Crónica de un recital histórico: The Cure en Ferro 1987

Diego Díaz Córdova
Sitio Leedor
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6 min readSep 20, 2022

A medida que pasa el tiempo, los recuerdos empiezan a ser recuerdos de recuerdos y tanto la forma como el contenido dan paso a una imagen impresionista, sin trazos claros, pero con una profunda huella sentimental. El pasado retorna hecho trizas; detonado, sus esquirlas atraviesan la memoria y disparan un proceso de construcción de alguna clase de coherencia, condicionada por lo que se piensa ahora y no en el momento del suceso.

A mediados de los 80 The Cure conquistaba al mundo. Si bien la banda venía tocando por lo menos desde 1979, su popularidad fue creciendo año a año y cada vez tenía más fanáticos en la Argentina. Su música se conseguía con relativa facilidad, pero ver sus shows o sus videos era mucho más difícil; recuerdo tardes de la década del 80, en el Parakultural, viendo videos de The Cure y de Joy Division.

Para 1987 The Cure era un grupo masivo en el país. La noticia de que iba a tocar en Ferro parecía inverosímil (no venían tantas bandas en aquellos años), sin embargo el show se programó para marzo. Siendo Caballito mi barrio y siendo muy fan de The Cure, el combo era perfecto. Sólo faltaba un detalle, como conseguir el dinero para la entrada. Para un adolescente de clase media en plena época inflacionaria, sin trabajo estable, la empresa de conseguir las entradas parecía una misión imposible. Y de hecho lo fue, ya que nunca pude obtener la plata necesaria para ir al concierto.

¡Pero tocaban en el barrio! ¿Cómo perderse semejante recital a sólo unas pocas cuadras de casa? Sin entradas y sin dinero, el día del recital me fui solo para la cancha de Ferro. Mi idea era poder escuchar a la banda desde afuera, desde la calle. Un consuelo que no era tan raro en esa época; no sería la primera vez que no tenía plata para una entrada y que me quedaba escuchando desde la acera. Recuerdo en particular un recital de Sumo, donde muy tranquilamente estábamos afuera del boliche, hasta que aparecieron los skinheads y se pudrió todo y apenas alcancé a escuchar algunas canciones, antes de poner los pies en polvorosa.

Llegué al estadio y me ubiqué en la calle Avellaneda. Una multitud rodeaba el estadio; me sorprendió que hubiera tanta gente porque, si bien The Cure era muy escuchado, la verdad es que también en general, la gente que los seguía se ubicaba en aquel grupejo de amantes del punk y del post punk. El clima era raro, había una suerte de atmósfera en la que el dominio lo tenía el público y por lo que se veía había muchos como yo, que no habían conseguido el dinero para pagar su entrada. La realidad es que no recuerdo cuales eran los precios, pero en esos momentos de crisis económica (al borde de la híper), todo parecía excesivamente caro.

Cada vez se acercaba más gente y cada vez parecían más decididos a entrar al estadio sin reparar en los costos. Yo miraba desde enfrente pero la multitud se agrupaba en la puerta. Empezaron a presionar y rápidamente la cosa se desbandó. Desde adentro, la seguridad privada respondió con firmeza (¿o debería decir violencia?) e inmediatamente la policía federal, que se encontraba en la calle, avanzó con aires represivos. Rápidamente todo se tornó en un gran descontrol. La gente respondió a las agresiones con piedrazos, la infantería avanzó sin piedad y la batalla encontró su forma plena. Como el combate se desplazó hacia el oeste, por la avenida Avellaneda, la puerta quedó sin vigilancia. Desde enfrente veo que no hay nadie que controle, así que aproveché el instante de confusión y corriendo atravesé la puerta. Ya estaba dentro del estadio. Descripción gráfica de un free rider.

Ingresé al sector de populares (por cierto, era la tribuna donde suele estar la parcialidad local) y subí por los tablones hasta arriba de todo, como para tener una mejor panorámica (en aquellos años el estadio de Ferro era de madera, salvo una hipertrofiada platea de cemento). Todavía no había comenzado a tocar el grupo soporte, que se llamaba “La Sobrecarga” y que me gustaba mucho. Por lo que el retazo de memoria me muestra y no soy nada confiable en ese sentido, el grupo donde tocaba Gamexane (guitarrista de La Sobrecarga que tocaba también en otra banda legendaria de aquellos tiempos “Todos tus muertos”) realizó su show sin ningún inconveniente. La gente, a pesar de que muchos entraron colados (como yo) se portó muy bien, no le tiraron nada (lo cual era raro que sucediera con las bandas soporte).

Si mal no recuerdo y es probable que recuerde mal, fue en el intervalo entre la banda soporte y el grupo principal cuando se desató un Pandemonium que ni Milton soñara para sus infiernos. La gente que se encontraba en el sector popular (la tribuna) quería ingresar al campo (en el arco contrario era donde estaba el escenario). Para ello intentaban trepar el alambrado, que estaba coronado de espinas, con lo cual la tarea era ya de por sí muy difícil. Trepar 6 o 7 metros, atravesar las púas y bajar hacia el otro lado de la manera más suave posible. Pero allí no acababa la odisea, ya que del otro lado esperaban guardias de seguridad privada (vestidos de civil) con perros doberman y ovejero alemán. Cualquier similitud con las imágenes de la película The Wall era pura coincidencia (?).

Cuando los audaces eran atrapados, la multitud rugía en insultos; cuando alguno lograba escapar de los golpes y de los mordiscos de los perros y se mezclaba con la multitud, la tribuna aullaba de emoción. Cada vez más la gente de la popular se acercaba al alambrado e intentaba trepar; en un momento eran tantos que se dieron cuenta que mejor que trepar, era intentar tirar abajo al propio alambrado. Una turbamulta que, del propio caos, encontró un orden y una sincronización compleja; todos tirando al mismo tiempo, a un ritmo pausado pero enérgico. Habrán pasado, no sé, 15 minutos y por fin el alambrado cedió. La muchedumbre se lanzó al campo de forma frenética.

Yo estaba en lo alto de la tribuna popular y observé cómo se vaciaba en cuestión de segundos. Como si estuviéramos en un lavabo gigante lleno de agua y alguien hubiera quitado el tapón, así la gente avanzó en masa hacia el campo de juego. A su paso barrieron con los guardias de seguridad y también con los pobres perros; se tuvieron que refugiar como pudieron (no sin llevarse unos cuantos golpes), escapar de las furias y ahora sí, la masa tenía el control total. El espectáculo era dantesco (perdón por la poca originalidad de la metáfora); una mezcla de un cuadro de Del Boscho con las descripciones del infierno de Milton. Al mismo tiempo flotaba en el ambiente un sentimiento de victoria popular.

Una mezcla de lo mejor y lo peor de la humanidad se apoderó de todo el estadio. Por una parte, la gente del campo empezó a establecer puentes (con los carteles de la publicidad del field) para que quienes estaban en la platea y querían bajar al campo de juego pudieran hacerlo. Por el otro, bandas descontroladas aprovechaban para robarles a aquellos incautos que, de repente, se veían rodeados y saqueados. Desde lo alto de la tribuna popular, donde quedé prácticamente solo, se podían observar aquellos actos tan humanos: un egoísmo extremo y una solidaridad casi heroica.

Decidí bajar hacia el campo; ya no quedaba prácticamente nadie en la tribuna y los alambrados estaban caídos. Entré al field y se veían aún corridas por aquí y por allá. La realidad es que para llegar al escenario me quedaban los 100 metros de la cancha más un océano de gente dispuesta a cualquier cosa. Como soy petiso, no tenía mucho sentido acercarme, ya que al final siempre termino viendo nucas. Por lo tanto decidí volver a la tribuna y mirar el show desde arriba de todo. El sonido no era muy bueno y en aquellos tiempos no se ponían pantallas gigantes, por lo tanto Robertito Smith y sus amigos eran para mi unos puntitos que se movían por el escenario. Pese a ello disfruté mucho del show, cantando las canciones y emocionándome con cada rola. Cuando terminó nos fuimos muy contentos, aunque claro, aún reverberaban aquellas imágenes del auténtico descontrol y que por lo visto siguen aún emitiendo sus ecos.

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Diego Díaz Córdova
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