Sobre el miedo a las sirenas

Leticia Estevez
Letras Viajeras
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3 min readMay 1, 2019

La forma en la que nos enseñan a enfrentar nuestros miedos, en algún punto, nos determina, nos marca a fuego. Y nunca mejor utilizada esta última expresión para acompañar este relato.

La casa de mis padres está ubicada a dos cuadras y media de un gran cuartel de bomberos, en Lanús, provincia de Buenos Aires. El edificio de bomberos es parte del paisaje urbano del barrio y un espacio muy querido por los vecinos. Ser bombero voluntario responde a una vocación que genera un gran respeto y admiración.

Vivir cerca de un cuartel de bomberos impregna, en cierta manera, la dinámica del barrio. Cada vez que suena la sirena convocante comienzan las corridas, gente que va y viene a paso rápido o en sus bicicletas para llegar en tiempo récord a equiparse y salir a atender la emergencia. Si se está en un vehículo en el momento en que suena la sirena se debe ceder el paso y mantener cautela hasta que pasen las autobombas. Y todo eso sucede en cuestión de minutos.

Pero claro, yo era muy pequeña para comprender todo aquello. Tenía apenas 5 años y, como toda niña, tenía mis temores. Entre los miedos típicos de la infancia, (oscuridad, fantasmas, y duendes que salían de los tapar rollos) yo le tenía mucho miedo también a la sirena de los bomberos. Y no por defenderme pero créanme que hasta el día de hoy se siente bien fuerte en la casa de mis padres.

El tema no era solo la sirena sino las bombas. Cuando se cortaba la luz o si era necesario reforzar el llamado se tiraban las llamadas “bombas”, que supongo que era pirotecnia pero que en el silencio de la noche sonaban como un verdadero ataque aéreo.

Lo cierto es que cada vez que sonaba la sirena o explotaban las bombas de noche yo me despertaba en llanto, desesperada del miedo y, aun sabiendo que todo eso tarde o temprano iba dejaba de sonar, para mí era como el fin del mundo. No sabía bien a qué le temía concretamente, pero creo que era a la combinación de la oscuridad de la noche con el estruendo, temor a que algo nos suceda y no podamos defendernos. Ante la reiteración de estas escenas, mi mamá Alicia le comentó a mi abuelo Alberto y él tomó cartas en el asunto.

Una tarde, a mi regreso del jardín de infantes, mi abuelo me llevó de la mano hasta el cuartel de bomberos. Así, derechito y sin preámbulos, fiel a su estilo. Porque aparentemente a los miedos hay que mirarlos de frente y sin pestañar. Tengo recuerdos vagos, como si fueran fragmentos de una película que se proyecta al aire libre. Llegamos al cuartel y nos recibió un bombero alto, al menos a mí me parecía muy alto. Subimos a una autobomba y entramos a una oficina. El resto es parte de un relato que mi abuelo me contó años después, ya siendo yo adolescente. Mi abuelo me comentó que afortunadamente no fue necesario activar la sirena durante mi presencia y yo regresé de su mano más tranquila y también orgullosa de mi hazaña.

Después de esa visita, la sirena siguió sonando por las noches y las bombas explotaban, sobre todo en verano cuando los golpes de calor nos dejaban sin electricidad. Pero mis miedos ya no estaban.

Luego crecí y aparecieron otros miedos, con otras formas y colores, y los fantasmas cambiaron de nombre, y las sirenas se convirtieron en palabras que no quería escuchar. Y cuando eso sucede y los miedos me arrebatan la tranquilidad y las horas de sueño, cierro los ojos y regreso a esa tarde, al instante en el que tomé la mano de mi abuelo Alberto e imagino que él me lleva nuevamente por las calles de mi barrio hasta el cuartel de bomberos. Y me paro frente a lo que me paraliza, a lo desconocido (comúnmente llamado “miedo”) y lo siento en la mesa y le pago un café. Y escucho sus razones, pero no me las creo. Y enfrento temores, y salto sin red, y me subo a los aviones.

Porque, como escribí hace unos días en mi cuaderno rojo, el costo por ser valiente siempre será menor al costo por de ser cobarde. Y para ser cobarde solo basta con aferrarse a los miedos.

Photo by Aziz Acharki on Unsplash

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Leticia Estevez
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