CHINCHÓN

2010

Alfredo Cortés Daza
Literatura Iberoamérica
5 min readDec 13, 2013

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Cuando aquel sábado del mes de julio, en todo el rigor del verano madrileño, nos dijo Juan Sebastián: mañana nos vamos a Chinchón, enmudecí por un instante, luego atiné a decirle: claro, qué bueno, y volví a quedarme en silencio porque ese nombre me recordaba algo que en ese momento no pude precisar y preferí disimular mi duda retomando el hilo de la conversación que traíamos.

— ¿Y qué es lo que hay en Chinchón? Me atreví a preguntar antes de dar las buenas noches y retirarme a descansar.
— Te va a gustar, ya verás, es pequeño pero muy lindo y, además, se come bien. Hasta tiene plaza de toros…

De nada me sirvieron esas claves de última hora. Solo al levantarme temprano en la mañana, me acordé de “La vuelta al mundo en ochenta días”, la famosa novela de Julio Verne llevada al cine en 1956 por Michael Anderson. Pero ese recuerdo fílmico tampoco ayudó a remover los enredos de mi memoria.

— Se nos hace tarde, vámonos…!

Y asi empezamos nuestro viaje al misterioso mundo de Chinchón, que no duraría más de cinco o seis horas, tiempo muy escaso como para idear un largometraje pero suficiente para intentar esta crónica con personajes comunes pero de la vida real.

Anduvimos durante unos veinte minutos por la autovía a Valencia pero luego nos adentramos, a la derecha, por una carretera secundaria, plena de silencios, con alma de desierto pero con una invitación extraña y profunda a la contemplación, al goce del instante y de la aridez del paisaje.

Al entrar al pueblo y reconocer sus primeras calles, no tropezamos con nada que nos llamara la atención. Conseguir en España un espacio para aparcar es casi un trabajo de magia pero al fin encontramos uno, estrecho e incómodo , cerca a la plaza mayor y a las consabidas ruinas que abundan en este país y que pueden ser de los íberos, celtíberos, romanos o árabes o de cualquiera que haya dejado su huella en la península. Tengo que decir que las ruinas de este pueblo sí que están en “ruinas”, pues solo quedan algunas paredes y remedos de torres donde la imaginación tiene que trabajar arduamente para reinventar castillos y minaretes ya evaporados.

De las ruinas a la plaza mayor creo que no había más de dos cuadras y cuando entramos en ella entendí a plenitud por qué valía la pena visitar Chinchón. Es una plaza clásica de la Edad Media, de arquitectura popular, de forma irregular porque su construcción empezó en los primeros años del siglo XV con casas, portales y balcones (a los que llaman claros y son más de 250) pero solo quedó ya terminada y cerrada en el siglo XVII.

En su espacio se han dado fiestas reales, proclamaciones, ha servido como corral de comedias, teatro de autos sacramentales pero también ha sufrido, en las madrugadas, el pavor de las ejecuciones, cambiado, en buena hora, por los tercios de las tardes de toros.

El calor del mediodía me hizo olvidar por un momento los interrogantes de mi memoria e invité al grupo a encontrar pronto un restaurante bien sombreado, con viandas de la región y los vinos que tuvieran a bien aconsejarnos pues aún no sabíamos diferenciarlos para escoger los mejores.

— Eso ya lo tengo arreglado, me dijo Juan Sebastián, nos esperan en el “Mesón Cuevas del Vino”.

El nombre era el más apropiado para esta antigua casa de labranza con molino de aceite, lagar y cuevas para almacenar el vino. Y, por supuesto, probamos las famosas judías chinchorronas y despachamos con avidez un exquisito cordero lechal.

— ¿Se acuerdan del libro “La vuelta al mundo en 80 días” que de seguro leyeron cuando eran niños?, pregunté a todos los del grupo mientras dábamos buena cuenta de los postres y el café.

— ¿Y a qué viene esa pregunta…?

— Pues algo, que no alcanzo a descifrar, tiene que ver este pueblo medieval con el libro o la película, tendré que averiguarlo…

En el camino de regreso a la Plaza Mayor, visitamos la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, con ese cuadro inolvidable de la Virgen pintado por Goya en 1812.

Resignado ya a dejar sin resolver el enigma que me atormentaba, resolvimos comprar frutas y verduras en los escasos tenderetes que aún permanecían abiertos en esa hora fantasmal de la siesta española, cuando, en la puerta de una tienda mal abastecida, di de frente con la clave de mis recuerdos.

Ahí estaban Cantinflas y Luis Miguel Dominguín en un cartel de la época, en traje de luces, ambos muy jóvenes y con cara de buenos amigos, de toreros de verdad. Fue entonces cuando se despejaron todas mis dudas porque allí, en la arena medieval de la Plaza Mayor de Chinchón, se habían filmado esas escenas inolvidables de “La vuelta al mundo en 80 días”, donde Dominguín recrea, con la elegancia que lo caracterizaba, los pases de la muerte y de la vida, y Cantinflas, cómico y torero, es el gran triunfador de la tarde porque convierte la plaza en un circo de risas y aplausos.

Todos se alegraron cuando vieron la felicidad en mi rostro, por haber podido recuperar esas imágenes borrosas de mi juventud.

Dominguín había toreado por primera vez en Bogotá el 23 de noviembre de 1941 y quedó para siempre enamorado de Colombia. Su hijo, Miguel Bosé, llevó ese amor en la sangre hasta recibir la nacionalidad de nuestro país hace pocos años.

Por esas ironías de la vida, ese mismo año de 1941, Cantinflas filmaba “Ni sangre ni arena”, una irreverente sátira del toreo.

No sé a qué horas abandonamos Chinchón camino a la capital, solo recuerdo que me quedé en silencio, rumiando el momento que acababa de vivir. Cuando ya entrábamos en Madrid, Juan Sebastián volvió a preguntarme:

— Y ahora, ¿en qué piensas?

— En hechos extraños y quizás inconexos pero creo acordarme de que vi “La vuelta al mundo en 80 días” en 1964, el mismo año del estreno de “El Padrecito”, esa tierna película llena de denuncias sobre los problemas sociales de nuestros países. Y no olvido tampoco, ni más faltaba, que tres años más tarde le dí una “vuelta de más de 80 grados” a mi vida cuando cambié la imaginada cercanía del cielo de mi vida religiosa, por la realidad de aquí abajo, la de la dimensión insondable.

— Y, ya para terminar, no olvides que tu nombre lleva el recuerdo del gran torero andaluz, Sebastián Palomo, nacido en Linares. ¡Y olé!

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Alfredo Cortés Daza
Literatura Iberoamérica

Nací en Barranquilla en 1943. Estudié Humanidades y Filosofía, y Administración de Empresas. Viajo, leo y escribo.