Las emociones y la cultura
Lsx antropólogxs sabemos que las emociones son moldeadas por la cultura. Lo sabemos porque observamos que acciones que en una sociedad mueven al escándalo, en otras se consideran usuales. La vergüenza, la tristeza, la ira, el amor y el odio se configuran culturalmente. Todxs los humanos experimentamos esos sentimientos, pero los fundamentos y los disparadores varían de cultura en cultura (y en una misma cultura a lo largo del tiempo).
También sabemos que esas emociones son estimuladas por el entorno particular y general. El festejo del último campeonato del mundo fue elocuente, lo micro y lo macro se conjugaron para que la alegría y el alivio (como dijo Pelé) se manifestaran en forma contundente. Los políticos, los medios masivos de comunicación y la industria del marketing conocen muy bien este hecho y a diario lo utilizan con provecho.
Por distintas y muy variadas razones nuestra sociedad industrial, de mercado, capitalista, como quieran llamarla, promueve y premia la violencia. Es cierto que en algún sentido la regula, a través de los códigos penales y que entrega el monopolio de la violencia a un sector particular (las fuerzas de seguridad). Pero en su accionar cotidiano se promueve y se premia a la violencia, sea simbólica o material. Un empresario agresivo tiene prestigio, al que ejerce el poder aunque sea de manera despótica en un pequeño contexto (oficina, comercio, familia), se lo reverencia y se lo admira.
No todas las sociedades promueven la violencia o sienten orgullo por la ira. Entre los eskimos se promueve el buen humor. De hecho en la etnografía “Never in anger” de Jean Briggs, realizada entre los Utku (Eskimo) del norte de Canadá, la antropóloga nos muestra como la pérdida de la compostura (el perder los estribos o el famoso “se le salió la cadena”) entre los adultos se considera un rasgo de inmadurez, alguien que deja de ser confiable para el grupo. Según Briggs la norma entre los Eskimo es que los sentimientos tienen que estar guiados por la razón y no hay espacio para el desenfreno emocional. Por ejemplo cuando alguien muy querido tiene que viajar, se le suele decir “te voy a extrañar muchísimo, pero no te preocupes que yo voy a estar muy bien”; esta frase en un contexto “occidental” suena a ofensa, suena a despreocupación. Este maravilloso pueblo no suele ofenderse y si reciben la vista de alguien, esa visita no espera que el anfitrión se comporte como nosotros esperaríamos que se comporte; todo lo contrario, los comedidos son siempre los visitantes. Incluso si el anfitrión tiene que irse, los visitantes se quedan y cuando el anfitrión vuelve tiene leña para el fuego, agua para el té y algún pescado para comer.
En el libro de Joanna Overing “The anthropology of love and anger” se analizan las relaciones con esos conceptos (amor e ira) entre pueblos del Amazonas. Hablando de los Piaroa, la antropóloga nos comenta acerca de la importancia de la risa para esas personas. Todo el día están o bien contando historias graciosas o bien jugando con el cuerpo (a la manera del slapstick), haciendo referencia a cuestiones escatológicas y realzando la importancia de lo lúdico. Incluso la mitología, las historias donde se cuenta la creación del mundo y de los seres humanos parece sacada de una película cómica, donde el relato no tiene nada de solemne (la solemnidad de nuestra sociedad es bastante amarga). Overing nos cuenta que en las casas comunales de la etnia Tupí Guaraní (que pueden albergar hasta 30 personas), el día siempre empieza con chistes. Incluso se usan como técnicas para despertar a otros; consideran que ir a trabajar de mal humor no tiene ningún sentido y que lo mejor es trabajar con quien te llevás mejor, en este caso con quien te reís más.
Según relata Dentan Knox en “Overwhelming Terror: Love, Fear, Peace, and Violence among Semai of Malaysia”, los Semai son los pueblos más pacíficos del mundo y quienes más rehuyen a la violencia. La razón de ese pacifismo radica en las invasiones y en el trato que tuvieron con estos invasores. Los malayos, chinos y británicos abusaron de este grupo pequeño durante cientos de años. Esclavizándolos y explotándolos de todas las maneras imaginables, un horror en continuado. Como un escape a esa violencia institucionalizada, los Semai prefieren huir, no oponer a la violencia más violencia, sino practicar un pacifismo extremo. Incluso llegando a la sumisión, a no enfrentar a quienes lo hostigan y enseñando a lxs niñxs a escapar de cualquier extranjero y ellos mismos viviendo lo más lejos que pueden de la sociedad mayor.
Nuestra sociedad premia la violencia, incluso institucionalizándola, entregando en forma remunerada su monopolio a un sector en particular. Las emociones que sinceramente sentimos no nos pertenecen, en tanto algo puramente personal, sino que son las expresiones de una cultura; que en nuestro caso, asume a la risa como frivolidad y ensalza a la amargura como sinónimo de responsabilidad. Por suerte los ejemplos etnográficos están llenos de culturas que resuelven sus problemas apelando a recursos más racionales, donde los sentimientos se encuentran bajo el amparo de la razón y el bien común. Tal vez no sea tarde para aprender y cambiar.