Un abandono prematuro

Laura Marajofsky
#LaVidaEnPartes
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10 min readMar 8, 2021

Capítulo III, entrega XII. Apartados Un abandono prematuro y Planeta Charly

Mi papá haciendo locuras con su cámara analógica en los 70s

Una chica morocha y flacucha de nariz aguileña llora desconsoladamente sentada en una mesa. Frente a ella, un pelirrojo de cara redondeada con muchas pecas intenta animarla en vano. Cada cosa que dice parece alterarla más. La mesa está cubierta de húmedos bollitos blancos. Son las servilletas de papel finito que tienen en esos cafés viejos, en los que las opciones para el desayuno son solo dos, se sirve vino de la casa en damajuana y el televisor siempre está sintonizado en el mismo canal mientras el mozo se peina el jopo hacia atrás con gomina.

Esta es la imagen que se me viene a la cabeza cuando pienso en el momento en que Adolfo le contó a mi tía Nora que se casaba, en un café a la vuelta de su trabajo, pleno microcentro, un jueves cualquiera. Sería el primer y único matrimonio de mi papá, ya que con mi mamá nunca se casó. La mujer en cuestión se llamaba Inés y se divorciaron al poco tiempo, sin ningún hijo. Las lágrimas de mi tía no eran de alegría, sino de desesperación, porque su hermano, el único que la comprendía, se iba de la casa y ella tendría que quedarse con el viejo. Hasta entonces Adolfo se había hecho cargo de llevar el sustento al hogar y de criar a su hermana menor luego de la muerte de mi abuela Helena, ante la incapacidad de mi hipocondríaco abuelo. Isaac había soñado primero con convertirse en pianista y luego en poeta, pero había terminado amargado luego de darse cuenta de que nunca tendría éxito. Al parecer mi bisabuela le había metido en la cabeza que era buen escritor y todas esas láminas vetustas escritas a mano que encontramos una vuelta en el garage de Pico y que Adolfo me pidió que fotografiase eran testimonio de ese intento fallido. Poemas del abuelo que se habían convertido en cuadros para ser colgados vaya a saber uno en qué pared. Luego de intentar vivir infructuosamente de la renta de un tío lejano de mi papá que nunca conocí, tuvieron que resignarse a un pasar mucho más modesto, lejos de la ideas de grandeza de mi abuelo.

La pobreza era pronunciada, motivo por el cual mi viejo empezó a trabajar desde tan chico. Según me contaban un verano en una reunión improvisada en torno al mate, los recursos eran tan escasos que hasta tener un reloj despertador era considerado un lujo. Por eso mi viejo se despertaba a la luz del alba y se fijaba la hora con el escaparate de uno de los locales de Avenida del Tejar, donde vivieron durante casi toda la secundaria de mi tía Nora. Las rutinas estaban claramente establecidas: mi viejo tenía que levantarse, ir a la facultad y luego a trabajar, haciendo una travesía que consistía en ir a estudiar, volver al almorzar y luego encarar para la oficina en la otra punta de la ciudad; el tío cocinaba, los chicos lavaban los platos y el viejo Isaac sacaba la basura. Otra familia tratando de arreglárselas sin la matriarca.

El inminente matrimonio de mi papá fue en este caso un pasaje a la libertad antes que un rito de pasaje hacia la adultez, y le permitió a Adolfo mudarse a un departamento con Inés, una psicoanalista delgada y medio hippie que llevaba el pelo corto (como se usaba en esa época), consumía flores de Bach y políticamente correcta en todo sentido. Ella estaba abocada a tener hijos. Mi papá, no tanto. Años más tarde, cuando mi viejo volviera a formar pareja con ella después de la muerte de mi mamá, Inés intentaría el fútil ejercicio de la maternidad con nosotros, sin resultados muy alentadores. Así y todo era una buena mina que quería mucho a mi viejo y que se encariñó bastante con nosotros. Fue más una manera de sentirse acompañado y un intento de darnos una madre sustituta, que la oportunidad de un love affair de mediana edad que lo rejuveneciera. Por el lado de mi tía no era difícil prever las consecuencias de esta huida prematura: ella se quedaría sola en esa casona, que ya antes se había hecho un poco más grande con la muerte de su propia madre, y que ahora crecería todavía un poco más. Con parte del secundario por delante carecía de la independencia necesaria para emanciparse. Una tía postiza y unas primas lejanas, únicas presencias femeninas en la vida de mi tía Nora, aliviaban la carga diaria con salidas al cine, los ocasionales bailes y paseos por el campo de otro de los tíos pelirrojos (el gen colorado se había pasado desde mi abuela Helena y algunos de sus hermanos a mi papá). Una distracción escasa pero necesaria.

Ahora que lo pienso no es extraño que yo tenga cierto escepticismo respecto de la durabilidad de las relaciones. Los matrimonios de mis abuelos fueron todos complicados, cada uno a su manera. El primer matrimonio de Adolfo, en el mejor de los casos, fue más bien escenográfico; y la relación de mi mamá con el padre de mis hermanos fue una relación compleja que comenzó con la admiración entre alumna y profesor -más que un romance entre iguales- y terminó de manera abrupta. Si bien sé que mis viejos se querían mucho, no sé si estuvieron enamorados. Por otro lado, ¿qué es estar enamorado? Cuando era chica pensaba que era llevarle rosas a tu pareja y ese tipo de pequeños actos de cursilería que nos venden desde que tenemos uso de razón. Los papás de mi mejor amiga Rocío tenían, a mis ojos, el matrimonio perfecto: bancarios -lo más cercano a ser “millonario” para alguien a esa edad-, jóvenes, con una casa linda, vacaciones en Disneyworld, coche 0km y un perro. Una de las tantas tardes que estaba en lo de Rochi lo ví llegar a su papá con un puñado de rosas rojas para su mamá, como en las películas románticas de Hollywood que a mí me gustaba ver en ese entonces. No se trataba de ninguna ocasión en particular, ni un cumpleaños o un aniversario. Solo porque sí. Evidentemente, ese acto desinteresado me debe haber conmovido porque al poco tiempo estaba intentando, inútilmente, que Adolfo reprodujera el mismo detalle con mi mamá.

La idea de romanticismo según Adolfo pasaba por ir al cine o al teatro de vez en cuando (programas cuya verdadera autora intelectual era mamá), o salir a cenar a algún restaurante medio pelo, siempre con descuento. Mi mamá, en cambio, canalizaba todo su amor en la cocina y la comida era su forma de decir que le importabas. Eso, en definitiva, creo que era lo que ambos más disfrutaban: ella cocinaba, el comía. Las rosas eran muy caras, por lo tanto mi mamá se tuvo que conformar con unas flores tipo margaritas de varios colores que mi viejo entregaría como quien entrega un paquete en el correo, ante el disgusto de mamá por haber llegado tarde y encima haber olvidado hacer las compras. Bajar todas las bolsas del supermercado del auto de un tirón, comprar más de dos diarios para el desayuno para que todos leyeran sin pelearse según inclinación política, llevarla a sus clases de teatro -y esperarla siempre tomando un café-, hacerla reír, sacarle fotos en las que ella se sentía hermosa; esos eran los gestos más románticos de los cuales mi viejo era capaz. Quizás para ella el mayor gesto de Adolfo había consistido en el hecho de acercarse a una madre soltera, recientemente enviudada, con tres hijos chicos, y cuidarla y acompañarla. De más grande entendí que las flores habían sido una mala idea, que cada pareja es feliz o infeliz a su manera -parafraseando a un ruso célebre- y que el amor puede encontrar formas más terrenales pero no por eso menos significativas de manifestarse. Al poco tiempo los papás de Rochi se separaron. Ya casi no se hablaban y se peleaban seguido. El se mudó a un departamento de soltero con parrilla en el último piso de un edificio moderno cerca de mi viejo depto y vendió el 0km.

Planeta Charly

Nunca hubiera considerado la idea de ir a un taller de literatura si no hubiera sido porque mi amigo Matías, quien lo dirigía junto a otro amigo de él, Denis, me insistió mucho. Gracias a eso conocí a un hermoso grupo de inadaptados y comencé a darle un espacio a la escritura por fuera de mi trabajo que nunca había tenido. El cambio no se dio sin algo de resistencia, ya que no sabía qué escribir si no era un ensayo o un artículo. Despojada de mis prejuicios gracias a un simple ejercicio para pensar guiones, mi mano se fue destrabando y ya no paré. Pero en verdad debería decir que Mati antes de ser amigo mío fue muy amigo de mi hermano Charly. Ambos, hinchas de Independiente, se conocieron yendo a la cancha un domingo cualquiera. Al parecer Mati estaba más perdido que turco en la neblina y cuando se acercó a un flaco desgarbado y pelilargo con pantalones de jean cortados y con agujeros para preguntarle por la parada del colectivo, mi hermano le preguntó a dónde iba. Cuando se dieron cuenta que ambos iban al mismo destino -para el lado de Avellaneda donde está la cancha de Independiente- mi hermano le propuso que fueran juntos. Ese fue el primero de los muchos domingos que compartieron yendo a la cancha a ver “al Rojo”, asados con amigos, reuniones, cumpleaños, vacaciones, corridas de la yuta y más. Mati siempre cuenta esta historia de cómo se conoció con Charly cuando hablamos de cómo nos conocimos nosotros. Supongo que esa historia ya es parte de la nuestra también. Creo que además es representativa de la facilidad que mi hermano tenía para convencerte de ir con él, a donde sea que fuera.

Desde que tengo memoria la gente quería estar con él. Tenía una tendencia natural a atraer personas, armar grupos y hasta hace unos años, a mantenerlos. Se podría decir, como dicen los libros de autoayuda, que era un “líder natural”. Pero también sucedía que esa fuerza de gravedad que te mantenía gravitando en torno a él y sus proyectos, rápidamente podía ceder y expulsarte fuera de la órbita de su planeta si decidías no ir en la misma dirección. Y no era algo que sucediera lentamente, sino más bien todo lo contrario. De un día a otro podías ser exiliado del sistema solar. Al comienzo no eran movimientos ni tan notorios ni tan bruscos, pero conforme fue pasando el tiempo se hizo evidente lo que algunos ya advertían: el carácter autoritario y absolutista de mi hermano. Con el paso de los años mi hermano Pau y yo nos dimos cuenta también que de tanto en tanto perdíamos algún amigo o nos distanciábamos de ciertos grupos, como si las diferencias naturales acuñadas por el tiempo o la distancia fueran las responsables. Y a veces era eso, pero otras era la sutil influencia de Charly en nosotros. Toda persona que no le cerrara por algún motivo era alejada sistemáticamente con alguna excusa. Esas explicaciones a veces eran tomadas como propias y otras eran aceptadas sin mucho cuestionamiento.

Sin embargo, cuando las trampas conceptuales y dialécticas ya no le sirvieron como escudo ante el mundo, y la ilusión de control comenzó a ceder, todo se fue resquebrajando. O tal vez fue que crecimos. Es cierto que todo era tibio y seguro ahí y que me partió el corazón verlo convertirse en alguien cada vez más encerrado y solitario. Desde su organización había podido construir un mundo que él controlaba y en el que todas sus necesidades creativas, productivas, de socialización y hasta básicas, se veían cubiertas. Pero que también era un mundo asfixiante, demandante, absoluto. Como cuando Pablo y yo éramos chicos y jugábamos tardes enteras creando ciudades de Playmobyl que manejábamos, él se entretenía cambiando gente como fichas. En otras ocasiones daba la impresión era la gente la que inventaba excusas para alejarse de él -aunque al final era fácil encontrar algo para discrepar. La pelea de mis dos hermanos, el primer quiebre visible del grupo (y de la unidad de mis hermanos mayores) fue a través de una diferencia entre Charly y la novia de Nico. Ambos estaban en una organización estudiantil que Charly y otra gente de Exactas habían formado. Había tomado a Nico bajo su ala y al comienzo todo era camaradería y complicidad. Pero cuando mediante una serie de incidentes su autoridad se vió cuestionada, Charly hizo lo que mejor sabía hacer: cerrar filas y dejarte afuera. Sin miramientos, los expulsó del grupo junto con los otros, a su modo de ver, traidores. Independientemente de cómo fue la situación puntual, que no recuerdo bien porque era chica, lo cierto es que era difícil que las cosas con mi hermano no tomaran un cariz bélico. Éramos fichas rojas en su tablero de TEG.

La mística de la organización, que en un principio había sido creada para cuestionar y pensar el mundo que nos rodeaba, fue decayendo con el tiempo. La crítica era una herramienta válida, casi glorificada, en tanto no se utilizara para criticarlo a él. Parecía poco probable poder cambiar nada del mundo si uno no podía intentar cambiarse a sí mismo.

Salir de la organización, a la que muchos de mis amigos de entonces -para mi disgusto- le decían “la secta”, fue empezar de nuevo desde cero. Sin red de contención, pero con un hambre imparable. Si en algo había triunfado mi hermano fue en hacernos resilientes y capaces, aunque nunca antes lo hubiéramos podido testear realmente ya que vivíamos y trabajábamos bajo su ala. Quizás su mayor fracaso, fue intentar hacernos creer que la vida no podía crecer y multiplicarse en otros rincones del universo.

Poco antes de dejar mi trabajo recuerdo estar charlando con Mati una tarde y que entre otros comentarios me dijera algo que se quedó conmigo desde entonces. “Qué monstruitos salieron de esa casa”. Era cierto, éramos unos monstruitos, solo que algunos pudimos lidiar mejor con eso que otros.

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*Este es un fragmento de En todas partes libros. Esta entrada no incluye la intro o outro que a veces sumo en el newsletter.

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Laura Marajofsky
#LaVidaEnPartes

Observadora y crítica vocacional. Redacción en La Nación y cía. Founder en Mapa de Barmaids & Afines. Consultora creativa. Inquieta profesional.