Hidra de Lerna.

Ácrata y Banquero
Lo que aprendí hoy
3 min readMar 8, 2016

Tenemos un millón de temas abiertos y de conversaciones inconclusas. Empezaré por una que tengo en la punta de la lengua y que no me deja en paz desde que descubrí la respuesta.

Hablabamos un día de Borges. Vos estabas sentada en una de las sillas individuales del colectivo de la línea 68. Era un día de verano -aclaro esto porque ya empieza a hacer frío. Llegamos a Borges después de una seguidilla de contrapunteos sobre como debía ser la relación entre el escritor y su público, llegamos hasta a él y sin darme cuenta yo me acercaba a un callejón sin salida. Lo último que dije era que Borges me fastidiaba por la verticalidad de su pensamiento. Que me daba la sensación de que era muy encumbrado. Tuve la osadía de asegurar que yo entendía los planteamientos que él hacía y que como los comprendía, me desagradaba. Pasamos frente a la iglesia castrense en donde hice el último intento de reconciliarme con el catolicismo y con jesus hasta que terminé llamando nazi a una monja, sería hace un par de años. Pedí parada y me bajé en Santos Dumond. Caminé el par de cuadras habituales y en la esquina estaba Juancito, el trapito del barrio. Vino a saludarme y el olor a transpiración concentrada me hizo pensar que si bien le apreciaba había un universo de cosas que nunca podríamos compartir. ¿Cómo podría hacer yo que él comprendiera la delicadeza de los versos de Whitman? ¿O esa ireverencia que aprendí de Bukowski? ¿Cómo podría asombrarme yo de sus lecturas, si no sabía leer?

Encendí el aire. Me tiré sobre la cama y dejé salir una bocanada de humo blanco y dulzón. Miré el techo un largo rato tratando de dibujar figuritas estereotipicas de mi imaginación; quería recrear esas aventuras de mi infancia que identifican mucho quién soy. Buscaba las helices de los helicopteros que dejaban soldados heridos y mutilados sobre la cancha de fútbol para que las enfermeras que eran chicas delgadas y bonitas los subieran en las camillas y los tiraran sobre la mesa del quirofano. Ese día no lograba ver esos detalles de mi infancia. Lo cual era raro porque siempre están conmigo, esté donde esté el fantasma de la guerra me sigue. Esté donde esté, ese monstruo que devora a nuestros mejores niños en un juego insensato me persigue. Está más en mí de lo que soy consciente.

Me quedé dormido. Desperté al poco tiempo agitado por que la colilla se me deslizó y me quemó el pecho. Me sentí confundido, disperso. Un sentimiento inconcluso me inundaba y no lograba entender porqué. Llegó Vicky y me olvidé de las angustias de mi vida.

Al otro día mi inconclusión creció y mi espiritu se empequeceñió con rabia y timidez; como un niño regañado. Así fue el siguiente y el que le siguió.

Un día me fumé un porro con Juancito en el andén del frente. Me dio fiaca y me subí al departamento. Encendí el aire, me tiré en la cama y otra vez se ausentaron mis dorados recuerdos — porque misteriosamente casi todo en la infancia es dorado. Hastiado del sabor amargo que me inundaba el paladar, masqué un poco de coca y para pasar el aburrimiento agarré un libro lacaniano que conservo con dedicación y encontré el siguiente chiste:

Un hombre que cree ser un grano de maíz lo llevan a un institución mental donde los médicos hacen todo lo posible para convencerlo de que no es un grano de maíz, sino un hombre; sin embargo, cuando está curado (convencido de que ya no es un grano de maíz, sino un hombre) y le permiten salir del hospital, regresa de inmediato, temblando y muy asustado: delante de la puerta hay una gallina y le da miedo que se lo coma. “Pero mi querido amigo”, dice su médico, “sabe perfectamente que no es un grano de maíz, sino un hombre”. “Claro que lo sé”, contesta el paciente, “¿pero lo sabe la gallina?”

Se me derramaron las lagrimas — emoción de porro — por haber encontrado la pieza que me hacía falta. Descubrí — no sin cierta amargura — que eso que yo proyectaba sobre Juancito era lo que Borges generaba en mí. Que la aunténtica razón por la que Borges no me cerraba del todo era un grano de maíz que habitaba en mi subconsciente, que en este caso la verticalidad me había dejado de lado y que así ya no me gustaba. Desde entonces no leo a Borges y no hay un día en que los tanquecitos no aparezcan en mis sueños.

Me urgía contarte esto.

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