Sergio Moyano: Más allá del misterio

Diego Díaz Córdova
Leedor
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4 min readApr 15, 2024

Cuenta la leyenda que cuando Sergio era chico y asistía a la clase de música de la Escuela de Quinquela Martín en La Boca, se quedaba embobado mirando los cuadros. Tanta era su admiración por esas obras que al final lo sacaron de música y lo pasaron a Artes Plásticas y ya, a tan temprana edad fue forjando su vocación. Su infancia en La Boca parece sacada de la película “Erase una vez en América”, esa mezcla de pobreza, inmigración y calle, sobre todo mucha calle.

Venta de diarios, un veloz aprovechamiento de los barcos de carga, que aún en los ’40, quedaban amarrados al borde del Riachuelo. Fútbol, tango y pintura; casi como un lema de vida. Familia numerosa, gambeteando la pobreza, realizando las mil changas con el afán de juntar unos morlacos y la pasión por las artes plásticas que sería el motor (él ni lo sabía en ese momento) que lo llevaría a recorrer el mundo. Pero en aquel tiempo la felicidad era el barrio, una pelota y un poco de pintura.

Luego vinieron los años de formación, la Escuela Manuel Belgrano, la Prilidiano Pueyrredón y el final en la Cárcova. Sergio recorrió toda la trayectoria formal del Arte Argentino. Eran años de bohemia y definiciones. Sabemos lo que fueron esas escuelas en las décadas del 50 y del 60. Tiempos de elecciones artísticas, donde el grabado fue una de las técnicas que atraparon a nuestro misterioso artista. Tiempos de experimentaciones y de vivir la vida del artista, junto a sus colegas y amigos.

Una beca del gobierno francés y un futuro europeo, por unos cuantos años, de nuestro único héroe en este lío. La historia allí se transforma en leyenda y acrecienta el misterio. Un tiempo en el norte de España, un conflicto en un bar, una búsqueda con recompensa por parte de la guardia civil franquista y una temporada en la cárcel. Mientras tanto lo único estable es la creación artística. La búsqueda de un camino que arrancó en Buenos Aires y se trasladó a Europa.

En aquellos tiempos estaba interesado en el Op Art, el arte óptico y junto con otros artistas recaló en Francia, gracias a la obtención de la beca mencionada. Pero a Sergio le gustaba mucho el grabado y se trasladó a Alemania a estudiar esa técnica en la Casa del Arte. Me contó que en aquellos tiempos vio en vivo y compartió unas bebidas (espirituosas) con John Coltrane y Miles Davis. Así de estimulado arrancó la década del ’60 y ese estímulo se vio reflejado en su obra, que ya volaba directo hasta la abstracción.

En el París de los años 60, fundó junto a Julio Le Parc, Hugo Demarco, Francisco García Miranda, Horacio García Rossi, F. Molnar, F. Morellet, Servanes, Francisco Sobrino, Joel Stein e Jean-Pierre Yvaral el GRAV (Groupe de recherche d’Art Visuel) donde hicieron propuestas en las que el espectador estaba involucrado (ya no era un observador objetivo) trabajando con metal, hilos, madera y luz, profundizando con su propuesta en el arte visual. Sus obras no se circunscribían a las galerías o museos sino que salían a la calle, desarrollando lo que hoy podríamos describir como performance. En sus correrías callejeras a veces paraba con la pandilla de Sartre y Beauvoir.

En su periplo europeo compartió galerías y exposiciones con artistas de la talla (?) de Botero, Stein o Noé, por mencionar algunos. Vale recordar que a fines de los 50 participó de la Bienal de San Pablo en Brasil y en la década del 60, obtuvo el 2do premio en la Bienal de Venecia. En este período ilustró libros de diferentes escritores con sus grabados y no paró nunca de crear ni de generar caos (que es prácticamente lo mismo). Y tampoco dejó de moverse, recorrió toda Europa, dejando su huella intensa de arte y humanidad.

La década de los ’70 lo encuentra en la soleada California, llegando a trabajar en la productora de dibujos animados Hanna & Barbera, haciendo fondos y otros dibujos (ví unos originales que son una maravilla). Para la década del ’80 se instala un tiempo en Nueva York, la explosiva Nueva York de los ’80. Las leyendas sobre este período abundan, desde que perdió una lata Campbell firmada por Warhol hasta que lo mordió una rata, una rata neoyorquina, en algún tugurio de la ciudad. Ya en los ’90 se afianza en Santa Fe, Nuevo México, tal vez la ciudad más latinoamericana de todo Estados Unidos (in your face Los Angeles & Miami!) y allí reside hoy día, rodeado de amigos de Ley y pintando, siempre pintando.

Yo no soy crítico de arte ni mucho menos, a mí el arte me gusta simplemente por gusto (valga la redundancia), no tengo estudios ni conocimientos en el área, sólo sensaciones más o menos elaboradas. La obra de Sergio que pude apreciar me pareció alucinante. Un juego de figuras abstractas, desarrolladas con distintas técnicas, pero que poseen una narrativa (algo paradójico para el arte abstracto). Son obras que están al filo del caos (como dirían los científicos del Santa Fe Institute), de formas reconocibles que se rompen o que se crean, dependiendo de cómo el espectador aplique el parámetro del tiempo.

Lo que sabemos de la vida de Sergio Moyano está mediado por la leyenda. La gente que lo conoce no para de contar anécdotas a cada cual más inverosímil. Un día al lado de una gloria de la música o la literatura, al otro en un calabozo de un pueblo del sudoeste norteamericano. Su vida es un misterio, pero más allá del misterio está su obra que es tangible y perdura, una carga perenne que, como dijo un presidente argentino hablando del país (y Sergio es la Argentina del tango el, arrabal, el puerto y por lo tanto el mundo), está condenada al éxito.

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Diego Díaz Córdova
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