Lo que sobra
De todo, poco y nada. Se lo ha tragado el viento en su totalidad, se lo ha llevado a rastras y con violencia la corriente del agua de casa cuando le recé al ácido burbujeo que me liberara de su mal.
Sentí una vez que se me había aferrado el cariño a las paredes del pecado más grande de todos y que mi cuerpo desesperado enviaba un torbellino de contracciones a mis músculos para escurrirlo, gota a gota, grito a grito; yo lloraba que me soltara, pero el monstruo hijo había clavado las uñas furioso en defensa propia; hubiera manchado todo de muerte, locura, pero supe mirarme a los ojos y resistir. Respirar. Sobrevivir a la pesadilla interminable, al interés esperándome en la esquina para apretarme hasta que le dé lugar (no), hasta que le permita pasar (¡no!), hasta que vuelva a empezar. ¡No!
Me escondí tanto tiempo bajo las sábanas, luego la cama, luego aguantar la respiración bajo el agua y no molestar al sol caminando bajo su luz con mi indebida sombra, incómoda. ¡Tanto tiempo! Que corrí para no quedarme sin minutos, pero esperé al llegar para no robar los de nadie. Cuánto habré soportado yo, inventando esa paciencia insoportablemente plástica para no levantar la cabeza y desatar el enojo, el miedo, el dolor.
Tan mal que estuvo sentir, en aquel entonces.
Hoy, qué mal está recordar.
Pero peor, qué mal está mirar, habiendo guerreado al cariño, habiendo escapado del interés, habiendo vomitado su nombre quinientas veces.