Los libros enterrados

Laura Marajofsky
#LaVidaEnPartes
Published in
8 min readOct 18, 2020

Capítulo I, entrega V

Apartados Los libros enterrados, Los malos y los buenos, Ánimas y Un affaire, un viaje y dos muertes

Los libros enterrados

Hablando con Adolfo en un bodegón de Colegiales, cerca de donde vivo ahora, me cuenta que hace unos días leyó una nota en Página 12 que le hizo acordar un capítulo de su vida que no recordaba haber escrito. La nota hacía referencia a una pareja que en pleno golpe militar en la Argentina decidió, ante el inminente peligro, enterrar muchos de sus libros para ocultarlos de los militares. Mientras mi viejo me lo contaba recordé el relato que alguna vez ya de grande él mismo me había mencionado: cuando mi mamá y Carlos, el padre de mis hermanos, habían tirado libros “peligrosos” enteros página por página por uno de los inodoros de Pico. Claramente una forma mucho menos efectiva de hacerlos desaparecer. ¿Cuántas otras maneras de deshacerte de libros podés pensar? Fue entonces cuando mi viejo me confesó que el artículo le recordó que en el jardín de Pico también había varios libros enterrados por mi madre y por él. Es misterioso el modo en trabaja la memoria, pero hasta este momento yo pensaba que en ese jardín solo estaba la tumba de Sherlock (mi primer gato) y no mucho más.

Hurgando en la web encontré varios testimonios de gente que había pasado por lo mismo. En Mar del Plata una pareja enterró en un campo un cargamento de libros que dieciocho años después, y olvido mediante, fue desenterrado por los hijos. Antes de exiliarse en 1976 una familia hizo lo mismo, con la diferencia de que ese tesoro permaneció escondido 40 años en el patio de la casa del barrio Villa Belgrano en Córdoba. Y no fue hasta que el Equipo Argentino de Antropología Forense los rescató, que se pudo reconstruir parte de su historia. De la historia.

Sin embargo, a diferencia de otras acciones como quemar, romper o destruir, el hecho de enterrar algo guarda, creo yo, algún sentido de esperanza. Esperanza de que ese algo vea la luz nuevamente en algún otro momento. Casi como si estuvieran armando una cápsula del tiempo, dialogando con generaciones venideras, nuestros viejos jugaron este juego. “Yo siempre pensaba que los iba a recuperar. Enterrarlos, guardarlos y no quemarlos era pensar que los iba a recuperar”, cita una de las notas. La memoria también juega a armar cápsulas del tiempo con nosotros, ocultando o difuminando temporalmente sucesos, que vuelven sin el menor aviso.

En Pico, donde los libros eran queridos tanto como los hijes, hubo de todo, destrucción y entierro. Cada método directamente proporcional al nivel de urgencia o desesperación de cada momento. Ahora imagino con volver dentro algunos años a ese jardín y desenterrarlos yo. Hacer arqueología de mi familia. Aunque creo que escribir es lo más parecido a eso que tengo por el momento.

Los malos y los buenos

De un lado del Atlántico estaba el bloque capitalista integrado por Vale, Nico y Adolfo. Del otro lado, el bloque rojo, que éramos Pablo, Charly y yo. Estos tempranos enfrentamientos simbólicos desencadenarían lo que sería no solo una guerra familiar, sino lo que ahora veo como el fracaso de un modelo educativo en Pico.

Una anécdota clave que marca la forma en que mis hermanos más grandes fueron criados, es aquella de los bandos y la pertenencia. En una de las tantas tertulias que se celebraban en el living de casa y justo antes de acostarnos a los más chicos, unos amigos de mis padres le preguntaron a Charly en qué bando estaba él. Si era de los buenos o de los malos. Ante lo que debe haber sido una mirada cómplice de mis viejos y el resto de la mesa, le explicaron a Charly que los comunistas eran los “buenos” y los capitalistas los “malos”. Fiel a su estima soviética mi hermano mayor se pronunció a favor de los rojos, que además era el color de su equipo de fútbol, Independiente. Él no había elegido a su cuadro por herencia, ni siquiera porque jugara bien al fútbol, sino porque llevaba el color del estandarte comunista. Cuando jugábamos entre corridas y empujones con pistolas hechas de Lego y armábamos los bandos, algunas veces Nico representaba a los EEUU, y otras a países europeos que no estaban en el bloque. Charly, en cambio, siempre a los rusos.

Los motes de “buenos” y “malos” y ese belicismo lúdico durante nuestra infancia, cedería lugar a un simulacro de guerra fría después de lo de mamá, con bandos y represalias. Reconozco en estos relatos iniciáticos lo que sería el germen de un pensamiento extremo en varios de mis hermanos mayores, especialmente en Charly. Pablo y yo también habíamos sido acunados por estas ideas, aunque en menor medida ya que Adolfo, a diferencia del padre de los chicos, era una versión más diluida en lo ideológico. Por eso tampoco hubo de sorprenderse cuando encontró a un Charly de uno seis años amarrando con piolines el picaporte de entrada de la puerta de Pico. La intrincada construcción debía suponer a ojos del niño la manera más certera para mantener a los invasores afuera. Cuando mi viejo le preguntó qué estaba haciendo, Charly contestó: “Es para que los malos no entren a la casa”. Ya había pasado lo peor del golpe de Estado, pero los efectos de la dictadura habían permeabilizado él ánimo en la casa. El padre de los chicos, aparte de intelectual y científico, había militado en algún partido, e inclusive dirigido un grupo de estudios del marxismo para jóvenes universitarios. Allí es donde mi madre y mi tía Miriam, su gran amiga, se conocieron. Por su parte, mi padre nunca tuvo ninguna afiliación política más allá de los discursos anticapitalistas que le gustaba dar en los momentos menos oportunos. Creo que una de las cosas que mantuvo sana y salva a mi vieja durante los peores años de la dictadura fue que estar embarazada la alejó de toda actividad política o pública. Y luego de la muerte de su primer esposo, quedando a cargo de tres niños de 2, 4 y 6 edades respectivamente (mis tres hermanos mayores), esta responsabilidad fue más que suficiente.

Pero cuando el muro comenzó a temblar y los ladrillos a dejarse caer, hubo que encontrar otros lugares donde pararse y mirar el mundo. Los quiebres y desprendimientos se prolongan hasta el día de hoy. Aunque cada vez se sientan más lejanos por el paso del tiempo, de vez en cuando llegan algunos ecos.

Ánimas

Será que todos tenemos pequeñas ánimas dando vueltas por ahí, que nos siguen sin que nos demos cuenta. Ausencias que se hacen tangibles, para bien o para mal, y que nos marcan en varios sentidos. Creo que el padre de los chicos tuvo una impronta muy fuerte en Pico, aún después de su muerte. En las fotos, libros y pertenencias dejadas atrás, en la crianza de mis hermanos, en el trato hacia mi hermana. Tal vez también en mi mamá y su deseo de independencia o de encontrar otro compañero. También en la conflictiva relación entre mi viejo y mi abuela, para quien nadie estaba a la altura de tan mítica figura. Bajo cierta luz, Pico era una casa que se iba llenando, paulatinamente, de ausencias más presentes que nunca.

Un affaire, un viaje y dos muertes

Otra de esas ausencias era mi abuelo materno, el marido de mi abuela Elisa, quien asomaba con unos penetrantes ojos claros desde un portarretratos maltrecho que me traje conmigo cuando ella murió. Nunca lo conocí. La única imagen que hasta hace poco tenía de él era esa. La historia, reconstruida laboriosamente en una entrevista hecha por mi hermano Nicolás con motivo de su tesis para la carrera de historia, cuenta que mi abuela se enamoró de un hombre casado apenas llegó de España, que como tantos otros inmigrantes pobres venían a forjarse una nueva vida acá. Él era algunos años mayor que ella y trabajaba en el ferrocarril. Era un hombre con mucha pinta, inusualmente alto, en contraste con el cuerpo de mi pequeña abuela, y era muy cariñoso. Dicen que tengo los mismos ojos que él. Luego de tener un affaire extramarital con mi abuela, decidió enviarla a Córdoba para que tuviera a mi mamá y después de comprarle un departamento las mantuvo hasta el día de su muerte. Jamás se casaron, pero mi abuelo quiso mucho a mi abuela y crió a mi mamá como si fuera su hija oficial. Pienso que existen muchas similitudes entre la historia de vida de mi mamá, una mina que se consideró moderna –y que en algunos aspectos lo fue–, y mi abuela, una campesina con ideas tradicionales que renegó de su pueblo y sus orígenes para instalarse en este terruño. Ambas se enamoraron de hombres mayores que ellas y vivieron historias prohibidas. Mi abuela, con un hombre casado. Mamá, con un hombre que le llevaba una diferencia de edad significativa, y que además había sido su profesor. A su vez, ambas sufrieron desarraigos afectivos (de sus padres y de sus maridos) que sobrellevaron a fuerza de coraje y determinación. Mi abuela perdió a su madre cuando nació. Mi mamá, a su padre cuando era pequeña. Ambas tuvieron la buena y mala suerte de sobrevivir a sus esposos. Las dos tuvieron que luchar por hacerse un lugar en distintos ámbitos, superando limitaciones propias y obstáculos externos. Aunque mi abuela se ilusionara con la dicha doméstica y mi madre con los logros profesionales –tal vez un poco como reacción pendular a todo lo conocido mientras crecía–, Doña Elisa nunca dejó de intentar ampliar sus horizontes. Siempre contaba cómo había aprendido a leer y escribir sin la ayuda de nadie, cuando ya de grande y habiendo tenido a mi mamá se propuso terminar la primaria. Despertaba mucho amor escucharla contar orgullosa cómo la habían felicitado sus maestros en la escuela nocturna al ver el empeño que ponía por pasar de grado, cosa que logró. Por eso, cuando leía los subtítulos de las películas en inglés que pasaban los domingos a la noche por canal Trece, o los titulares de los dos o tres diarios que se compraban en casa según el día y quedaban acumulados en las sillas de la cocina, lo hacía casi en voz alta. Y todos ya estábamos acostumbrados. Me hubiera gustado haberle dicho más veces lo orgullosa que estaba de ella.

¿Se habrán parado mis viejos a pensar en algunas de estas cosas cuando la desvalorizaban sin darse cuenta?

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*Este es un fragmento de En todas partes libros. Esta entrada no incluye la intro o outro que a veces sumo en el newsletter.

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Laura Marajofsky
#LaVidaEnPartes

Observadora y crítica vocacional. Redacción en La Nación y cía. Founder en Mapa de Barmaids & Afines. Consultora creativa. Inquieta profesional.