El archipiélago del perro
Leí “El archipiélago del perro”, de Philippe Claudel, una novela muy bien narrada por este autor francés que es uno de mis favoritos. Valoro su maestría para crear suspenso, llevar al lector con delicadeza al interior de las historias, con una prosa calma, poética, en medio de reflexiones profundas sobre la humanidad.
En este caso, es la historia de un pueblo en el Mediterráneo. Un lugar no turístico aislado del mundo. Una tierra dura donde los habitantes entierran a sus muertos de pie por falta de espacio, y dominada por un volcán. Sus habitantes, que viven de la pesca y la agricultura, sueñan con hacerse ricos con la probable construcción de un complejo termal financiado con dinero internacional. Pero un día el mar arroja a la orilla los cadáveres de tres jóvenes negros, lo que desencadena un debate entre quienes ostentan el poder en la isla.
Hay algo de fábula en este texto, cercano a su novela “La nieta del señor Linh”. El universo que crea tiene ecos de la literatura de José Saramago.
Del mismo autor, imperdibles: “Almas grises”, “El informe de Brodeck” y “Bajo el árbol de los toraya”.
“Codiciáis oro y sembráis ceniza. Ensuciáis la belleza, destruís la inocencia. Hacéis correr por doquier grandes torrentes de lodo. El odio es vuestro alimento, la indiferencia vuestra brújula. Sois criaturas del sueño, siempre dormidas, hasta cuando creéis que estáis despiertas. Sois el fruto de unos tiempos soñolientos. Vuestras emociones son efímeras, como mariposas calcinadas por la luz del día cuando apenas han salido del capullo. Vuestras manos moldean vuestra vida con una arcilla seca e inconsistente. La soledad os devora. El egoísmo os engorda. Dais la espalda a vuestros hermanos y perdéis el alma. Vuestra naturaleza está hecha de olvido. ¿Cómo juzgarán vuestra época los siglos futuros?”
“ — Han comprendido lo que pienso — continuó el Alcalde — , y saben perfectamente que no soy un canalla ni un hombre sin corazón. Pero yo no tengo la culpa de que en el mundo haya tantas desgracias, ni me corresponde a mí solo remediarlas.”
“ — La gente nunca sabe realmente lo que tiene encima de la cabeza. Durante milenios colocaron a Dios. Les convenía. Ellos estaban abajo. Sudando sangre y agua. Y arriba, en su nube, estaba Dios, que los creaba, los miraba y los salvaba o los condenaba. Luego, el ser humano se creyó muy listo. Echó a Dios de la nube y lo arrojó al cubo de la basura. Durante un tiempo vivió embriagado por su pequeño asesinato, pero luego se dio cuenta del vacío que había creado. Y como lo propio del ser humano es actuar siempre con precipitación, siempre, cuando eso, todo ese espacio vacío, empezó a darle miedo intentó recalentar viejos platos, pero todos tenían gusto a quemado. Entonces fue cuando se asustó de veras. Y se refugió en lo único que le quedaba: el progreso. Fíjese que eso es algo que existe desde la noche de los tiempos. Dele al hombre fuego, hierro y un martillo, y en un abrir y cerrar de ojos forjará una cadena para sujetar a otro hombre que se le parece como si fuera su hermano y mantenerlo sometido, o una punta de lanza para matarlo, en vez de construir una rueda o un instrumento musical. La rueda y la trompeta llegaron mucho después, muchísimo después, de la cadena y la punta de lanza, cuando ya ha habido bastante escabechina. Y si se inventó la rueda fue únicamente para poder llevar la escabechina más lejos, como la navegación a vela, para que todo el mundo le saque provecho. La trompeta no sirvió más que para ahogar los gritos de las víctimas y celebrar las carnicerías. Punto final. ¡Y ahora encima tenemos satélites!”
“El amor tarde o temprano se acaba diluyendo. El odio no. Perdura, a veces incluso crece, se reactiva sin cesar. Es el motor del género humano.”
“Las pruebas de amor escasean entre los humanos, mientras que las manifestaciones de la traición y del mal proliferan”.
“Hay palabras que levantan muros que otras palabras nunca conseguirán derribar”.
El archipiélago del perro (2019), de Philippe Claudel