Desvaríos

2009

Alfredo Cortés Daza
Literatura Iberoamérica
4 min readDec 13, 2013

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“Cuando se dio cuenta de que la naturaleza de un hombre cualquiera saciaría su deseo, sintió compasión. Extraña compasión, que se dirigía a quien fuera que fuese el escogido.

Ya que competía al hombre sucumbir ante las propuestas, sin derecho a rechazarlas”…

Nélida Piñón- La naturaleza del trabajo.

No insistas, hoy tampoco va a venir. Son las once de la noche y por más que aguce el oído no percibo pasos ni movimiento alguno entre los árboles. Vete a dormir. Descansa, respira profundo, trata de no pensar en nada, arrópate lo mejor que puedas con los jirones de sábana que aún nos quedan. Y date la bendición.

Sí, ya sé que quieres que te lea cuentos aunque no los oigas pero es que te gusta tenerme a tu lado, agarrarme la mano e inventarte tus propias historias aunque no se parezcan en nada a las que cuentan mis labios.

Y no va a venir, simplemente porque no existe, porque es una invención tuya aunque dices que yo te lo conté como algo cierto pero es que no quiero contradecirte porque te enojas con todo, ya no nos quedan platos para romper ni vasos ni copas para estrellar contra las paredes, ahora tenemos que encender velones todas las noches porque reventaste la última lámpara que nos quedaba cuando accedí a describirte al hombre que tú dices que va a venir y te pareció que me estaba burlando, que no era flaco ni feo ni desgarbado sino alto, fornido, buen mozo, muy joven y con la mirada que tú siempre habías buscado sin encontrarla.

Y es tanta la desolación y la amargura, la desesperanza, que yo también creo que alguien vendrá. Y no puedo apartar mis ojos de la única ventana que se recuesta contra el vano de la única puerta de esta casa a la que no llega ya ningún camino, lejos de todo, menos de los robles que hacen más hondo aún nuestro abandono.

Pero sigue soñando, para qué te despiertas si aquí da lo mismo el día que la noche y cuando llegue el que esperamos sabrá tocar a la puerta o asomarse primero por la ventana y entonces lo verás y correrás a abrirle como una posesa escupiendo disparates que no puedes escuchar pero que te parecerán elocuentes como todo lo tuyo, hasta que descubras la sorpresa en su rostro, las preguntas sin formular pero obvias, y tendrás que callarte por un instante para no echar por tierra lo que has estado esperando desde que me obligaste a dejar el pueblo y venirnos a esta casa que ni la muerte tiene en su inventario.

No me preguntes la hora porque ya te he explicado una y mil veces que cuando el sol empieza a rozar la poltrona son más de las ocho de la mañana, siéntate a mi lado y come en tus manos lo poco que nos va quedando de la hortaliza que insistes en mantener aunque hubiera sido mejor llenar el campo de frutales y de matas de maíz pero qué digo si tu eres una visionaria y yo solo sirvo para reinventar historias y acomodarlas a tus caprichos.

Eres tú quien debe ir hoy al arroyo a bañarse, me dices. No te lo había querido asegurar pero empiezas a apestar ya no hueles a leña fresca como en los primeros días que pasamos en esta casa acomodando muebles y algo de ropa, te acompaño si quieres pero no me gusta el agua fría y ya me estoy acostumbrando a mis propios hedores. Y mientras me bañaba quise dejarme llevar por la fuerza débil pero amable de la corriente, tropezarme con las piedras, estrellarme contra ellas y huir despavorido de este horror, peor que cualquier otro que uno pueda imaginar.

Puedes irte adelante que ya te alcanzo… le digo con un ademán de mis manos.

Dejé que pasaran las horas acostado en la orilla, jugueteando con el agua entre mis piernas, aturdido por el derroche de cantos y ruidos que llenaban el silencio.

Esperé con paciencia la soledad de la noche y, ya agobiado por el frío y el hambre, caminé como un sonámbulo por el único sendero que se había ido formando por la rutina de nuestros pasos y que unía el arroyo con la hortaliza y con las cuatro paredes de lo que llamábamos nuestra casa.

Me detuve un instante cuando creí oír voces a lo lejos, me agarré del roble más cercano y fui avanzando despacio, como un animal tras su presa, hasta alcanzar el lado de la única ventana y la vi plena y feliz en su desvarío, sentada en la poltrona, en un monólogo de ademanes y sonrisas que para ella era en realidad del encuentro largamente esperado con el único hombre que podía escucharla porque era ella misma la que se respondía, la que afirmaba antes de que pudiera surgir la duda, la que todo lo veía diáfano porque solo ella podía y sabía moldeary acomodar el mundo entero a sus antojos, a sus caprichos, al horror de sus fantasías.

Temblé de espanto al comprobar que eran las mismas palabras que le había escuchado muchos años antes, cuando nos conocimos en el café de los cines y me dejé embelesar por su sonrisa, por la ternura aparente de su mirada, por el rictus indescifrable de su boca, sin poder concentrarme en lo que me decía, porque una fuerza extraña me obligaba a bajar la cabeza en señal de asentimiento.

Mientras me alejaba de mí mismo, mientras corría a alcanzar el arroyo y seguir su curso para esconderme en el rincón más oscuro de las montañas, comprendí que seguiría viviendo en esa casa, en la agonía de su rutina, hasta el último resuello de esa mujer enloquecida, que me había convertido, para siempre, en el personaje central de su historia.

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Alfredo Cortés Daza
Literatura Iberoamérica

Nací en Barranquilla en 1943. Estudié Humanidades y Filosofía, y Administración de Empresas. Viajo, leo y escribo.