Día Nacional de la Memoria por la Verdad y la Justicia

Adriana Santa Cruz
Sitio Leedor
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6 min readMar 24, 2022

Hoy es el Día Nacional de la Memoria por la Verdad y la Justicia, y se conmemora a las víctimas de la última dictadura militar que estuvo en el gobierno desde el 24 de marzo de 1976 hasta el 10 de diciembre de 1983. El objetivo de este día es invitar a una reflexión sobre las graves consecuencias del llamado “Proceso de Reorganización Nacional”, y generar un compromiso en la defensa de la democracia y los derechos establecidos en nuestra Constitución.

La literatura, como otras formas de arte, dejó y sigue dejando testimonio de esa época, de sus protagonistas, de los miedos que nos atravesaron. En Leedor, compartimos un cuento de Sergio Olguín, publicado por Seix Barral (2016) en la Antología Golpes: Relatos y memorias de la dictadura. Como dicen Victoria Torres y Miguel Dalmaroni en el prólogo: “La literatura es experta en ese trance proteico del que hablamos con las palabras que tenemos y reinventamos — memoria, recuerdos, pasado — , como lo son sin dudas los escritores que han explorado su imaginación y sus vivencias para estar en este libro que también, a su manera, prosigue el incesante, el imborrable trabajo de la memoria del horror argentino”.

El cuento de Olguín, por su parte, trabaja con una gran maestría la elipsis, sintetizando en una escena muy simple, todo el terror que viven los personajes.

Calmar la sed

Julio de 1977. Tocan el timbre de casa con insistencia. Estoy solo: mi padre y mi hermana soltera ya se fueron al trabajo, mi madre debe estar haciendo las compras y yo todavía remoloneo como todas las mañanas aprovechando las ventajas de ir a la escuela por la tarde. Nos mudamos hace menos de un mes a esa casa de Lanús Oeste y no me acostumbro al sonido metálico del timbre. En la otra casa, también en Lanús pero más cerca de Valentín Alsina, había que golpear directamente la puerta con el puño.

Me levanto con la intención de decirle al que esté llamando la excusa que repito y seguiré repitiendo durante años: «No puedo abrir, mi mamá no está». Cuando me asomo a la celosía de la cortina para mirar, veo que alguien atravesó el camino del jardín y espera al lado de la ventana. La gente común no suele hacer eso, El hombre está vestido con ropa de fajina y lleva en sus brazos un fusil. Observo mejor y descubro a otro soldado parado en la vereda. Está de espaldas y mira o controla la calle. El soldado parece verme por la ventana baja. No debería haberme levantado de la cama, no debería haber ido hasta la puerta. Nuestras miradas se cruzan y yo le pregunto qué necesita. Me pide que abra.

No me animo a decirle la excusa que me enseñó mi madre. Busco la llave y por suerte está donde siempre: encima del tocadiscos. Abro sin pensar que estoy en pijama, abro pensando si faltará mucho para que mi madre aparezca con las bolsas llenas de hacer las compras.

El soldado armado es un tipo joven. Para mí es un adulto mayor pero no debe tener más de veinte años. El doble de mí. No es muy alto, o tal vez sea yo que pegué un estirón y todos me parecen bajos. Cuando me ve aparecer, me habla con tono serio pero para nada agresivo. Me dice si le puedo traer un vaso de agua.

Dejo la puerta entornada (no me animo a dejarla ni abierta ni tampoco cerrarla ante la cara del soldado). Voy hasta la cocina y lleno el vaso más grande que encuentro con agua de la canilla. No se me ocurre darle soda. Para mí la soda es una bebida como la Coca-Cola o el vino. Si pidió agua, le doy agua.

Cuando regreso con el vaso, junto al soldado hay otro que debe tener la misma edad. Mientras uno toma el agua, el otro me pregunta si le puedo traer un vaso a él también. Vuelvo corriendo a la cocina y lleno un segundo vaso de agua. Los dos toman con avidez. Es solo agua con mucho cloro pero ellos parecen estar tomando una bebida majestuosa. Para alguien como yo, que crece tomando gaseosas en todas las comidas, el deleite que estos soldados tienen con sus vasos de agua me resulta más sorprendente que el hecho de que estén en el umbral de mi casa con sus uniformes y armas largas.

Me dan las gracias, me devuelven los vasos y me dicen que no salga por unos minutos Se van, cierro la puerta y miro de nuevo por la celosía. El primero se apostó en mi puerta. El otro siguió hacia el lado izquierdo. Me intriga saber si está parado frente a la entrada lateral de mi casa.

Dejo los vasos sobre la mesada y me voy a la terraza. Me asomo al borde y veo a los soldados tal como los había imaginado, parados frente a las dos puertas. Pero no eran los únicos uniformados. A lo largo de la cuadra, de una mano y de otra, hay soldados frente a todas las puertas Hay también camiones militares estacionados en la cuadra, especialmente delante de una fábrica que está en la mano de enfrente. El cartel enorme de ese edificio dice con letras mayúsculas «Mahely». De adentro salen más militares que cargan cajas de madera muy grandes No se ve a nadie andando por las veredas ni autos por la calle. El silencio permite oír el sonido de las cajas cuando las depositan en los camiones.

De la vereda de enfrente, uno de los soldados apostados delante de la fábrica levanta la vista y me mira Instintivamente, retrocedo hasta salir de su campo visual. Por un momento presiento que ese soldado va a avisar que yo estoy observando todo desde la terraza y van a volver a tocarme el timbre. Les voy a tener que explicar que solo quería ver dónde estaba el segundo soldado que me pidió agua.

Pero nadie me llama. «Mahely», me repito mientras bajo la escalera. Cuando nos mudamos, enumerando los negocios que teníamos cerca, mi padre le dijo a mi madre que enfrente teníamos una fábrica de armas. A mi madre le preocupaba que las armas explotaran. Ella decía que no había que vivir cerca de fábricas de armas o de estaciones de servicio.

Me senté en una silla de la cocina. No me animaba a volver a espiar al living o a la habitación de mis padres. Trato de oír algún sonido de la calle pero desde la cocina no se oye ni siquiera el paso de las botas militares. Al rato, se oyen algunos pasos y los motores de los camiones. Yo sigo sentado sin moverme de mi lugar. Más tarde, el ruido de un auto y un bocinazo en la bocacalle. Quince minutos después llega mi madre. Me pregunta qué hago ahí sentado. Le digo que nada. Me pregunta si desayuné. No, no comí nada. Mi madre ve los dos vasos vacíos sobre la mesada y me pregunta qué son. No es la pregunta correcta pero la entiendo. Le digo que dos soldados tocaron el timbre, me pidieron agua y les di. Que después subí a la terraza y vi que había soldados por todas partes y que se llevaron unas cajas de la fábrica de armas.

Mi madre solo retiene la primera parte y extrañada me pregunta si les abrí o si los atendí por la ventana. Le digo que les abrí. Se me acerca. Tengo la sensación de que me va a dar un cachetazo pero solo me habla desde muy cerca. Parece querer gritarme, pero la voz le sale contenida, Me dice: «Te dije mil veces que no le abras a desconocidos». «Pero eran soldados», me defiendo. «A nadie, ¿entendiste? Aunque venga el Papa a darte la hostia». Se pone a lavar los vasos y ocurre la segunda sorpresa de esa mañana: veo que a mi madre le tiemblan las manos mientras los enjuaga.

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Adriana Santa Cruz
Sitio Leedor

Profesora y Licenciada en Letras, redactora y gestora cultural