones y obstruir de inmediato la reacción nuclear. Así fue que un viernes fatídico (según Adolfo el viernes es el día más propenso a accidentes, motivo por el cual decidieron limitar el uso del reactor en ese momento de la semana) uno de los ingenieros a cargo del reactor manipuló las barras de uranio cuando todavía no se había terminado de vaciar el líquido de los piletones. No solo se quebró ese protocolo esencial, sino que tampoco estaban colocadas las barras de contención. En el momento en que se produjo la reacción liberando energía los presentes vieron un resplandor azul. Este fenómeno es conocido como la radiación de Cherenkov, que según Wikipedia trata de una radiación de tipo electromagnético producida por el paso de partículas cargadas eléctricamente en un determinado medio a velocidades superiores a las de la luz. Cuando el pobre tipo vio el resplandor ya sabía que estaba muerto. Los que estaban del otro lado de la cabina no pudieron hacer nada más que presenciar la fatalidad, ya era tarde para bajar las barras de control. Después de una exposición así, si bien la muerte no es instantánea, es bastante rápida. En un par de meses el tipo ya no estaba más. Le pusieron una placa en la CNEA, los hijos asistieron y agradecieron emocionados.

Me quedo pensando cómo será saber que te vas a morir con tal certeza. Me parece fuerte. Se supone, en teoría, que todos lo sabemos, pero creo que no con esa exactitud inminente, fáctica, científica, que disipa cualquier construcción filosófica, creencia religiosa con promesas del más allá o pura omnipotencia que opere para mantener la ilusión. Me pregunto en qué difiere estar expuesto a una reacción nuclear de un diagnóstico de cáncer. Y cuánto difiere de saber que tu vida va ser siempre igual, que no te espera nada mejor. Saber que estás condenado a una planicie vital. No estoy segura pero creo que son sensaciones que al menos a un nivel emocional, pueden ecualizarse.

Un pequeño accidente

Insisto en que tiene que haber algún vínculo entre la enfermedad de mamá y la planta. Por más tenue que sea, debato factores ambientales y culturales, trazo hipótesis tanto de su estado físico como emocional. Adolfo se despacha con otro detalle. Tratando de convencerme de que Julia nunca estuvo en peligro real y que solo circulaba cerca de los hornos donde se cocinaban las pastillas de uranio, me cuenta que la única vez que se dieron un verdadero susto fue cuando entró en contacto con un polvo de combustible…. estando embarazada de mí (y trabajando en áreas restringidas para personas en su estado). La destreza de Adolfo para tranquilizar es equivalente a la de un elefante tratando de moverse sin romper nada en un cuarto lleno de objetos de vidrio. Es casi enternecedor. Resulta que lo primero que hicieron fue llevar a mi madre a que se haga un análisis, más puntualmente a que me analizaran a mí, que ya estaba en la panza de ella. Estaban asustados porque tenían que realizar una punción bastante profunda en el vientre para extraer tejido de la placenta. Tengo que dejar de comer de la impresión que me da lo que Adolfo me cuenta. Parece que la imagen en el monitor fue de película: mientras la aguja avanzaba sigilosa atravesando los tejidos, adentrándose en el útero, yo me movía en el sentido opuesto al de la perforación. De hecho, terminé del otro lado del útero. Con esta “anécdota” comprobé mi sospecha sobre lo laxos que pueden ser ciertos protocolos en la planta y certifiqué la inconsciencia de mis viejos (sobre todo, de mi madre). Por último, entendí de dónde venía mi proverbial miedo a las agujas.

Una anotación en el cuaderno que me dejó mi mamá, donde menciona al pasar “el accidente”

Si querés leer la anterior entrega, andá acá.

*Este es un fragmento de En todas partes libros. Esta entrada no incluye la intro o outro que a veces sumo en el newsletter.

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Laura Marajofsky
#LaVidaEnPartes

Observadora y crítica vocacional. Redacción en La Nación y cía. Founder en Mapa de Barmaids & Afines. Consultora creativa. Inquieta profesional.