Oh, Bellas Artes, ¿a quién tendré que servir ahora?

Csaba Herke
Sitio Leedor
Published in
14 min readJun 10, 2024

Obturar la sensación de angustia metafísica de un domingo a la tarde es toda una tarea. Muchos lo logran a fuerza de opíparas comilonas familiares cuya consecuente modorra funciona de barrera ontológica, al desdibujar en una patética letanía el pasar de esas horas; lo que se diría, un nutricio atajo seguido de la tan consabida siesta, en cuya ausencia uno puede entregarse también a las más innobles tareas, como ser la de ver aquellas películas que ante cualquier otra ocupación, sea ésta la más vácua, jamás estaría predispuesto para tal tarea. Es cierto que los paseos seguidos de café y dulce durante las tardes, son un reemplazo posible; en definitiva, en ausencia de Dios, bienvenidos son los postres para olvidar semejante soledad.

Es en este contexto que vi Mi mejor obra, pero también es cierto que para ello tuvo que mediar el pedido de un amigo de andanzas de cafés, tardes de comentarios políticos o chimentos universitarios entre las pocas cosas que pueden ser tema de conversación en la Bs As de estos últimos diez años, también es cierto que por similar motivo, y bajo el mismo pedido había visto El ciudadano ilustre.

Los directores de películas, sean éstos buenos, malos o pésimos; más allá de su ideología, tienen la particular propiedad (para mí) de funcionar como un símil de opioide: una vez expuesta la mente a una de sus obras, las preguntas que suscitan se vuelven maliciosa necesidad, ¿Qué me quieren decir con esto? ¿Estaré en lo correcto en mi análisis? ¿Puedo verificar con este nuevo trabajo todo lo que antes dije sobre el autor? ¿evoluciona? ¿cambia? ¿qué relación tiene con la época, su momento político?.

Preguntas fatales todas ellas, el zorro no muere por ignorante sino por curioso; ya que la experiencia indica que, al final del camino, exponer la mente a ciertos productos audiovisuales solo tiene como resultado el de conferir automaltrato a la mente y ojos; con el consiguiente peligro de inundar de azúcar y grasas saturadas el organismo; de subordinarla a un tedio mortal, inundar de culpa la conciencia por perder el tiempo en films que una y otra vez resultan, en la repetición maníaca de clichés, tropos vacíos y burdos, sean o no reaccionarios; siempre (por supuesto) creyendo (en el mejor de los casos) aportar al mundo alguna historia de interés.

Si bien sabemos que toda categoría es subjetiva y que reducir a ellas las producciones culturales es un error, no podemos sino partir de los mismos como primera aproximación de un estudio, el requerimiento de enfrentar cada obra con una mente “vacía”, es decir dejarse asombrar por la obra sin más, es una determinación que se demostró falaz ya en el S.VIII, pero hagamos un poco de historia.

Para esto debemos retrotraernos a las discusiones entre neoplatónicos y neoaristotélicos cuyo carácter teórico (veremos ahora de qué se trata esto) conflicto que se suele reducir en los manuales al problema de la salvación del alma y, si bien es en parte cierto, adolece de eludir el análisis material sobre las condiciones objetivas y subjetivas que hacen posible dicha discusión.

Me atrevo a volver a afirmar algo que ahora parece sonar antiguo y es que dicha discusión oculta un problema ideológico que en definitiva resulta de las sutilezas (o no) en diferentes cosmogonías resultado del punto de observación en que cada individuo se halla. Los adalides de la idea de que en la antigüedad había un solo paradigma equivocan sus análisis al creer que uno de los resultados del posmodernismo consta en haberlo fragmentado; el mito de que lo originario es simple y que el aumento de complejidad en el tiempo, resultado particionando algún supuesto paradigma único, hegemónico y totalizante. Esto es falso en tanto que la discusión entre el neoplatonismo y el neo aristotelismo, resultaban éstas en cosmogonías diferentes, o sea distintos paradigmas, reflejando incipientes luchas sociales que resultaban incluso en quienes sostenían económicamente tal o cual universidad. Desde un punto de vista físico, la primera, o seal la escolástica, tiene como consecuencia un universo lleno y continuo, obviamente un mundo lleno de un Dios que todo lo observa; mientras que la segunda, la Escolástica, resulta en un mundo vacío, librado a sus propias leyes, el que requiere de nociones ad hoc como el libre albedrío o el dúplex veritas (ver la discución entre Averroes y Tomás de Aquino).

Lo paradójico de toda esta historia, y mal que le pese a los epistemólogos, es que la historia de la ciencia está vinculada a estas nociones y no a una supuesta esencialidad del logos.

Los primeros empiristas, una línea de pensamiento que se enraíza directamente en el positivismo, resulta de volver la idea de la incognoscibilidad de Dios a lo que Kant va a llamar la “prueba ontológica de su existencia. Frente al fracaso de la escolástica de intentar pensarlo, el empirismo nos va a proponen mirar el mundo con una mente vacía, mirar el mundo fáctico de manera tal de no aplicar prejuicio alguno sobre el análisis de los fenómenos que nos rodean.

Desde entonces y a pesar que la epistemología y la didáctica han entendido que el prejuicio no es negativo, incluso necesario; ya aunque es la primera y única forma de encarar un objeto de conocimiento nuevo, se sigue “machacando” con la idea negativa del mismo.

Toda esta cháchara, tiene por objeto señalar, que toda obra y a su vez toda crítica, resultan del encuentro, -chocan- en un océano de prejuicios, y que el problema no es el prejuicio en sí mismo, sino en definitiva, qué es lo que hacemos con él.

El mito de la mente vacía, como vimos, era un ardid para salvaguardar (en el caso de los empíricos) la existencia de Dios ante los embates de la escolástica; la exigencia de tener la mente amplia (ergo vacía) oculta -barre bajo la alfombra- que el arte siempre es un vehículo ideológico y hay que estar atento al mismo.

Las acusaciones actuales contra J.K.Rowling no son producto de una conciencia nueva: todo lo criticable ya estaba en su primer libro, pero la histeria “culturosa” de que “por lo menos los niños leían” fue cómplice vehemente de dejar a los niños merced de la infiltración ideológica que estos libros tenían, de conservar en ellos ideas tales como la lucha a muerte entre el Bien y el Mal, la condición ontológica (trascendental) del dinero y de su custodio necesario, el banco; la educación mediada por premios y castigos, las sub agrupaciones de pertenencia (grado A y B). Mientras los profesionales de la educación, aquellos mismos que debieran haber advertido de las trampas del texto, le daban la bienvenida a la lectura del niño mago cuando bogaban a favor de una didáctica diametralmente opuesta a la que en el libro se dispensa, en definitiva el texto reproduce e introduce al niño no tanto en el universo adulto sino gratuitamente en el de su locura.

Cada vez estoy más convencido que las discusiones suelen ser solo coyunturales, el futuro no suele ser mas que el resultado de las opiniones del presente reformulando el pasado; el mejor acto de bondad, en el futuro devenido presente, suele resultar opresivo y tóxico, ¿entonces no hay que hacer nada?, no, hay que hacer y mucho. Recostarse sobre la inutilidad de la crítica, es tan dañino como creer que a través de ella ineludiblemente se transforma el futuro, aunque esta es -y no es- producto de nuestra actividad, (qué ingenuamente iluso suena esto)

Acabo de terminar de ver Bellas Artes y me he visto en la urgencia de emitir opinión y no quedar rumiando un “a estos muchachos les pasa algo con el arte”.

Mi trayectoria en el visionado del trabajo de Cohn y el de sus muchas veces colaborador Gastón Duprat inicia de modo casual (tarde de domingo gris en pandemia) con Todo sobre el asado, film que me sorprendió por su frescura, su mirada irónica sobre el ritual del asado, sus mitos y costumbres, el hecho cayó en el olvido (indicador del valor del film) y lo que suele parecer inocuo en un momento, no lo es tanto en otro, con el agregado que en este caso, entre una cosa y la otra, pasó mucha agua bajo el puente; podemos decir los sobrevivientes de la pandemia que hubo giros ostensibles en gobiernos y políticas de estado, entre otras cosas el inicio de lo que a grosso modo se ha denominado (en lo que a mi respecta, titular fallido) “batalla cultural”.

Aquí hay que hacer otro paréntesis, aclarando a qué nos estamos refiriendo y por qué su importancia en esta nota, que promete ya ser larga.

Hace ya tiempo, que existe una subtrama en el conflicto ideológico entre la llamada derecha e izquierda. Pasaron los tiempos en los que Rockefeller hizo posible la escritura de libros incluso críticos, dos de ellos escritos por Herbert Marcuse, quien en ellos analizó la sociedad post industrial desde una perspectiva neomarxista, como también encargó la factura a Diego Rivera de un gigantesco mural en el Rockefeller Center (pleno New York coronando una pista de patinaje público y donde se ubica año tras año un inmenso y elegante árbol de navidad), este hito ni es el comienzo ni el final de un largo camino que termina en la sentencia claramente identificada como Batalla Cultural; esto se dio en un contexto donde la llamada izquierda ostentaba la bandera de la cultura, quienes al tiempo miraban con desconfianza toda producción de carácter popular en general, salvo cierto folcklorismo (ver Kundera, La Broma), y particularmente al pop y las producciones de mass media. Ortodoxia que por ejemplo no permitió vislumbrar el carácter crítico de la comedia americana, olvidando así la sentencia de que cultura es todo aquello que produce una sociedad, actitud cuyo resultado todavía hoy resuena y por lo todavía le dificultoso incorporar cualquier novedad en esa dirección (Instagram, tik tok); en este sentido, quizás la izquierda italiana fue la más visionaria, la que claramente entendió que era necesario usar a favor del poder de los media como vehículos ideológicos, me refiero en particularmente a la historieta y la televisión.

Si la izquierda tuvo y tiene prejuicios (justificados muchos de ellos) frente a los mass media, la derecha sin prejuicio alguno, entendió y colonizó rápidamente los mismos, los usó tan eficazmente que incluso los logró elevar al rango de tópicos académicos, incorporándolos a través de la creación de nuevos conceptos como el de industria cultural.

De manera sorda, en el ámbito del pop se daban, a imagen y semejanza de la Guerra Fría, los primeros chisporroteos de la hoy tan sonada batalla cultural. Los productos de la televisión británica son un ejemplo de alta calidad, tan creativos como ideológicamente reprochables, ejemplo de esto es el trabajo de Gerry Anderson y Sylvia Anderson con la serie de televisión británica, elaborada con marionetas electrónicas, El Capitán Marte y el XL5 (Fireball XL5 ) (compañía de televisión APF en asociación con ATV para ITC Entertainment, transmitida originalmente en el Reino Unido de octubre de 1962 a julio de 1963) o El prisionero (Televisión, Patrick McGoohan-George Markstein, UK, 1967/68)

De un modo fatal, probablemente desde hace unos 50 años, los grupos conservadores comenzaron a parasitar las ciencias humanas, comenzaron clausurando términos típicos del marxismo tal como “lúmpenes”, reemplazandolos por otros más neutros como “marginales” o “excluidos”, siempre apelando a la corrección política a no perturbar “el domingo del lector burgués”, términos muchas veces provenientes de la propia izquierda quienes, asustados frente a la merma de acólitos, creyeron en el poder del aggiornamiento a costa de una gradual pérdida y hasta el total desdibujamiento de su identidad.

Mientras que la izquierda perdía el rumbo intentando sobrellevar la sensación de derrota primero con el eurocomunismo, más luego la estrepitosa caída del muro de Berlín, (Danto sostiene que la guerra fría la ganó el pop, no Reagan) la derecha no solo comenzó a usar impúdicamente los estudios de Frankfurt, sino que hizo suyos términos como “hegemonía”, “casta”, o la tan mentada “batalla cultural” que hubieron de cocinarse en la usina de la izquierda italiana y, finamente hacia los años veinte del S.XXI logró en esta “coctelera”, desarrollar un discurso (montado también por una progresiva y forzada degradación de la memoria, principalmente por haberse apropiado globalmente de los medios de comunicación pero también de la escolaridad; paradójicamente un logro de la modernidad que iba a ser negado en nombre de lo moderno) escolaridad donde sus jóvenes ya no iban a estar sometidos a las narrativas traumáticas, trocándolas por nociones tecnocráticas de feliz eficiencia, cuyo único parámetro de evaluación ahora, va a ser el éxito en términos monetarios. Una educación que se proponía olvidar los pesares de la historia, las disonancias del lenguaje, las contradicciones de la cultura contemporánea y que finalmente permitiese (ahora) apreciar a la ultraderecha como contracultural y revolucionaria.

Una cosa es ver Todo sobre el asado, como un film único y otra cosa es verla en relación a Un ciudadano ilustre, y otra más es observar que nuestro/s director/es tienen como tema constante el problema del arte, y que el mismo es el que les permite explorar otros temas tales como la relación entre periferia y centro, entre lo clásico y lo moderno, aunque debiera decir entre lo popular y la cultura académica, incluso sobre los problemas de género.

Como podemos observar, trazar cualquier genealogía del estado de cosas actual es casi como intentar trazar una genealogía racional del mundo preternatural antiguo, quizás racionalizar el presente es un acto irracional en sí mismo, pero aunque se muestra imposible producto de la cercanía de la mirada es imprescindible intentarlo debido a que toda nuestra cultura se construye sobre lo propio de la razón y su derrota (si la hay, aunque sea momentánea) es menester de ser pensado.

En esta necesidad de volver a pensar el logos, lo que no podemos dejar de señalar una y otra vez es la manera en que los muros de contención del mismo en nombre de la libertad, o de una supuesta libertad, fueron puestos en cuestión, de manera tal que finalmente, ante sus muros caídos en el presente, de vuelta nos vemos mirando de frente la mas absoluta locura, como lo fue la destrucción de la democracia ateniense en nombre de los dioses, y de la instalación de una dictadura por oficio de los demagogos al servicio de los antes derrotados espartanos; es como estar viendo finalmente, el rostro de la destrucción masiva de la humanidad a manos de esos mismos medios masivos que a fuerza de instalar la idea de que “hay que leerlos y escucharlos para saber qué opina el enemigo” terminaron, tal como se había inicialmente sospechado, coptando almas y mentes.

De la misma manera seria banal e incluso paranoide (aunque tenga visos de absoluta realidad) decir que el cine de Duprat/Cohn tiene responsabilidad directa en el estado de cosas actual, sin embargo sí me atrevo a decir que si se mira en conjunto la totalidad de la obra realizada, claramente acompañaron el proceso que llevó al anarco capitalismo al poder, no solamente acompañaron, sino aplauden festejándolo.

De ser beneficiaros de las posibilidades que dieron los medios masivos del Estado, se proyectaron al cine con el éxito de El vecino de al lado, un film que hizo las mieles de los arquitectos por mostrar la “casa Curutchet”, epítome en Argentina de la casa moderna. Y digo que hizo las delicias de los arquitectos porque la película parecía ilustrar un conjunto de problemas que pertenecen al acervo de la Arquitectura desde que la carrera de Arquitectura existe, pero principalmente, que forman parte del imaginario nacional, el de la relación entre tradición y modernidad. En una suerte de Cabo de miedo, donde los antagonistas (ambos) se consideran víctimas de la situación, uno en su libertad de vivir mejor y el otro de (cómicamente afectado, guiño a los arquitectos y urbanistas) de conservar lo que se considera privacidad en forma de cuidado del patrimonio; la escalada de violencia es lo que lo emparenta al film de Scorsese; pero si la original, la de J Lee Thompson, del año 62, estaba emparentada (por múltiples razones) con La noche del cazador de Charles Laughton y también con Billy Budd el marinero de Herman Melville, (la lucha final en un bote en medio del río subraya esta afinidad), el film de Scorsese se apoyaba en la deconstrucción de la familia burguesa y sus supuestas garantías de seguridad.

El film de Cohn/Duprat, reproduce el entramado del conflicto, los equívocos del lenguaje, las dos casas como islas frente a la enajenación de los deberes del Estado y como resultado, la violencia por mano propia, pero lo más importante y lo que resulta constante en los film del trío, es el resultado violento de la asimetría cultural y su constante. Lo que se presenta como una mirada equitativamente crítica, lo que muestra finalmente es el carácter violento de la cultura popular frente a la ingenuidad de la cultura institucional, cosa que se resuelve con aparente simpatía en Mi mejor obra, trabajo que coincide con el ascenso del neoliberalismo en la argentina. El film pareciera decir lo siguiente: puedo haber usado las contradicciones del sistema cultural para mi provecho, puedo haber sido un delincuente estafador, cretino, pero ahora, ahora, (en el presente del film), me dedico al servicio público y así purgo mi culpa; troca la figura de entonces reciente presidente electo Mauricio Macri, una persona con múltiples acusaciones de corrupción y desfalcos al Estado, por el del protagonista (Francella) ambos en su adultez.

Narración que puede ser leída de dos modos convergentes: una es cambiar la fórmula (por cierto falaz) de tener ideales humanistas de joven y de adulto ser conservador; cosa que en palabras del presidente de la federación rusa (aproximadamente) fue “Quien no extraña a la Unión Soviética no tiene corazón, quien quiere restaurarla no tiene cerebro”, pero también puede ser visto como una utopía de carácter medieval sobre la salvación del alma; en este caso en forma de servicio público, al restituir a la sociedad lo previamente apropiado con malas artes; fábula moral que en definitiva hace creer que existe un zorro cuya alma, buscando la redención, se resigne a comerse las gallinas del gallinero, en ese sentido El fabuloso señor Zorro (Fantastic Mr. Fox, Wes Anderson, EEUU, UK, 1998) nos muestra que puede ser escrita una notable historia sin hacer del zorro un unicornio.

La visión conjunta de Nada y Bellas artes, cierra la idea de la ambigüedad moral de los directores que para el que escribe es la siguiente: parecen cuestionar la alta cultura mostrando sus rancias costumbres, sin embargo terminan exculpándolas, incluso transformándola en seres queribles (además de plagiar el personaje del crítico gastronómico en Ratatouille), gracias a los cual (utopía liberal mediante) la cultura como si fuese un bien de intercambio puede fluir libremente de mano en mano, un Bien que se derrama hacia abajo (la chica que aprende a cocinar) permitiendo a los que tienen voluntad crear condiciones mejores de vida, el que en principio es descrito como un vividor, un chupasangre y parásito, en definitiva es un alma sensible que permite a los desclasados ascender en la pirámide social, ¡es pobre quien quiere serlo!.

Si Nada derrama liberalismo (ahora me voy a permitir decirlo) berreta, falso, a todas luces mentiroso, que no cuenta la violencia verbal, el maltrato conferido en actitudes abusivas (como el de que hay que comenzar sufriendo[1]) pero que finalmente gracias a una suerte de “voluntad de poder” del inmigrante puede escalar socialmente, parece otra vez en un film de campaña electoral, tal como es Bellas Artes, un serial a la medida de Vox: misógino, conservador, donde la escultura que se defiende recuerda más a la de Primo Rivera que a un escultura que puede engalanar un museo de arte moderno, incluso parece en un un tiro por elevación el Museo de Constantini; lleno de comentarios de baja estofa contra los gremios, contra la política de género, se ríe de ellos de manera infame, burda, incluso machista, donde la Ministro que evidentemente es Ministro gracias a las políticas de género (lo no dicho dice tanto o mas que lo dicho) defiende un artista reaccionario (¿se refiere a la tan mentada casta?) una serie que se monta sobre comentarios banales propios de ser oídos en un café, comentarios sobre el arte moderno que solo eran graciosos en los años 60.

El trinomio Duplá/Cohn recorre la misma historia que los grupos concentrados, se desarrollaron bajo el abrigo del Estado de bienestar, organización que les posibilitó crecer hasta poder independizarse del mismo, crecieron dentro del canal del Estado, parasitándolo, corroyéndolo con su discurso (que aparenta ser una crítica objetiva), minaron los cimientos mismos de lo que hizo posible su crecimiento (los subsidios por ejemplo) pero terminan avalando las condiciones para su destrucción, lo que muestra, desgraciadamente, que lo que parece inocuo en un contexto se muestra tóxico en otro. Será del futuro ver qué hacer con estos problemas, de cómo cuidar una Democracia que se encuentra por el momento en pulmotor.

Es interesante que ninguno del trío que estudio, vivió y creció a la sombra del estado de bienestar, se halla expedido sobre los acontecimientos recientes; como dije, muchas veces no decir nada, dice tanto más que decir algo.

[1] Es menester decir, que los oficiales Nazis le decían a los soldados, que las ejecuciones y las cámaras de gas eran de por cierto horribles, pero que había que atravesar eso por bien del país. Anna Harendt, La banalidad del mal

--

--