La dimensión de la soledad

pe puebla
los furbantes
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3 min readDec 7, 2015

No debe haber persona en el mundo que no se lleve de las Cataratas de Iguazú su propio testimonio sobre la grandiosidad y la opulencia de la naturaleza. Mejor o peor adjetivados, pareciera común a los relatos la insuficiencia del lenguaje para describirla, problema que se repite en todas y cada una de las imágenes con las que se abastecen las redes sociales. Si hay una expresión que puede condensar el abismo entre la experiencia y los relatos de la experiencia, entre el transitar por una de las siete maravillas naturales del mundo y la foto insípida de un chorro de agua es, tal vez, “el mapa no es el territorio”. Haber visitado las cataratas —en Agosto del año 2011 y por razones sentimentales— no solo le dio cierto matiz de verdad a las insistencias evangelizadoras de todos los que alguna vez habían estado ahí, sino que puso en perspectiva, tal vez por primera vez de manera tan gráfica y rotunda, la insignificancia de nuestra existencia, o al menos de la mía. Si me preguntaran acerca de las Cataratas del Iguazú diría, sin vacilar, que la Garganta del Diablo es el mejor lugar en el mundo para sentirse solo y recomendaría, si fuera posible, reemplazar el psicoanálisis por la contemplación silenciosa de aquel caudal inefable por apenas unos minutos a la semana. Hay algo en el orden de las dimensiones, algún ingrediente secreto en ese territorio, que impera sobre la lógica, el lenguaje y la armadura de lo que nos hace humanos, y no es casual que esas cataratas sean el paisaje frecuente que eligen muchas personas para suicidarse. Saltar una valla o apoyarse en una roca y dejarse llevar por la corriente intempestiva no dejan de resultar opciones atractivas en el mercado de la muerte. Los pulmones se llenan de agua con seguridad y urgencia, los huesos se rompen ante cualquier golpe contra las piedras. De la manera que sea, terminar así con la existencia es una experiencia no solamente súbita sino también estética. Natural.
Nunca pensé que un departamento de dos ambientes incrustado en el medio de la Capital Federal podía generar una sensación análoga a la que recuerdo tuve en mi visita al Iguazú. Ahora, ese perfume de pequeñez, de irrelevancia y de, por qué no, impotencia se inscribe en una construcción de estricta medición, hecho por y para el hombre, ajustado a su imagen, a su urbana semejanza. Vivir solo —con el bonus track de las virtudes de la autonomía — es convivir con un manantial de apariciones e interrogantes fantasmáticos que bien podrían compararse a los que suscita el poder de la Garganta. La soledad, cuando se la despeja de su mala fama y su aura de melancolía, nos hace habitar el hogar aferrados a nociones muy estrictas sobre la relación de lo vacío y de lo lleno. Las dimensiones, los espacios, las alturas, la luz, la ventilación, la presión de agua, los metros cuadrados cubiertos, los descubiertos, las áreas comunes comienzan a formar parte de una cotidianeidad, por momentos plena y por momentos sórdida, que termina por ser no más que otra naturaleza. El entusiasmo por la idea de vivir solo —cuando es encarado como proyecto, como causa, como “deseo” — se rompe al chocar con un día a día menos elegante y de fantasías más austeras. Comprar una heladera, tener algo de comida, pagar el alquiler, preocuparse por los vencimientos de los servicios, tener flores siempre turgentes en el florero. En el territorio urbano de la soledad también está la insignificancia, condición con la que preferimos convivir bajo el título de soberanos, dueños ficticios de una existencia que no nos pertenece, propietarios de una vida que no le haría ni cosquillas al poderío de la Garganta.

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