Wario, el maestro del desengaño y el transformismo por naturaleza

Sergio Ruiz
Lockfolio
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9 min readApr 10, 2023

En estos tiempos que corren oímos mucho de preservar videojuegos ante las tendencias que hablan de productos caducos, tiendas virtuales cerradas, juicios que agreden la privacidad del usuario y contenidos de la web, o la reventa de clásicos con una nueva capa de pintura para exprimir el factor nostalgia y vender una falsa preservación depreciando el producto viejo. En este contexto, Nintendo DS ha quedado en una posición difícil de trasladar por la naturaleza propia de su hardware y las características especiales que la hacían diferente a las demás (dos pantallas, controles táctiles, micrófono, cámara en el caso de DSi). No es algo que pueda replicarse simplemente con mayores especificaciones y un frío emulador acostumbrado a abstraer el software del sistema. Parte del mensaje se pierde, la predisposición al juego no es la misma, incluso la mera acción de jugar apoyando la consola con una mano mientras la otra emplea el lápiz táctil (visualicen) provoca aneurismas entre la gente acostumbrada al mando y botones tradicional.

DS evocó un espíritu vanguardista que buscaba recrear nuevas fórmulas de juego con el novedoso abanico de herramientas que tenías a disposición. “No por el mero hecho de ser diferente, sino por hacerlo mejor”, decía el gerente de marketing Reggie Fils-Aimé en ferias perennales olvidadas; cuando presentó Wii en sociedad también dijo que “el videojuego no era únicamente cómo se ve, sino cómo se siente”. DS y Wii obligaron a pensar de otra manera, paradigmas de una época en la que la industria tenía que adaptarse a las normas establecidas por Nintendo (tal era la inmensidad de mercado que abarcaron), pero terminaron abandonando la filosofía en pos de una estructura agnóstica y genérica en la que sus productos pudiesen ser trasladados fácilmente para la posteridad, en mercados digitales sempervirens al alcance de todos. Quizá sea mejor así, y quizá muchas de esas experiencias dependientes de los malhadados gimmicks (palabra peyorativa para burlarse de juegos gráficamente inferiores) no ofrecían nada realmente que fuese superior al estándar de botones, joystick, ratón y teclado. Pero una combinación de ellos podía generar el contexto ideal para romper la barrera de lo convencional, e introducir al jugador en un mundo desconocido y ambiguo, del que no sabíamos las posibilidades a nuestro alcance o las limitaciones del mismo. Una fábula cuya magia nos hacía ver los videojuegos desde otra perspectiva, aunque todo estuviese compuesto de los mismos números que los hacían posible.

Todavía a día de hoy, la mejor consola creada por Nintendo

Durante la era DS/Wii, Nintendo exprimió su vena más inconformista creando nuevas franquicias con experiencias de juego diferentes a lo convencional, pero también atreviéndose a romper los moldes con otras sagas y personajes ya establecidos, sin importar lo bien que funcionasen sus aventuras en el pasado. Vean por ejemplo a Wario, el goblin anti-héroe que llevaba una trayectoria en las portátiles de Nintendo inmaculada con sus cuatro ‘Wario Land’ (algunos de los mejores juegos desarrollados por Nintendo de siempre) y su renovada puesta en escena con ‘WarioWare Inc.’ y sus tropecientos minijuegos fugaces. Wario era (fue) un icono que representaba el lado más gamberro de Nintendo, y que no había quedado recluido únicamente como secundario de infinitos spin-off del fontanero de rojo. Era sinónimo de calidad, y también un moderado éxito comercial. Y aun así, a Satoru Iwata no le tembló el pulso para ordenar una nueva aproximación con Wario de la mano del difunto estudio Suzak, que imperiosamente emplease las nuevas formas de controlar que ofrecía DS. Una nueva vuelta de tuerca innecesaria y valorada habitualmente como un título putrefacto de la factoría Nintendo, señalada como responsable de que Wario haya dejado de recibir nuevos plataformas a posteriori… pero aún en su mediocridad, se percibe algo único y especial en él, fruto de la época que vio nacer y los tiempos que corrieron.

‘Wario: Master of Disguise’ es un juego de contrastes y decisiones de diseño que claman al cielo, pero cuyas horribles primeras impresiones no hacen justicia al conjunto en su totalidad. Wario, transportado al interior de una televisión como protagonista de una serie de acción, se ve feo de narices en su enésima búsqueda de tesoros y riquezas incalculables. La puesta en escena pixel-art se percibe cutre y anticuada, el Conde Cannoli (Pannoli) resulta demasiado soso como para resultar carismático como antagonista, nada parece que esté ejecutado de una manera brillante a simple vista. Los nuevos controles han sido concebidos para emplear la cruceta para moverse y saltar al tiempo que usas el lápiz táctil para interactuar con Wario, pero cuesta hacerse a él y ofrece en consecuencia una jugabilidad mucho más lenta y restrictiva que en los ‘Wario Land’. Para colmo, cada vez que alcances un cofre del tesoro necesitarás completar un minijuego para abrirlo, en un alarde de imaginación supino para combinar la jugabilidad plataformera con la filosofía de los microjuegos de ‘WarioWare Inc.’

…salvo que son minijuegos de hasta un minuto de duración y sólo hay ocho distintos. Y se repiten hasta en la sopa. Y emplean elementos un poco sucios para aumentar la dificultad de los mismos. Y son aburridos a rabiar y rompen el ritmo de juego constantemente, siendo abundantes los tesoros a descubrir en cada una de las diez fases disponibles. Muy probable que pierdas más de la mitad del tiempo completando estos dichosos minijuegos de una fase completa, y ya es decir.

Los minijuegos de este juego son EL MAL

Son razones de sobra para tirar el juego por la ventana y arrepentirse de su compra ipsofacto. De haber existido Twitter en su época, las cuentas de Nintendo seguramente se hubieran visto colapsadas de amenazas de fans (muchos inexistentes), ofendiditos por el destrozo que habían realizado con la franquicia mientras siguen comprando la entrega anual de turno de ‘Pokémon’. Pero no se engañen, suele ser el status quo habitual cuando las grandes compañías lanzan juegos subpares al mercado y/o que se salen de la norma habitual: reírse de ellas y defenestrarlas por haber concebido tales engendros cual patito feo. En el caso de ‘Master of Disguise’ fue su forma de jugar la que lapidó toda la buena voluntad que escondía en su interior, porque ¡sorpresa!, hete aquí que nos encontramos con un juego relativamente abierto y plagado de secretos a descubrir. Algunos incluso lo califican como un Metroidvania-lite, por el método de progresión adquiriendo nuevas habilidades y el laberíntico mapeado de sus fases, aunque personalmente no creo que deba tomarse al pie de la letra. Pero había que insistir para encontrar las bondades que oculta el juego, que aparecían en forma de chispazos espontáneos más que verlo como un todo, y eso quizá supusiese un esfuerzo ulterior para mucha gente que se atrevió a probarlo.

La naturaleza propia de todo juego de Wario le lleva a transformarse en cosas la mar de inverosímiles que puedan ayudarle a alcanzar cualquier riqueza. En ‘Master of Disguise’ dichas transformaciones se producen al dibujar un patrón determinado en la cabeza de Wario, y a pesar del ritmo lento y la escasa velocidad que hay en pantalla, el juego exige alta capacidad de adaptación para ir cambiando vestimentas sobre la marcha. El problema es que muchos patrones tienden a ser malinterpretados a pesar que empleen figuras geométricas simples o líneas básicas, y como sus habilidades utilizan controles táctiles para interactuar con el escenario, es habitual que Wario termine disfrazado de cosas que no necesita o ejecute otras acciones que le perjudiquen. La sensación es tosca a más no poder, porque además Wario necesita estar quieto para poder transformarse y eso le deja altamente expuesto a recibir daño de los enemigos (muy abundantes), lo cual también paraliza el proceso. Y en este juego no hay inmortalidad que valga, pero tampoco ‘Wario Land 4’ la poseía y es uno de los grandes platformers de la historia. Como si fuese el juego de la soga, ‘Master of Disguise’ vive en un tira y afloja entre sus novedosas capacidades y su floja capacidad de respuesta, alimentando la frustración del usuario e impidiendo que pueda ver el árbol en medio del bosque.

¿Por qué insistir entonces y dedicarle tanto tiempo a este juego pues? Quizá porque detrás de toda esta maraña de problemas se esconde algo genuino y loable por crear una aventura poco convencional. Hay algo satisfactorio en convertirse en un dragón y espumear llamas por la boca, en dibujar bloques para resolver un puzle que te lleve a un tesoro, en saltar como un astronauta y bajar lentamente como si poseyese una gravedad alterna al resto de los mortales. Los niveles de ‘Master of Disguise’ están plagados de puzles y secciones que requieran emplear las transformaciones de Wario de manera creativa; incluso podrían dar el pego como mazmorras zeldíacas con sus típicas llaves e interacciones que cambien la estructura de sus niveles.

Cuando el juego funciona y no se trastabilla a sí mismo, ‘Wario: Master of Disguise’ es divertido. Más aún cuando sigue el habitual humor tan exuberante como extraño que caracterizan los juegos protagonizados por Wario. También creativo y entrañable en ocasiones, incluso el panoli ese (¿cómo se llamaba?) se hace de querer. Si bien el juego no incentiva la recolección del 100% de tesoros (que sólo puede verse su contenido en un menú secundario fuera de los niveles, bastante horrible), invita mucho a rejugar sus niveles en busca de nuevas sorpresas, o incluso tratar de completarlos en el menor tiempo posible como si fuese un reto fehaciente e ineludible. Como una contrarreloj de Sonic a cámara lenta. La ausencia de game design coherente como gancho para seguir jugando. Me parece más atractivo que jugar cualquier Souls “perfectamente diseñado” con sus maldades a la vista de todos, que quieren que les diga.

Dos tontos muy tontos (y panolis)

La mayor maldad que puede ofrecer ‘Master of Disguise’ es su cutreza e impunidad en momentos críticos de la partida. La escasa flexibilidad para ofrecer puntos de guardado, el confuso feedback que ofrece en los combates contra jefes, o los súbitos topes de dificultad que pone en retos que deberían ser coser y cantar (como abrir los dichosos cofres). Es un juego que no prioriza, no sabe qué destacar entre todo lo que hace ni cree haberlo ejecutado demasiado bien, como si fuese consciente de los problemas que arrastra desde su concepción. Pero sigue tirando hacia adelante y deja rastro con el morbo del “¿qué vendrá?”, el asombro que provoca ver que sabían que los controles son un lastre y han llevado el experimento hasta sus últimas consecuencias, sin miedo a pifiarla o qué dirán. Total, Suzak ya iba camino de su extinción y sus maldades no iban a acarrear consecuencias hiciesen lo que hiciesen. Iwata no era un alma de la caridad salvando estudios a su servicio (¡un saludo a Cing!) y nadie esperaba que la fórmula de este juego fuese iterada en el futuro.

¿Se nota mucho que venían de componer varios ‘F-ZERO’ en GBA?

‘Wario: Master of Disguise’ es descarrilar un tren por la puerta grande y quedarse con la idea de que los pasajeros al menos han llegado a su destino. Un extraño caso en el que la mediocridad es la antesala a la grandeza, en el que se intuyen destellos tan escondidos como lo están sus tesoros. No es un juego brillante ni mucho menos, pero tiene ese algo que lo hace inclasificable y añejo, anclado a los tiempos que le tocó vivir. Y es precisamente en estas instancias donde podemos extraer fácilmente lo bueno, bonito y barato de aquella época de “sentir cómo jugamos” más que verlo por los ojos, de dejarse llevar por las luces y sombras de la innovación, de cambiar la forma en la que jugamos para que jugar no sea aquello a lo que estamos acostumbrados. “No por el mero hecho de ser diferente, sino por hacerlo mejor”.

Bueno, quizá ‘Wario: Master of Disguise’ no sea mejor que el resto, pero ha sido bonito descubrirlo.

Arte de HerbbyZ en DeviantArt

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