Botero da para todo

2010

Alfredo Cortés Daza
Literatura Iberoamérica
3 min readDec 13, 2013

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Como una señal de “Pare”, en una florecida rotonda de Madrid, sembraron una mano voluminosa de Botero que, para fortuna de los transeúntes, no crecerá más pero que para un colombiano como éste, recién llegado a la Capital, es como un saludo, con la advertencia de que la tierra donde nació no lo olvida.

Confieso que, al verla, tuve sentimientos encontrados. ¿Sería posible que en una ciudad con tanta historia, tantos monumentos, tantas placas recordatorias de los personajes ilustres que nacieron o vivieron en determinadas casas u hostales, hubiera espacio para un escultor vivo y tropical?

Pues claro que sí, me respondí. Es que en Madrid conviven las expresiones culturales del mundo entero. No solo en el conmovedor Museo del Prado sino también en los techos del Palacio Real donde los frescos barrocos del pintor veneciano Tiepolo recrean las glorias de Carlos III y en miles de rincones más, en museos , teatros, iglesias y plazas que abundan por doquier.

A Botero no es difícil entenderlo. ¿Habrá algo más real, simple y humilde que una mano? Si la agranda es para mostrar la escondida belleza de sus arrugas, la ansiedad de sus dedos, su inclinación a la caricia. Me gusta su color oscuro porque se impone, casi diría que convida más que cualquier otro, es más universal.

Les confieso que me reí cuando la ví muy cerca, casi pegada al coche de mi amigo español que me había prometido una primera vuelta por el reverdecido Paseo de la Castellana. Mi risa fue la manera que tuve de comunicarme con ella, de devolverle el saludo, de decirle que me hacía gracia tenerla tan cerca. Sensación extraña pero tranquilizadora.

Pasaron los días y ayer, un sábado de cielo esplendoroso y fuerte calor, mis amigos resolvieron que el destino tenía que ser Segovia, por su Palacio, por su acueducto, su Alcázar, su Catedral y, pensaba yo, sus restaurantes. Ya había estado allí 23 años atrás, cuando el verano le daba paso al otoño, y el Real Sitio de la Granja de San Ildefonso me conmovió más que muchos de los que ya había conocido en Europa. Lo que había empezado como una Ermita,mandada a construír por Enrique IV de Castilla en honor de San Ildefonso, en el siglo XV, terminó convertido en Pala cio por orden de Felipe V, ya en la primera parte del siglo XVIII.

Claro que quiero comer ya, le contesté a mi amigo, van a ser las cinco de la tarde y mi estómago no entiende de historias ni realezas. En La Panera logramos conseguir una mesa afuera, debajo de una generosa sombrilla, pues el sol y el calor seguían molestando y allí, entre chuletas de cordero, garbanzos con costillitas y otras delicias segovianas, mientras ensayábamos el acento español, comprobamos, una vez más, las maravillas del lenguaje que nos unía. Buen vino, postres como para repetir y una placidez que siempre he sentido en los pueblos de la península.

Los “aseos” están al fondo a la izquierda, fue la respuesta del mesero cuando le pregunté por los baños. Atravesé el restaurante casi a tientas pues estaba permitido fumar y el humo apestoso imponía su ley.

Cuando intenté ubicar la puerta de los “caballeros”, me encontré de frente con una pequeña reproducción a color de un gordo desnudo, de espaldas, con su mirada vuelta al visitante como diciendo: aquí estoy de nuevo. Soy un Botero. Pensé que me habia equivocado pero una gorda vestida de manola, con peineta y mantilla, señalaba sin equívocos la puerta de las damas.

Me volví a reír, como cuando ví la mano enorme en la rotonda del Paseo de la Castellana y, por un momento, pensé que se trataba de una burla, que nunca se me habría ocurrido colgar carteles de Goya en sanitarios de mi país.

Pero así es España. Y quizás solo sea aquí, como en ningún otro país, donde Botero da para todo.

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Alfredo Cortés Daza
Literatura Iberoamérica

Nací en Barranquilla en 1943. Estudié Humanidades y Filosofía, y Administración de Empresas. Viajo, leo y escribo.