100 años del nacimiento de Jack Kerouac

Adriana Santa Cruz
Sitio Leedor
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6 min readMar 12, 2022

Hoy se cumplen cien años del nacimiento de Jack Kerouac (1922–1969), un escritor norteamericano, admirador de Jack London, Fiódor Dostoievski y James Joyce. La publicación de su novela En el camino (1957) lo transformó en el portavoz de la Generación beat que también incluía a Allen Ginsberg, Gregory Corso, William Burroughs, Neal Cassady, Lawrence Ferlinghetti y Gary Snyder.

En el Camino no solo influyó en los beatniks, sino que el espíritu del libro está presente en varias generaciones posteriores a través de algunos temas y motivos como la huida de uno mismo, la vida improvisada, nómade y al margen de las convenciones, y el viajar.

La literatura de Kerouac refleja los deseos, la esperanza, pero también la desilusión y el desconcierto de la generación norteamericana posterior a la Segunda Guerra Mundial, entre mediados de los 40 y toda la década de los 50. Dentro de un sistema social conformista, rígido y conservador, la prosa del autor es literatura políticamente incorrecta. Su kickwriting o prosa espontánea tenía como regla justamente no tener reglas; era cruda, visceral, sincera y, por supuesto, autobiográfica.

Otras obras de Kerouac son Visiones de Gerard, Angeles de Desolación, Visiones de Cody, Satori en París, La Vanidad de los Duluoz y Los Subterráneos, entre otras.

En el camino (fragmentos)

“La última vez que vi a Dean fue en unas circunstancias tristes y extrañas. Remi Boncoeur había llegado a Nueva York después de haber dado varias veces la vuelta al mundo en distintos barcos. Yo quería que conociese a Dean. Se conocieron pero Dean ya no podía hablar y no dijo nada, y Remi acabó yéndose a otra parte. Había sacado entradas para el concierto de Duke Ellington en el Metropolitan Opera e insistió para que Laura y yo fuéramos con él y su novia. Remi había engordado y estaba algo más triste, pero todavía conservaba sus modales de caballero y quería hacer las cosas del modo correcto, según recalcaba. Consiguió que su agente nos llevara al concierto en un cadillac. Era una fría noche de invierno. El cadillac estaba aparcado y listo para arrancar. Dean estaba junto a las ventanillas con su bolsa y dispuesto a dirigirse a la estación de Pennsylvania y atravesar el país.
— Adiós, Dean — le dije — . No sabes cuánto siento tener que ir al concierto.
— ¿No podría ir con vosotros hasta la calle Cuarenta? — me susurró — . Me gustaría estar contigo el mayor tiempo posible, y además hace un frío terrible en este Nueva York…
Hablé en voz baja con Remi. No, no quería. Le gustaba yo pero no le gustaban todos mis estúpidos amigos. No quería que volviera a estropearle la velada como había hecho en 1947 en el Alfred’s de San Francisco con Roland Major.
— ¡Absolutamente imposible, Sal! — ¡Pobre Remi! Llevaba una corbata especial que había preparado para ese día; tenía dibujada una copia de las entradas del concierto y los nombres de Sal, Laura, Remi y Vicki, su novia, además de una serie de chistes sin gracia y algunos de sus dichos favoritos como: «No se puede enseñar una nueva canción al viejo profesor».
Así que Dean no pudo venir con nosotros y lo único que pude hacer fue sentarme en la parte de atrás del cadillac y decirle adiós con la mano. El agente que conducía tampoco quería nada con Dean. Y el pobre Dean, enfundado en el apolillado abrigo que había traído especialmente para las gélidas temperaturas del Este, se alejó caminando solo, y mi última visión suya fue cuando dobló la esquina de la Séptima Avenida, mirando hacia delante, y lanzado de nuevo a la acción. Mi pequeña y queridísima Laura, a quien se lo había contado todo de Dean, casi se echó a llorar.
— ¡Oh, no podemos dejarle que se vaya así! ¿Qué podríamos hacer?
«Se ha marchado el viejo Dean», pensé y luego dije en voz alta:
— No te preocupes, sabrá arreglárselas.
Y seguimos hacia aquel triste y repugnante concierto al que no me apetecía nada ir y todo el tiempo estuve pensando en Dean y en cómo se subiría al tren y recorrería una vez más cinco mil kilómetros sobre este terrible país y nunca llegué a saber por qué se había presentado en Nueva York, excepto para verme.
Así, en esta América, cuando se pone el sol y me siento en el viejo y destrozado malecón contemplando los vastos, vastísimos cielos de Nueva Jersey y se mete en mi interior toda esa tierra descarnada que se recoge en una enorme ola precipitándose sobre la Costa Oeste, y todas esas carreteras que van hacia allí, y toda la gente que sueña en esa inmensidad, y sé que en Iowa ahora deben estar llorando los niños en la tierra donde se deja a los niños llorar, y esta noche saldrán las estrellas (¿no sabéis que Dios es el osito Pooh?), y la estrella de la tarde dedicará sus mejores destellos a la pradera justo antes de que sea totalmente de noche, esa noche que es una bendición para la tierra, que oscurece los ríos, se traga las cumbres y envuelve la orilla del final, y nadie, nadie sabe lo que le va a pasar a nadie excepto que todos seguirán desamparados y haciéndose viejos, pienso en Dean Moriarty, y hasta pienso en el viejo Dean Moriarty, ese padre al que nunca encontramos, sí, pienso en Dean Moriarty”.

“…Y así fue como realmente se inició toda mi experiencia en la carretera, y las cosas que pasaron son demasiado fantásticas para no contarlas.
Sí, y no se trataba sólo de que yo fuera escritor y necesitara nuevas experiencias por lo que quería conocer a Dean más a fondo, ni de que mi vida alrededor del campus de la universidad hubiera llegado al final de su ciclo y estaba embotada, sino de que, en cierto modo, y a pesar de la diferencia de nuestros caracteres, me recordaba algo a un hermano perdido hace tiempo; la visión de su anguloso rostro sufriente con las largas patillas y el estirado cuello musculoso me recordaba mi niñez en los descampados y charcas y orillas del río de Paterson y el Passaic. La sucia ropa de trabajo le sentaba tan bien, que uno pensaba que algo así no se podía adquirir en el mejor sastre a medida, sino en el Sastre Natural de la Alegría Natural, como la que Dean tenía en pleno esfuerzo. Y en su animado modo de hablar yo volvía a oír las voces de viejos compañeros y hermanos debajo del puente, entre las motocicletas, junto a la ropa tendida del vecindario y los adormilados porches donde por la tarde los chicos tocaban la guitarra mientras sus hermanos mayores trabajaban en el aserradero. Todos mis demás amigos actuales eran «intelectuales»: Chad, el antropólogo nietzscheano; Carlo Marx y su constante conversación seria en voz baja de surrealista chalado; el viejo Bull Lee y su constante hablar criticándolo todo… o aquellos escurridizos criminales como Elmer Hassel, con su expresión de burla tan hip; Jane Lee, lo mismo, desparramada sobre la colcha oriental de su cama, husmeando en el New Yorker. Pero la inteligencia de Dean era tan auténtica y brillante y completa, y además carecía del tedioso intelectualismo de la de todos los demás. Y su «criminalidad» no era nada arisca ni despreciativa; era una afirmación salvaje de explosiva alegría Americana; era el Oeste, el viento del Oeste, una oda procedente de las Praderas, algo nuevo, profetizado hace mucho, venido de muy lejos (sólo robaba coches para divertirse paseando). Además, todos mis amigos neoyorquinos estaban en la posición negativa de pesadilla de combatir la sociedad y exponer sus aburridos motivos librescos o políticos o psicoanalíticos, y Dean se limitaba a desplazarse por la sociedad, ávido de pan y de amor; no le importaba que fuera de un modo o de otro:
— Mientras pueda ligarme una chica guapa con un agujerito entre las piernas… mientras podamos comer, tío. ¿Me oyes? Tengo hambre. Me muero de hambre, ¡vamos a comer ahora mismo! — y, pasara lo que pasara, había que salir corriendo a comer, como dice en el Eclesiastés, «donde está tu lugar bajo el sol».
Un pariente occidental del sol, ése era Dean. Aunque mi tía me avisó de que podía meterme en líos, escuché una nueva llamada y vi un nuevo horizonte, y en mi juventud lo creí; y aunque tuviera unos pocos problemas e incluso Dean pudiera rechazarme como amigo, dejándome tirado, como haría más tarde, en cunetas y lechos de enfermo, ¿qué importaba eso? Yo era un joven escritor y quería viajar.
Sabía que durante el camino habría chicas, visiones, de todo; sí, en algún lugar del camino me entregarían la perla”.

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Adriana Santa Cruz
Sitio Leedor

Profesora y Licenciada en Letras, redactora y gestora cultural