Fantasma

david rojas
los furbantes
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4 min readSep 17, 2015
Fotografía: Zahira (https://www.flickr.com/photos/_zahira_/)

Resulta que hacía calor todo el tiempo: durante el día era un suplicio sentarse bajo el sol. Y me metía bajo las chapas de la pensión, pero era lo mismo. Encima yo tenía poco dinero, entonces tomaba mate. O me convidaban aguardiente. Aunque tampoco podía tomar algo frío, porque el único almacén que había en el pueblo tenía la heladera fundida y el agua era viscosa y gris.

Esperar la noche se hacía largo, pero cuando bajaba el sol, qué alegría. La temperatura seguía igual, pero uno se hacía la idea de que era mejor.

Yo me bañaba con un trapito, me ponía una camisa que todos los días fregaba hasta sacarle el olor rancio y salía a dar una vuelta.

La vuelta era una línea recta, hasta la casa del Simón, un tipo que volvía a esa hora de trabajar y siempre traía un refrigerador portátil con cervezas que le robaba a su patrón. Sacaba una mesa plegable al frente de la casa, un par de sillas, y jugábamos naipes y sudábamos al aire libre.

Siempre había alguna mujer. Simón las invitaba y ellas iban con la promesa de cerveza fresquita. Había cumbia de fondo y las chicas reían y nosotros decíamos cosas soeces.

A mí me gustaba una chica alta y grandota que pasaba de vez en cuando y bebía la cerveza de a sorbitos. Tenía la cara redonda y ella protestaba y decía que parecía una galleta y yo le decía que era más bien como la luna y citaba un montón de zambas que me tengo aprendidas, aunque no sé tocar la guitarra.

La chica se iba temprano, entonces yo la acompañaba.

“Hasta la plaza nomas, más allá puedo cruzarme con algún vecino y son habladores”.

Un día la convencí de torcer el camino y terminamos en la habitación que tenía alquilada. Mientras le juraba un montón de cosas la fui desvistiendo. Claro que yo creía las cosas que le decía, ya les dije que me gustaba.

Tenía unas piernas anchas y tímidas. Metí mi cabeza entre ellas y aspiré y me sentí muy bien y la noche calurosa que pegaba mi remera contra mi espalda se me volvió demasiado corta.

Noche tras noche, repetimos la experiencia. Nos enganchábamos en la murra y entre coito y coito yo la fregaba con el trapito y ella me fregaba a mí. Y cuándo empezaba a amanecer y ella se iba y me dejaba extenuado, yo me dormía pensando cuánto me saldría un terrenito en el pueblo.

Así pasaron dos meses, más o menos. Con días cada vez más calurosos y noches en la que cada vez ganaba más confianza.

Una noche fui a lo de Simón. La chica no estaba.

Pregunté por ella, sobre todo dónde vivía. Simón no sabía, la había conocido en la plaza y la había invitado y él no preguntaba esas cosas. Las mujeres que estaban en la partida de naipes, tampoco. Uno de los jugadores comenzó a reír y a decir que tuviera cuidado con los fantasmas, que llenaban las plazas.

Caminé y la busqué por el pueblo, más allá de la plaza. Y pregunté a cada vecino, y nadie me sabía decir nada sobre ella.

La noche pasaba: yo golpeaba cada puerta y en cada puerta amablemente me decían que no conocían a ninguna chica así.

Cuando me cansé de dar vueltas, me fui a la plaza y me senté en un banco. Pensé en ella y en lo lindo que sería encontrarla y pedirle ahí mismo que se case conmigo. La imaginaba cebándome unos mates, dándole de comer a los patos -porque compraría un terrenito alejado y tendríamos patos, que son simpáticos- fregando mi espalda.

Escuché un llanto. Ella se acercaba a mi lado, tapándose el rostro con las manos.

“Estoy embarazada, pero el bebé no es tuyo”.

Hice cuentas con los dedos, le dije que no podía ser, que me diga la verdad, que no me mienta, que debía ser mío, que no me clavara ese puñal, que no la quería dejar, que quería caminar con ella hasta que llegue el amanecer, que hagamos el amor otra vez.

Al otro día me quedé encerrado hasta la hora en que pasó a buscarme Simón. Me llevó en su moto los cincuenta kilómetros que separaban el pueblo de la ciudad y ahí tomé un micro y me fui.

Ahora, a veces, lejos ya del calor, me despierto en mitad de la noche con la sensación de que alguien me observa. Entonces, inquieto, hago cuentas con los dedos y me vuelvo a dormir.

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david rojas
los furbantes

Soy un escritor que no sabe escribir autobiografías.