Aventura, de Jack London

Los Furbantes
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12 min readMay 27, 2016

Además de escritor, Jack London fue un hombre de innumerables oficios. Desde buscar oro hasta patrullar las costas, fueron varias las tareas que lo tuvieron como protagonista. Uno de los aspectos que destacan sus biografías, es su necesidad de estar en movimiento, viajando y aprendiendo -tuvo su tiempo de marino y su época de vagabundo. Reproducimos aquí uno de los capítulos de su diario de viajes El crucero del Snark, diario en el que volcó la experiencia que tuvo en un viaje por el Pacífico a bordo de un barco que él mismo construyó y en el cual se embarcó en 1906 junto a amigos y su mujer Charmian.

Jack y Charmian London a bordo del Snark, unas semanas antes de comenzar el viaje.

No, el espíritu aventurero no está muerto, a pesar de la aparición de la máquina de vapor y de Thomas Cook & Son. Cuando dimos a conocer el proyecto de nuestro viaje fueron muchos los hombres y mujeres jóvenes que se mostraron dispuestos a acompañarnos, por no hablar de aquellos y aquellas de edad algo más madura que también querían embarcarse. Entre mis amistades personales había por lo menos media docena capaces de olvidarse de su reciente o inminente matrimonio; y, que yo sepa, por lo menos un matrimonio se frustró a causa del Snark.
Cada vez que me llegaba el correo recibía montones de cartas de candidatos que se estaban asfixiando en ciudades «saturadas de gente», y pronto me di cuenta de que un Ulises del siglo XX necesitaría un ejército de secretarias antes de hacerse a la mar. No, el espíritu aventurero ciertamente no ha muerto; no mientras uno siga recibiendo cartas que empiezan diciendo: «No dudo que cuando usted reciba este alegato vital de una extraña de Nueva York…»; y en las que uno más adelante se entera de que esa desconocida pesa tan sólo cuarenta kilos, desea trabajar de marinero y está «impaciente por conocer los países del mundo».
Un candidato expresaba su ilusión por el viaje diciendo que poseía «una infinita pasión por la geografía»; mientras que otro aseguraba que «estoy dotado de una eterna necesidad para estar siempre en ruta, por lo tanto le envío esta carta». El mejor de todos fue uno que quería enrolarse en la expedición porque le picaban los pies.
Hubo algunos que me escribieron de forma anónima, dándome nombres de amigos y las supuestas cualificaciones de éstos; pero a mí siempre me ha parecido que ésta es una manera de proceder algo siniestra y no indagué más en ellos.
Exceptuando dos o tres casos, los cientos de personas que se presentaron como voluntarias eran realmente honestas. Muchos me adjuntaban su fotografía. El noventa por ciento se ofrecían para efectuar cualquier trabajo a bordo, y el noventa y nueve por ciento estaba dispuesto a trabajar sin cobrar. «Viendo el viaje que van a emprender con el Snark — decía uno — y a la vista de los posibles riesgos que implica, acompañarles (para cualquier tipo de trabajo) colmaría totalmente mis ambiciones». Esto me recuerda también a un jovencito que decía tener «diecisiete años y grandes ambiciones», y que al final de su carta pedía sinceramente «pero por favor no permita que las revistas y periódicos se enteren de esto». Muy distinto era otro que afirmaba poder «trabajar al máximo sin recibir ninguna paga». La mayoría me pedían que les telegrafiase, a cobro revertido, para confirmarles que aceptaba sus servicios a bordo; y algunos incluso pretendían enviar una garantía para asegurarme que se presentarían en la fecha de embarque.
Algunos no tenían las ideas muy claras acerca de la labor que podrían desempeñar a bordo del Snark; como, por ejemplo, el que me escribió: «Me tomo la libertad de escribirle esta nota para saber si habría alguna posibilidad de que pudiese acompañarle formando parte de la tripulación de su barco para hacer dibujos e ilustraciones». Otros, ignorando totalmente cuáles eran los trabajos que se tenían que realizar a bordo de una embarcación pequeña como el Snark, se ofrecían por ejemplo como «ayudante para recopilar experiencias y datos para libros y novelas». Esto es lo que yo considero ser prolífico.
«Permítame que le cite mis calificaciones para el trabajo — me escribía uno — . Soy huérfano y vivo con mi tío, que es un fanático revolucionario socialista que dice que un hombre sin la roja sangre de la aventura no es más que un trapo animado». Otro decía: «Sé nadar un poco, a pesar de que no conozco ninguno de los nuevos estilos. Pero más importante que los estilos es que el agua es mi amiga». «Si me dejasen solo a bordo de un velero, sería capaz de llegar a donde me propusiese», era la calificación que se atribuía un tercero; y, desde luego, era mejor que la del que me decía «a veces he observado a las barcas descargando pescado». Pero probablemente el que se llevaba la palma era el que concluía una larga disertación acerca de sus amplios conocimientos del mundo y de la vida diciendo: «Mi edad, expresada en años, es de veintidós».
También recibía cartas muy sencillas y directas, sin adornos literarios, escritas por jóvenes que, si bien no sabían expresarse con facilidad, tenían grandes deseos de hacer el viaje. Estas solicitudes eran las que más me costaba rehusar pues, cada vez que lo hacía me parecía estar dándole una bofetada en la cara a la juventud. Eran chicos tan honestos y con tantas ganas de embarcarse. «Tengo dieciséis años pero estoy muy desarrollado para mi edad», decía uno; y otro: «Diecisiete años pero alto y fuerte». «Soy por lo menos tan fuerte como la media de los chicos de mi talla», decía uno que seguramente debía de ser débil. «No le tengo miedo a ningún tipo de trabajo», decía la mayoría, pero uno, para que no me quedasen dudas acerca de lo barato que iba a salirme, añadía: «Puedo pagarme mi desplazamiento hasta la costa del Pacífico, por lo que espero pueda aceptarme». «Dar la vuelta al mundo es la única cosa que realmente deseo hacer», decía otro, y por lo visto había varios centenares que también querían hacerlo. Uno me envió una patética misiva en la que decía: «No tengo a nadie a quien le importe que vaya o no». Otro nos enviaba una fotografía suya y al hablar de sí mismo decía: «Soy un tipo de aspecto vulgar, pero las apariencias no son siempre lo más importante». También espero que le hayan ido muy bien las cosas a la chica que me escribió diciéndome: «Tengo 19 años, aunque soy bastante menuda y por lo tanto ocuparía poco espacio, pero soy fuerte como el diablo». También nos escribió un chico de trece años al que Charmian y yo cogimos mucho cariño, y al que nos dolió mucho tener que rechazar su solicitud.
Pero no hay que creer que la mayoría de mis voluntarios fuesen chicos jóvenes; por el contrario, los chicos constituían una parte bastante pequeña del total. Había hombres y mujeres de todas las edades. Muchos de los candidatos eran médicos, cirujanos o dentistas pero, al igual que los demás profesionales, se ofrecían a venir sin cobrar, para efectuar cualquier tipo de trabajo e incluso a pagar por el privilegio de embarcarse con nosotros.
También había un gran número de compositores y periodistas que querían venir con nosotros, por no hablar de expertos camareros, cocineros y mayordomos. El viaje también había llamado la atención de bastantes ingenieros civiles; acompañantes «femeninas» rápidamente censuradas por Charmian; y aspirantes a secretarias particulares cuya utilidad a bordo me divertía bastante imaginar. También hubo interesados que eran estudiantes de institutos y universidades, así como profesionales de todas las especialidades imaginables, sobre todo mecánicos, electricistas e ingenieros. Me sorprendió ver la cantidad de personas que habían sentido la llamada de la aventura desde los sombríos despachos y talleres en que trabajaban; y aún me asombró más comprobar la cantidad de capitanes viejos y retirados que aún seguían deseando hacerse a la mar. Muchas personas jóvenes pero de buena posición económica también se morían de ganas de vivir una aventura; y lo mismo podía decirse de numerosos directores de escuelas rurales.
Querían venir padres e hijos, algunos matrimonios, e incluso una mecanógrafa que me comunicó: «Escríbame inmediatamente si me necesita. Pondré mi máquina de escribir en el primer tren». Pero la mejor carta de todas es la siguiente — fíjese en la delicadeza con que me ofrecía a su mujer — : «Quizá le apetezca que le plantee la posibilidad de que haga el viaje con usted, tengo 24 años, estoy casado y arruinado, y un viaje de estas características es justo lo que andamos buscando».
Es fácil imaginar que para una persona normal debe de ser bastante difícil escribir honestamente una carta de autorrecomendación. Uno de los voluntarios lo encontraba tan complicado que empezaba su carta diciendo:
«Ésta es una tarea muy ardua — y tras intentar en vano describir sus virtudes seguía diciendo — : Es duro tener que hablar acerca de uno mismo». Sin embargo, fue uno de los que más se alabaron, por lo que deduzco que al final debió de disfrutar escribiendo.
«Pero imagínese esto: su marinero es capaz de hacer funcionar el motor y repararlo en caso de avería. Imagine que puede efectuar guardias a la caña y solucionar cualquier trabajo de carpintería o de mecánica. Imagine que es fuerte, sano y con ganas de trabajar. ¿No preferiría llevarle a él que a un chico que no parase de marearse y que no supiese hacer otra cosa que lavar los platos?». Este tipo de cartas eran a las que más me costaba dar una respuesta negativa. Su remitente había aprendido el inglés de forma autodidacta, llevaba solamente dos años en Estados Unidos y, como él mismo decía: «No deseo ir con usted para ganarme la vida, pero quiero ver y aprender». Cuando me escribió trabajaba como delineante en una gran fábrica de motores; había tenido ya alguna experiencia marinera y se había pasado toda su vida tratando barcos pequeños.
«Gozo de una buena posición económica, pero eso no me importa y prefiero viajar — me decía otro — . En cuanto al salario, míreme, si cree que valgo un dólar o dos, estupendo, si cree que no, no digo nada. En cuanto a mi honestidad y temperamento, estaría encantado de presentarle a mis actuales patronos. No bebo ni fumo pero, para ser honrado he de confesar que, cuando tenga algo más de experiencia, me gustaría ser escritor.
»Yo me considero una persona bastante respetable, pero opino que las demás personas respetables son aburridas». El hombre que escribió esto realmente llegó a intrigarme, y todavía me pregunto si a mí me habría encontrado aburrido o qué diablos es lo que quería decir.
«He vivido épocas mejores que las actuales — me escribía un agudo veterano — , pero también he pasado tiempos mucho peores». Pero el espíritu de sacrificio del que escribió lo siguiente era tan enorme que no pude aceptarlo: «Tengo padre, madre, hermanos y hermanas, amigos muy queridos y un trabajo bien pagado, y estoy dispuesto a sacrificarlo todo para formar parte de su tripulación».
Otro voluntario al que jamás habría podido aceptar era un pulcro jovencito que, para indicarme lo necesario que era que yo le diese una oportunidad me decía que «me sería imposible enrolarme en un barco ordinario, sea una goleta o un vapor, pues tendría que convivir con marinos normales y no son una gente que lleve una vida muy limpia».
También había un joven de veintiséis años que había «conocido toda la diversidad de emociones humanas», y que también había «hecho de todo, desde cocinar hasta estudiar en la Universidad de Stanford», y que actualmente trabajaba «de vaquero en un rancho de cincuenta y cinco mil acres». Con él contrastaba la modestia de otro que me decía que «no tengo ninguna capacitación especial que me permita recomendarme a usted. Si le parece bien, podría perder unos minutos en contestarme. De lo contrario, siempre tendré trabajo en la tienda. No espero, pero me gustaría. Atentamente…».
Pero me llevé las manos a la cabeza durante un buen rato intentando imaginar qué relación intelectual podría haber entre mí y el individuo que escribía que: «mucho antes de conocerle, mezclé la economía política y la historia y deduje muchas de las mismas conclusiones a las que usted ha llegado».
La que sigue, a su manera, es una de las mejores cartas que me llegaron, así como una de las más breves: «Si alguno de los que ya se han enrolado se resfría y usted necesita a alguien que entienda de barcos, motores, etc., me gustaría tener noticias suyas…». Otra misiva muy corta fue esta: «Me gustaría participar en su viaje alrededor del mundo trabajando de marinero o de lo que haga falta. Tengo diecinueve años, peso cincuenta y cinco kilos y soy americano».
Y he aquí una escrita por un hombre con una estatura de «poco más de metro sesenta y seis»: «Cuando me enteré de su proyecto de navegar alrededor del mundo en compañía de la señora London a bordo de un pequeño yate, me alegré tanto que sentí como si lo estuviese planificando yo mismo y estuve a punto de escribirle para solicitar la plaza de cocinero o de marinero, pero por alguna razón no lo hice y el mes pasado me fui de Oakland a Denver para trabajar en el negocio de un amigo mío, pero todo ha ido de mal en peor. Por suerte usted ha retrasado su partida a causa del gran terremoto, por lo que finalmente me he decidido a proponerle que me acepte en su tripulación. Mi estatura es de poco más de metro sesenta y seis; por lo que no soy muy fuerte, pero soy muy resistente y gozo de una salud excelente».
«Creo que podría añadirle a su barco un sistema adicional para aprovechar la fuerza del viento — escribía uno con las mejores intenciones — , que, sin interferir en las velas con viento flojo, le permitiría aprovechar toda la potencia del viento cuando éste soplase con más fuerza, incluso con un viento tal que en condiciones normales debería arriar hasta el último palmo de trapo, con mi sistema podría seguir a toda vela. Además, con mi invento su barco no podría volcar».
La carta anterior había sido escrita en San Francisco con fecha del 16 de abril de 1906. Dos días después, el 18 de abril, sucedió el gran terremoto. Y ésa es una de las cosas que me fastidió el terremoto, pues el hombre que me había escrito la carta debió de convertirse en víctima y nunca llegamos a conocernos.
Muchos de mis compañeros socialistas protestaron por la preparación del viaje. Uno de sus típicos comentarios fue este: «La causa socialista y los millones de víctimas que viven oprimidas por el capitalismo tiene derecho a exigir tu vida y tus servicios. Si de todos modos persistes, cuando estés tragando la última bocanada de sal que puedas aguantar antes de hundirte, acuérdate de que al menos protestamos».
Un trotamundos que «si fuese oportuno podría recordar muchos hechos y momentos curiosos» invirtió un montón de páginas hasta llegar a la cuestión clave y me decía: «Me parece que me estoy desviando del motivo de mi carta. He de decir que he leído en letra impresa que usted y una o dos personas más se proponen realizar un crucero alrededor del mundo a bordo de un barco de quince o veinte metros de eslora. No puedo creer que un hombre de su posición y experiencia pretenda hacer algo que no será más que tentar constantemente a la muerte. Aún en el caso de que consiguiesen soportarlo durante algún tiempo, usted y sus acompañantes acabarían machacados por el incesante movimiento de una embarcación de esas características. Incluso en el caso de que su interior estuviese acolchado, cosa que no es habitual en la mar». Gracias amigo, gracias por tu calificación «cosa que no es habitual en la mar». Este otro amigo también conocía bien el mar pues se describía a sí mismo diciendo: «Yo no soy un destripaterrones y he navegado ya todos los mares y océanos. — Y de repente nos descubre el motivo de su carta afirmando — : Sin querer ofender a nadie, con semejante barco sería una locura llevar a una mujer más allá de la bahía».
En el momento de escribir estas líneas, Charmian está en su camarote trabajando con la máquina de escribir, Martin está haciendo la comida, Tochigi está poniendo la mesa, Roscoe y Bert están repasando el calafateado de la cubierta, el Snark navega a una velocidad de cinco nudos con mar picada y sin nadie que lo gobierne y, además, no está acolchado.
«Habiendo leído en un periódico un artículo acerca del proyecto de su viaje, nos gustaría saber si necesita una buena tripulación. Somos seis chicos, buenos navegantes, con méritos obtenidos en la Armada y en el Servicio Mercante, todos verdaderos americanos de edades entre 20 y 22 años y que actualmente trabajamos aparejando barcos en la Union Iron Works. Nos gustaría mucho zarpar con usted». Eran las cartas como ésta las que me hacían sentir coraje por no disponer de un barco más grande.
Y así me escribía la única mujer del mundo — aparte de Charmian — que habría sido ideal para el viaje: «Si no ha conseguido encontrar un cocinero, me encantaría enrolarme en calidad de tal. Soy una mujer de cincuenta años, sana y fuerte, y puedo desempeñar esa función para la reducida tripulación del Snark. Soy muy buena cocinera y muy buena navegante, además de bastante viajera. Preferiría que el viaje durase diez años en vez de uno. Referencias…».
Algún día, cuando haya conseguido ganar mucho dinero, construiré un barco muy grande con espacio para mil voluntarios. Tendrían que realizar todos los trabajos a bordo para lograr dar la vuelta al mundo, de lo contrario sería mejor que se quedasen en sus casas. Estoy seguro de que daríamos la vuelta al mundo, pues he comprobado que el espíritu aventurero no ha muerto. Sé que el espíritu aventurero no ha muerto porque he mantenido una larga e íntima correspondencia con él

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Los Furbantes
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sin. pl. pícaro, bribón, mentiroso, falseador, escritor