¿Nunca viste un muerto?

Laura Marajofsky
#LaVidaEnPartes
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12 min readNov 28, 2020

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Capítulo II, entrega VIII.

Apartados Mundo Tóxico, Cartal desde el hospital y ¿Nunca viste un muerto?

Mi amiga del alma, Rochi,

Mundo tóxico

La palabra cáncer resulta inquietante. Sus orígenes provienen del antiguo griego ya que estos, que tenían tanto conocimiento sobre los tumores como otras civilizaciones antiguas -los egipcios, por ejemplo- hacían una distinción entre afecciones benignas (oncos) y malignas (carcinos). Esta enfermedad, considerada por muchos como “un producto de la modernidad”, no solo parece tener un peso personal y subjetivo (del que la padece), sino también uno cultural (del que lo sufre en sociedad). Hace unos días leí un artículo en The New Yorker titulado “Cancer World” (Mundo Cáncer) que hace un relato muy acertado de lo que implica entrar en este nuevo mundo con reglas diferentes, en donde a partir de una diagnosis inicial, e incluso cuando la prognosis de la enfermedad sea alentadora, lo único en que podés pensar desde el momento en que te dicen que tenés cáncer es en tu muerte. Lo único que sobrevuela los pensamientos de los otros cuando les contás. Como si algún chamán misterioso te hubiera echado una maldición o una adivina resentida hubiera sacado la carta equivocada y no hubiera nada más que hacer.

No puedo imaginar cómo se habrá sentido mi mamá cuando le diagnosticaron por primera vez cáncer de mama en los 90s, cuando el conocimiento sobre el tema era otro y los tratamientos menos avanzados que ahora. Si el diagnóstico hubiera sido más temprano se hubiera evitado la metástasis posterior que contaminaría su cansado cuerpo. En la antigüedad se creía que estos “humores” malignos, este exceso de melancolía, encontraban su causa en aspectos sistémicos: una mala dieta o contextos ambientales desfavorables. En el artículo se cita al médico e historiador Roy Porter quien definió al cáncer como el “mal contemporáneo por excelencia”, y aunque se coquetea levemente con la idea de que pueden haber cuestiones más que genéticas para entender el surgimiento y la expansión de esta condición, no se llega mucho más lejos que hablar nuevamente del estrés, la alimentación, la indolencia, etc. Emmanuel Carrère, en cambio, plantea a través de los personajes de su sufrida novela De vidas ajenas dos posturas contrapuestas; por un lado que hablar de que la enfermedad provenga del estrés o la cabeza es violento e injusto para con el paciente, así como declarar que aquellos que terminan salvándose es porque realmente quieren vivir y lucharon, y los que no se salvan carecieron de valor o motivación. Es cierto que esto último es cruel, y que mucha gente que quiere vivir termina muriendo, y otra que no se esfuerza demasiado se sostiene en una sobrevida inmerecida. Pero creo que lo que Carrère no desagrega del todo es hasta qué punto nuestras motivaciones son cambiantes y no monolíticas, hasta que punto una pulsión de muerte -o la simple desesperanza- pueden verse expresadas en formas menos lineales, evolucionar, cambiar. Tampoco contempla el impacto que el entorno cultural tiene como potenciador o inhibidor de estas fuerzas pujantes que conviven dentro nuestro.

Mi amigo Mati me recomendó este libro que nunca voy a olvidar.

Carrère referencia a Pierre Cazenave y al suizo Fritz Zorn, el primero asume al cáncer como parte de uno, no como un agresor externo sino como algo surgido de la propia entidad física y psíquica, “un enemigo íntimo”… y a veces ni siquiera un enemigo sino más bien un acompañante. ¿Es posible que tengamos que aceptar la enfermedad como algo propio, hacernos cargo, para poder neutralizarla, desarmar la bomba? Parece un movimiento demasiado complejo y arriesgado, una gimnasia casi imposible entre tantos cables de colores y ningún manual de instrucciones. Por su parte, Zorn consideraba a la enfermedad como algo formativo a nivel personal: el cáncer y la terrible cercanía de la muerte pueden funcionar como una especie de señalética identitaria. Quizás sea por eso que Carrère crea un personaje para conciliar ambas posturas, porque resulta tan difícil pronunciarse por alguna. De todas formas, quiero pensar que somos más que nuestras enfermedades y neurosis.

La verdadera neurosis según el autor suizo, quien murió precisamente de cáncer, es no saber quién es uno. Este malestar profundo arraigado en el centro mismo de la persona que impide no solo hacer pie en el presente sino también en el futuro. Pienso en varias personas que conocí sin ese motor vital, deprimidas, medio muertas en vida. En la vida como en el baile, todo movimiento, cada desplazamiento, sale de tu centro. Que no es algo imaginario sino bien real y concreto. Por eso muchas veces he escuchado a profesoras de danza decirles a sus alumnas que trabajen en sus centros ante las caras de desconcierto. Se nota la diferencia entre un bailarín que sabe usar su centro a favor, y uno que no. No sé con exactitud cuánto o cómo la enfermedad marcó la personalidad de mi mamá, lo que sí sé es que si había alguien que no necesitaba trabajar en su centro era ella, y que tal vez por ese motivo le debe haber costado mucho desprenderse de esta vida. Otra frase del libro de Carrère que me queda repiqueteando es, “las personas que luchan mueren más deprisa”.

Trato de hablar con Adolfo para arrancar de él alguna hipótesis de por qué mamá enfermó. Yo tengo algunas dando vueltas pero no me animo a comentarlas mucho en voz alta. No quiero herir sensibilidades. La más sencilla tiene que ver con la contaminación nuclear. Creo que Julia intentó tenerlo todo, una profesión donde pocas lo logran, la gran familia que mis abuelos no le pudieron dar, la casa hermosa que no tuvo creciendo, los amigos incondicionales, el mundo interior, todo. Quizás fue demasiado. Adolfo, en cambio, es más reticente a trazar hipótesis. Descarta de plano que haya podido verse contaminada con el trabajo en la planta y no tiene la fuerza suficiente para dar por tierra con la idea de que la vida familiar o laboral también podría haber sido algo contaminante.

Según los libros de medicina el proceso del cáncer es de lo más particular ya que es el propio cuerpo que comienza a atacarse, generando anormalidades en el material genético de las células que luego proliferan y producen desbalances y mutaciones. Si esto no se corrige pueden pasarse de generación en generación. ¿Qué está pasando cuando nuestro propio cuerpo es el que dice “basta”? Me canso de leer notas y estadísticas que indican que los casos de cáncer (y el surgimiento de nuevas formas de estos) va en aumento en la actualidad. Volviendo al artículo citado, confirmo lo que ya sé. Hay tres formas de tratar el cáncer: sacarlo quirúrgicamente, quemarlo con radiación controlada o envenenar el tumor suministrando dosis de químicos citotóxicos que anulen las células anormales sin producir daño a las que están sanas y funcionan bien. También se pueden combinar cualquiera de estos tres enfoques. Mi mamá recibió el primero, que era el más tradicional en esa época. Hoy en día es más común en tratamientos de avanzada y según el tipo de cáncer, el suministro puntual de drogas con la mira en las células dañadas. Lo que se advierte es, sin embargo, que podemos convertirnos en nuestros peores enemigos y no ya en un sentido figurado sino biológico: el cuerpo puede enfermarse con la supuesta cura. Quizás el artículo debería llamarse “Mundo tóxico” en vez de “Mundo Cáncer”.

¿Cómo atacamos al enemigo cuando no tiene una entidad clara? Como un juego de escondidas con la luz apagada mientras la abuela duerme, en el que tanteamos los objetos del cuarto para reconstruir mentalmente dónde está cada cosa y cómo es el espacio. “El cáncer es una enfermedad de forma cambiante de colosal diversidad, que en algún punto fue reconnotada como una entidad individual, monolítica”, se queja el oncólogo Siddhartha Mukherjee. Cuando el enemigo no se identifica, terminamos haciéndolo nosotros, algunas veces fallando en el intento. Otras generando visiones pendulares, guerras imaginarias. Creamos el enemigo que queremos porque es el que podemos combatir. En casa, la guerra contra el cáncer terminó teniendo mucho más en común de lo que creíamos con la guerra fría familiar que se avecinaba.

Carta desde el hospital

Era de esperarse que el carácter de mi mamá no cambiara y que su testarudez no mermara con la enfermedad. Por eso las últimas semanas en el hospital Güemes se dedicó a organizar todo tipo de cuestiones. Apuesto que su cabeza debía estar llena de listas de tareas por realizar, algunas que simplemente tendría que resignarse a no terminar. Preparativos que dejar, encargos para mi viejo, adioses a queridos amigos y besos que repartir entre sus hijos. Como una generala organizando con anticipación a las tropas antes de la retirada. Sé también que escribió varias cartas desde su cama del hospital. Algunas llegaban a casa para Pablo y otras para mí. Me pregunto por qué se había tomado esa costumbre de escribirnos cuando podíamos ir a verla, si bien al final íbamos menos. Calculo que algunas cosas es más fácil decirlas en papel. En estas cartas nos instaba a portarnos bien, a hacerle caso a Adolfo (tal vez compadeciéndose por adelantado de él), a que escucháramos a nuestros hermanos, a no descuidar los deberes. Lo usual. Sin embargo, de vez en cuando se le escapan comentarios que expresaban advertencias a futuro –ya previendo no estar para hacerlo en persona– o frases que denotaban un anhelo velado por estar presente en las vidas que seguirían después de la suya, con todo lo que iba a perderse.

Esta es la última carta que recibí de ella, escrita de puño y letra, con una esquina rasgada que hace que los primeros seis renglones se lean incompletos, aunque se puede adivinar la oración por contexto. Después de la firma hay un pequeño dibujo de una florcita y un ratoncito hechos a mano. Siempre le gustó dibujar. Es una carta triste y sorprendentemente esperanzada a la vez. Lo que no logro descifrar es si lo que la hace triste es precisamente que había esperanza en ella. Unas semanas después sus peores augurios se habrían cumplido. A veces pienso que si hubiera tenido más tiempo nos habría grabado videos para mantener charlas imaginarias con nuestros yo del futuro y aconsejarnos y regañarnos un poco, como era su forma de querernos, que todos lo sabíamos.

Hospital, 21 de febrero de 1993

Amada Lau!

Te extraño un montón y sufro por no poder estar cerca de ti. Me da una pena infinita no poder haberte dado unas buenas vacaciones. Te prometo hacer del resto del año, si las fuerzas me ayudan, una bonita vacación y hacer cosas que nos hagan felices. Voy mejorando poco a poco, hay que tener paciencia y fuerza. Todo fue más despacio de lo previsto. No siempre nos salen las cosas como queremos. Amor mío! No tengas miedos, y si los tenés habláme de ellos. Eso ayuda. Portate tratando siempre de ayudar y de no aumentar la pelea. Cuidá tu aseo y no discutas inútilmente con la abuela o con Pablo.

Me acuerdo de muchos momentos vividos y me sonrío. Te quiero mucho y tus ojitos verdes son un consuelo para mi pena. Respirá el buen airecito del fin del verano y preparate para trabajar duro este año. Te mando un beso en cada ojito y en la nariz, y en la colita, y sobre tu dulce corazoncito.

Mamá.

Un de las cartas que Julia hizo desde el Hospital para sus hijos

¿Nunca viste un muerto?

Era temprano en la mañana, mi viejo entró llorando a mi cuarto para despertarme, no se le entendía nada de lo que decía. Quizás era porque estaba muy dormida, o tal vez porque la conmoción no lo dejaba articular palabras con sentido. Cuando me paré y fui al baño de azulejos amarillos, mi abuela estaba sentada en el inodoro llorando. Había dos baños en esa parte de la casa, uno pequeño con azulejos verde agua que usaba únicamente mi abuela, y otro comunitario, de color amarillo que usábamos todos los demás habitantes del piso. A Pablo todavía no lo habían despertado. La casa se retorció del malestar. Todos intuíamos que era inminente pero igual, cuando pasan estas cosas, no dejás de sorprenderte. Nos hicieron vestir y comer algo mientras mis hermanos mayores organizaban todo. Se empezaba a adivinar la inutilidad y la parálisis de Adolfo. Pronto empezaría a sonar el teléfono y ya no pararía durante ese día. Después de eso todo es difuso. Tenía 10 años y la memoria, sabiamente, falla. Por otro lado, para los que se preguntan qué pasa por la cabeza de una nena que sabe que su mamá se va a morir, la respuesta es simple: tratar de aferrarse a lo que queda, los últimos días y momentos para estar con ella, mientras se espera con cierta fantasía entendible que de repente todo mágicamente mejore. Levantarse un día y que ya no haya más cáncer y esa mamá vuelva a tener la vitalidad que supo tener, que no duela el cuerpo y haya que hablar pausado; y, sobre todo, nada de tener que esperar para hacer las cosas que uno tiene ganas. En cuanto a los recuerdos, lo que no he podido erradicar del todo fue el velatorio. Mi abuela, cristiana y, sobre todo dependiente del hábito de ir a llorar a los muertos a un lugar específico, había insistido en no cremar el cuerpo, que es lo que mi vieja decía que imaginaba para su final: “Tiren mis cenizas al mar”. El mar que le gustaba tanto. Así fue que se organizó un velatorio –horrible costumbre si las hay– donde todos lloraron en torno al ataúd al unísono y sin pausa. Pero no solo eso, sino que nos obligaron a Pau y a mí a ir. Pese a mi clara negativa se me instó a que caminara hacia el centro del salón. Antes había estado aferrada al marco de la puerta con cierta intensidad, mirando a la gente entrar y salir. Algunos me tocaban la cabeza compasivamente o me daban un beso en la mejilla, otros se agachaban y me abrazaban llorando desconsoladamente. Incluso personas que jamás había visto o que no recordaba que fueran amigas de la familia. Por último, estaban los que intentaban distraerme con conversación. Eran los menos.

Lo peor vino cuando la mamá de mi mejor amiga, Rocío, me agarró cual sacerdotisa mística que sabe lo que hace y me llevó medio a rastras hasta la mitad del salón de la casa velatoria. Yo no quería saber nada y el espectáculo en frente mío no ayudaba: mi abuela aferrada al cajón, llorando y emitiendo extraños sonidos guturales. No tengo registro de dónde estaba Pablo o si había sufrido la misma suerte que yo. Tampoco ubicaba a mis otros hermanos o a mi viejo. Lo que sí registré en ese momento fue la mano de mi amiga enroscarse entre mis dedos, con mirada cómplice y piadosa a la vez, dispuesta a enfrentar el terror conmigo. Así fue ese día y así ha sido en distintas etapas de nuestras vidas con mi amiga Rochi, de cerca y a la distancia, a través de crisis familiares, viajes, un embarazo no buscado y la maternidad solitaria de ella, logros profesionales y despechos románticos, con una incondicionalidad tal que es fácil dar por sentada.

“¿Nunca viste un muerto?” No, yo nunca lo había visto. Igual tampoco llegué a verlo del todo porque mis reflejos fueron más fuertes y solo vi una parte del rostro de mi mamá emergiendo del ataúd. Con eso bastó para confirmar mis instintos. Al entierro no pudieron obligarme a ir, no me quise bajar del coche. Durante un buen tiempo y conforme pasaban los aniversarios tampoco visité su tumba. Jamás les voy a perdonar que la última imagen de ella haya sido esa. Tampoco entiendo del todo el sentido de recordar a alguien yendo a un cementerio. Para demostrar que no se trataba de una negación con el hecho mismo o un trauma especifico con los cementerios, sino simplemente una manera personal de elegir recordar y preservar, intenté varias veces visitar su tumba. Lo increíble es que siempre pasaba algo que lo impedía. O me atrasaba y llegaba tarde al encuentro de quienes se suponía me iban a llevar, o de repente me empezaba a sentir mal. Ya de grande decidí ir con la novia de mi hermano Charly, Sol, con quien yo tenía una excelente relación, casi de hermanas. Fue tal nuestra mala suerte que no solo no encontramos la parcela –Chacarita es un lugar verdaderamente mal señalizado–, sino que al entrar casi sobre la hora de cierre nos quedamos encerradas en el cementerio. Con el transcurso de los años tomé estas cosas como señales y desistí a la absurda tarea de conocer su tumba. Nunca había necesitado de ella para pensarla u olvidarla y no iba a empezar ahora.

Cuando decidí ir por mi cuenta, con genuinas ganas, me encontré con la voz escéptica de mi hermana Valeria del otro lado del teléfono explicándome que ya no iba a ser posible. Luego de un período de tiempo los cuerpos se retiran y creman para hacer lugar a los recién llegados. Supongo que finalmente le habían concedido su deseo, en algún mar imaginario.

Si querés leer la anterior entrega, andá acá.

*Este es un fragmento de En todas partes libros. Esta entrada no incluye la intro o outro que a veces sumo en el newsletter.

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Laura Marajofsky
#LaVidaEnPartes

Observadora y crítica vocacional. Redacción en La Nación y cía. Founder en Mapa de Barmaids & Afines. Consultora creativa. Inquieta profesional.