La gran belleza, de Paolo Sorrentino

Alejandra Portela
Sitio Leedor
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3 min readDec 21, 2021

“Viajar es útil, despierta la imaginación. Todo lo demás es desilusión y fatiga. Nuestro viaje es enteramente imaginario. Ahí reside su fuerza. Va de la vida a la muerte. Todo es inventado. Basta cerrar los ojos…”

Esta cita de Celine: tomada de “Viaje al fin de la noche” prologa el nuevo film de Sorrentino que ya levanta polémica como en general pasa con las obras que sacuden.

Ell viaje parte con la panorámica sesgada de la ciudad de Roma desde el Janiculo. Somos turistas en el parque Garibaldi, tras uno o dos planos del monumento del prócer de la unificación alemana, un coro contemporáneo despliega “I lie” de David Lang, tema del minimalismo conceptualista, con algo de sagrado. Un japonés se desprende del grupo que escucha a la guía sobre la fuente del Aqua Paola, excelencia de la arquitectura barroca, saca fotografías, cae al piso. Extasiado? Abrumado? No lo sabremos. Los habitantes de Roma son los turistas. “Los demás, mercaderes y tenderos”.

A partir de ahí, entramos a la fiesta, un grito inicia el remix electrónico de Bob Sinclair y Rafaela Carra y la postal de Roma no es la que puede dar el cine holywoodense, ni el documental del E-Planet, Roma aparece siempre de soslayo. Sorrentino parece instalarse en una tradición que dispara hacia el futuro: mueve la colita y sigue el baile!

Su protagonista, el escritor de una única novela Jep Gambardella (Toni Servilio) está destinado a la belleza y la sensibilidad, pero tambien, como todos los demás personajes, está destinado a la decadencia de un tiempo que ya no espera. Jep podrá detenerse en la luz que rebota en los puentes de Roma, en el Coliseo que se ve de su terraza, o en los pájaros que cruzan el cielo en sus caminatas por la ciudad pero tambien puede ser el ser más agudo y mas cruel: un insociable, un tipo que espera la muerte. Envidia y desprecio, sufrimiento y modernidad, ridículo y orgullo, una sociedad que ostenta y esconde fragilidad y mentiras, banalidades. Un personaje distópico que observa los placeres del mundo con la mirada de un hombre de 65 años que mira una historia de amor del pasado.

En la construcción de esa espera, Sorrentino aprovecha para pensar un tiempo conformado por movimientos de cámara que parecen irreales, bamboleantes; prevalecen los planos nocturnos: la Plaza Navona en el ángulo la cámara supone alejarse tambien de la imagen de folleto de museo. Roma es barroca, atrapa en toda su retórica, y todo su eclecticismo contemporáneo: la Iglesia Santa Agnese en Agonia, el Museo Capitolino de noche, iluminado al ras, a contraluz, con está la enorme escultura alegórica del río que sirve de imagen del afiche del film, las raras vistas del templete de Bramante que marcan el lugar del martirio de San Pedro. Muchas de estas escenas se autonomizan del resto. Ejercicios formales donde una nena escondida se identifica con la forma de una juguera de diseño moderno.

La belleza tambien es dolor y puesta en ridículo: la performance del golpe en la cabeza, la de la nena tirando latas de pintura contra la tela en una fiesta. Tiempos en que el dinero justifica todo y en que la espiritualidad tambien se convierte en espectáculo, la de la monja centenaria y milagrera en la ciudad de la cristiandad y del turismo. Por si no queda claro, sobre las maneras de la belleza frente a nuestros ojos, recomiendo quedarse hasta el final para ver el gran plano secuencia sobre el rio Tiber.

Esta nota se publicó en Leedor.com el 19–02–2014

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Alejandra Portela
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Licenciada en Artes de la Universidad de Buenos Aires. Decana de la Facultad de Artes de UMSA. Directora de Leedor.com. Forma parte de Fundacion Cineteca Vida.