Cine.ar: Tiempo perdido (2019) de Francisco Novick y Natalio Pagés

Juan Velis
Sitio Leedor
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4 min readDec 31, 2020

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A veces, para cerrar el año, convienen las reflexiones de sinceramiento personal. En el último largometraje de Francisco Novick y Natalio Pagés, primera película producida por el Colectivo Rutemberg, se apuesta a este tipo de enfoques a partir de una mirada personal, casi íntima, que se torna universal. No quedan dudas: hay rastros autobiográficos de los guionistas y realizadores en el conciso pero vibrante relato que se nos presenta; que apunta a ese arduo proceso de redescubrimiento de nuestra propia interioridad, y al que siempre debemos enfrentarnos en algún momento de la vida. Se trata de ese tipo de redescubrimientos que nos hace dar cuenta de que, en la mayor parte de las ocasiones, lo que nos sucede internamente no encuentra respuestas en la razón.

Agustín Levy (Martín Slipak) es un académico argentino que vive en Noruega hace varios años. Allí, se dedica casi exclusivamente a la investigación, y por este motivo regresa al país para llevar a cabo una serie de conferencias en un congreso sobre literatura nórdica. El joven vive encapsulado en la abstracción intelectual que sus estudios promulgan, y es evidente la dificultad que tiene para conectar y comunicarse con el entorno social que lo rodea. Sin embargo, en Buenos Aires lo esperan dos particulares personalidades que no se olvidaron de él: Carlos González (César Brie), su admirado profesor de literatura del secundario, y Marina (María Canale), un viejo amor de la adolescencia.

La película, ópera prima de los directores y estrenada oficialmente en el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata en 2019, no es más que el retrato anodino de un estudioso letrado que, seducido por ese horizonte academicista intelectual, tuvo que abandonar el país. Porque parece ser que en Argentina (y en América Latina, como él mismo asevera en un pasaje de la película), la sociedad sigue esperando el arribo de esas grandes teorías extranjeras que acaso nos permitan terminar de comprender el mundo de manera situada y contextualizada. Esto último no refleja otra cosa que la eterna dualidad centro-periferia, el discurso globalizado del multiculturalismo y la aserción de que las prácticas intelectuales en Latinoamérica no debieran correrse del estudio de sus propias tradiciones y costumbres autóctonas. Agustín, interpretado puntillosamente por Slipak, está promoviendo este discurso; y no cuesta demasiado darse cuenta.

El contrapunto con su adorado docente del secundario es claro y evidente: Agustín insiste obstinadamente en que su rol como investigador academicista acarrea un gran compromiso y responsabilidad para con la sociedad, pero González lo confronta sosteniendo que “podés elaborar una teoría general sobre el deseo y no resolver tus problemas afectivos”, porque la relación entre el mundo real, crudamente humano, y el mundo de las ideas, no resulta ser tan lineal. Ese enfrentamiento ideológico, político, aunque indirecto y desviado, enmascarado entre la cordialidad y el afecto implícito propio de una relación honesta del pasado, es el punto máximo de Tiempo perdido.

El encuentro entre Agustín y su viejo mentor, en tiempo real, dura casi la mitad de la película y expone de manera transparente el conflicto interno que une a ambos. El profesor González, entrado en años, ya lo ha superado; pero Agustín sigue preso en su ritmo de vida sincronizado y ajeno. El hombre experimentado nos recuerda la enseñanza, obvia y repetida, pero imposible de olvidar: la vida son instantes de aprendizaje y de emoción, y a veces basta con eso. Es a partir de la singularidad de esos momentos que se abre paso a la creación, la teorización, la construcción de conocimiento en pos de determinado saber: un amor, un divorcio, un encuentro infructuoso, una persecución represiva en el marco de la dictadura. Porque una canción de un supuesto sentimentalismo vacío, entonada y ejecutada íntimamente en vivo por aquél amor de la adolescencia, es capaz de derrumbar más de un paradigma filosófico-intelectual interno. Y Agustín Levy tendrá que afrontar esa realidad.

Algo de estos conflictos nos recuerda al reciente debate respecto a la despenalización del aborto en Argentina: qué sentido tiene polemizar en torno a grandes dilemas filosóficos, científicos y metafísicos que nunca encontrarán un punto en común (tales como: a partir de cuándo comienza la vida humana, qué es estrictamente un feto y qué tiene para decir al respecto la inclaudicable institución católica, cuál es la verdad en la ciencia y cuál la verdad religiosa), cuando existen urgencias sociales extremas que azotan a diario. ¿Qué sentido tiene esa persecución de la teoría cuando no se está dando lugar a la acción? La acción lleva a la libertad y a la conquista de derechos, como podemos observar en estos casos; y precisamente de eso está convencido el profesor González.

Tiempo perdido nos ofrece el registro monótono y casual de un joven parco y gris que, frente al desmoronamiento de la idealización de una figura muy significativa en su vida profesional, se permitirá sentir algo parecido al amor. O, al menos, recordar esas sensaciones. A veces se trata de concebir a las emociones internas, acumuladas, reprimidas en nuestra interioridad, como una porción de la propia identidad que, en algún momento, deben poder manifestarse en libertad. La batalla por la libertad, queda claro en estos casos, empieza en unx mismx.

Tiempo perdido (2019) se encuentra disponible en la plataforma de Cine.ar Play de manera gratuita.

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Juan Velis
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Escribo y observo. Observo y escribo. @Leedor.com