¡Salir! ¡Hacer! SER
Ensayo 18
De 19 motivos. Ensayando el cambio político
Por Mauricio Devoto
Los días que siguen a un service del corazón son raros. Mientras la vida sigue a mi alrededor, vuelvo a dejar todo a un costado y me quedo ahí sentado, mirando, mirando, mirando. Por suerte tengo una ventana grande que da al jardín. Tengo jardín. Afuera el perro va y viene. Lo sigo con la mirada.
Entre tanto mirar me puse a revisar textos sueltos que tenía en la computadora. Descubrí algo que me hizo sonreír: explicaba en parte la situación en la que me encontraba en este momento, una variante/continuación/complemento del ensayo “Para qué” que había escrito hacía poco tiempo. También me recordaba frases y dichos que había compartido con ustedes en otro de estos ensayos. El texto era de algún día de julio de 2012:
“Ahora, a los cincuenta años casi cumplidos, después de experiencias diversas, duras y enriquecedoras, trato de dejar el disfraz a un lado todo lo que puedo. Cuesta. Muchas veces me olvido, y de repente me sorprendo corriendo exageradamente detrás de alguna estupidez, solo por orgullo, por querer más de algo, por tener algún reconocimiento. No tengo la posta. Sí sé que trato de mantener un delicado equilibrio entre lo que creo que soy y mi representación/obra de teatro en la que actúo casi todos los días. Me equivoco y me vuelvo a equivocar. Trato de corregir.
Me cuestan las mañanas. Abro los ojos, desnudo, silencio, Paula al lado mío. En seguida mi vida se hace cuerpo, algo de afuera que viene de algún lado y se superpone con todo mi cuerpo y parte de mi mente. La otra parte se mantiene incólume, en estado de alerta, sabiendo que tendrá que trabajar un rato para adecuarse sin conflictos a mi representación del día. Como en el trailer de una nueva película, en el que las distintas escenas van apareciendo y pasando rápidamente, cada una con sus propios actores y su propia problemática. En el medio se cuelan imágenes de situaciones placenteras: estoy pescando en la playa, letra y música de canciones que me gustan, viajes que no puedo hacer. Aparece Fran, con la simpleza de su vida, con su lucha diaria por tener alguna representación que lo contenga, que lo sitúe en algún lugar más o menos identificable del mundo exterior que lo haga sentir que forma parte, que es una pieza del gran rompecabezas nunca diseñado. Esta parte de la mente todavía no absorbida por la vida le pregunta a la otra: ¿Para qué? Pero sabe que es en vano. En pocos minutos deberá consustanciarse y hacerse una sola con su otra mitad para comenzar la representación.
Me pregunto si esta división tan tajante que planteo es realmente así. O será que solo es fruto de mis elucubraciones pasadas y presentes. Una patología que fuerza la separación artificial de una unidad compleja. A veces pienso que se trata solo de un estadio más en el recorrido que hace mi cabeza en la búsqueda de explicaciones a distintas cosas. Y que como otras etapas, pasará. Porque pensándolo mejor, las explicaciones que obtengo tampoco son ciento por ciento satisfactorias. No en el sentido que sean más o menos correctas, ciertas o perfectas, sino que no me terminan de satisfacer del todo.
Me pregunto si es posible escindir la persona de su representación, llevándola a plantearse y replantearse todo lo que hace y todo lo que ve. ¿Es sano? ¿Me hace más feliz? ¿Me acerca o aleja de los demás? ¿Me convierto en una máquina de juzgar? Por ahora trato de que todo este rollo quede dentro mio, pero no puedo saber si se ve desde afuera. Paula seguro que lo sabe y se da cuenta. Y seguramente lo sufre. Me veo como un gran observador. Y un mediocre intérprete. Gracias a Dios todo esto no me impide actuar, pasar a la acción, tomar decisiones, volcar la actividad de adentro a la actividad de afuera. Esto sí me pasaba cuando era más chico. Consideraba que tenía un montón de virtudes, las ejercitaba en silencio, en mi reducidísimo entorno familiar y social, pero no lo podía sacar al exterior. No encontraba oportunidades. Veía que afuera se manejaban otros códigos y me avergonzaba un poco de los míos. Era muy alegre, tenía mi micromundo y la seguridad de mi casa y mis padres, pero muy tímido hacia fuera. Prefería que mi padre solucionara los temas conflictivos, incluso cuando empecé a trabajar. No soportaba las discusiones, huía de las situaciones en las que había enfrentamientos, por más pequeños que fueran. Cuando me veía involucrado en alguno, y no podía evitarlo, siempre cedía. Con razón o sin razón, cedía. Y me quedaba días y días pensando en el tema. Imaginando cómo debería haber actuado, recreando la situación y diciendo (para adentro) todo lo que debería haber dicho, esgrimiendo argumentos muy convincentes que nunca salían en el momento oportuno. ¿Cómo era posible que tuviera tan claro el tema y el resultado concreto fuera tan pobre? Pienso que nací sin algún tipo de capa protectora. Sin un filtro que me hiciera razonablemente impermeable a los avatares de la vida. No encuentro nada en particular que justifique esa debilidad. Había tenido una infancia y adolescencia muy feliz ¿Por qué carajo sufría tanto? Aun frente a las cosas más simples. Frágil, no quería salir, me quería quedar, dentro mío, dentro de mi casa. Para afuera, siempre una sonrisa. Ya estaba bastante grandecito.
Tomé una decisión. Tenía que superar el miedo escénico. Mi primera actuación fue dar clases en la Facultad. Tenía 24 años y recién me había recibido de abogado. Me llevaba bien con el profesor titular. Se lo pedí. Me dijo que sí. Ese fue mi primer gran desafío. Una vez por mes, dos horas en dos turnos distintos. Durante un par de años preparé las clases con meses de anticipación, miraba el calendario para ver cuánto faltaba para la próxima clase, y la semana que tocaba me concentraba como un jugador de fútbol en un mundial. Hacía imaginarias, dialogaba con los alumnos, me hacía preguntas y las contestaba, buscaba chistes para introducir en lugares determinados, siempre los mismos chistes en los mismos lugares. Pura imaginación. Cuando llegaba el momento, me encomendaba a Dios. Al terminar la clase prendía un cigarrillo y me desahogaba. Era feliz solo por haber pasado otra prueba. Luego comparaba lo que había imaginado con la realidad, con lo que había sucedido. Siempre el balance era positivo. Me había animado una vez más.
Y así se fueron sucediendo las cosas, con procesos parecidos. Un tira y afloje permanente, y alguna fuerza que me impulsaba a mandarme al frente. Siempre me repetía lo que escuchaba: “el que no llora no mama”, “el no ya lo tenés”, “no tenés nada que perder”, etc. Pero siempre era necesario el trabajo interno para poder actuar. Cuando ya había transitado por todos los planteos y no quedaban más excusas, actuaba. Este ir y venir seguramente me hizo perder muchas oportunidades, pero lo asumí como parte de mi personalidad. Pensaba que dentro de este contexto lo que obtuviera o recibiera del exterior sería lo mejor para mí, porque había podido superar todas las barreras que consciente o inconscientemente había puesto.
Me dí cuenta que el efecto de la inacción me hacía mierda. Sensación incomparable con el efímero bienestar que seguía a la quietud producida por el miedo. Ese bienestar duraba dos segundos e inmediatamente se transformaba en impotencia. El temor me paralizaba estúpidamente y me llevaba a la inacción. La inacción me hacía sentir un pelotudo, un mediocre por no animarme a romper ataduras imaginarias. No era una cuestión de resultados sino de impotencia. Me obligué entonces, y todavía lo sigo haciendo, a actuar. Creo que ya me acostumbré a esta lucha interna, pero los temores no desaparecieron. Siento como si los moliera a palos cada vez que aparecen. Que me acompañan, que están siempre ahí al lado de las cosas que hago cuando salgo de casa y que están al acecho para intervenir ante cualquier momento de debilidad. Y cuando esto sucede vuelvo a sacar el palo y no paro de pegar.
No todo es gratis. Soy consciente de que cuando pego me pego a mi mismo, y que esa parte que sufre los golpes también se va acostumbrando y se va endureciendo, va perdiendo sensibilidad. Y me voy endureciendo. Para poder soportar los golpes que yo mismo le doy a mis temores. Y si a esto le sumo los golpes que me he dado (y sigo haciéndolo) para sobrellevar y tomar como normal algunas cosas que viví en los últimos años, ni les cuento la dureza del caparazón que construí. Últimamente me he venido preguntando cómo habré hecho para pasar de no tener capa protectora alguna al cayo que a veces siento que tengo en lugar de corazón. Antes escondía su debilidad y fragilidad, ahora me cuesta disimular su dureza.”
Je. De duro no tenía nada. Sigo mirando por la ventana pero ya no me aburro. Ahora sonrío y disfruto el momento.
Es hora de cerrar este capítulo. Mi visión humanista de la política, el diálogo, el consenso y el servicio a los demás, como he tratado de contarles y encontrarán resumida en el último ensayo, tiene sus argumentos y razones. Cada uno puede encontrar la suya. Y compartirla en beneficio de todos.
Mauricio Devoto