Stevenson, el viajero

david rojas
los furbantes
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6 min readJun 18, 2015
Treinta años y mi novela preferida sigue siendo La isla del tesoro: gracias Stevenson.

Robert Louis Stevenson escribió, además de las obras por las que es más conocido -La Isla del Tesoro, El diablo en la botella-, varias crónicas de sus viajes.

Así, en Un viaje al continente (1876), cuenta la travesía que hizo a bordo por río, a bordo de una canoa, entre Bélgica y Francia. La publicación de este libro le permitiría adquirir el dinero necesario para viajar a América a buscar a Fanny Osbourne, mujer de la que se había enamorado unos años antes en Paris y con la cual sus padres no lo dejaron unirse debido al estado civil de la muchacha -estaba separada de su marido legal. Años más tarde aparecería A través de las grandes llanuras (escrito en 80): aquí se describe la visita que el inglés hizo a Estados Unidos, país que atravesó en 1880 en tren, para reunirse con Fanny en San Francisco, donde finalmente se casaron.

Él cruzó el Atlántico y un país entero para buscarla, ella lo siguió en su viaje a la Polinesia. Se querían de verdad o no tenían dinero para volver atrás.

Como se desprende, los libros de viaje de Stevenson estaban relacionados directamente con su vida personal. Lo mismo sucede con su viaje a la polinesia: Stevenson emprende en 1888 un viaje a esta región buscando un clima que ayudase a combatir su tuberculosis, la cual se agravaba cada año. Allí se vinculará con las tribus locales y se hará amigo de la población aborigen -lo apodaran Tusitala, el que cuenta historias-. Pero Stevenson era un inglés y su visión de la vida en las islas estará mediada por el hecho de que es un miembro del Imperio: los relatos de este período de su vida sirven para ver también la injerencia del colonialismo sobre las poblaciones del pacífico sur. Los textos sobre estos años forman parte del libro En los mares del sur, una de sus últimas obras, escrita antes de fallecer en 1894 en Samoa.

Aquí reproducimos un fragmento correspondiente al capítulo Jefes y tapus:

(…) Hacía solo tres días que nos hallábamos en Anaho cuando recibimos la visita del jefe de Hatibeu, hombre importante y célebre, antiguo caudillo de una guerra contra los franceses, antiguo prisinero en Tahití y el último comedor de “cerdos largos” de Nuku-hiva. Pocos años antes lo habían visto recorrer a grandes zancadas la playa de Anaho con el brazo de un cadáver al hombro. “¡Así se porta Kooamua con sus enemigos!”, vociferaba a los que encontraba por el camino, mientras deboraba un bocado de carne fresca. Ahora, imaginad a este caballero a quien los franceses colocaron en su cargo, haciéndonos una visita matinal vestido a la europea.

(…) Pero lo que interesa es el asunto que aquella mañana le traía a Anaho. Al parecer la raya escaseaba alrededor de los arrecifes, y se consideró oportuno establecer una especie de veda. A tal fin, es costumbre en la Polinesia declarar un tapu pero ¿quién debía encargarse de él? Taipi no habría podido hacerlo; de hecho, habría debido hacerlo, pues era uno de los principales atributos de su cargo, pero ¿quién habría hecho caso de la prohibición de un “mendigo a caballo”? De nada servía que plantara ramas de palmera; ¡no por ello el lugar se volvería sagrado! Podía pronunciar un hechizo; ¡bastante sabían que los espíritus no responderían! Por consiguiente, el viejo canibal legitimado tuvo que venir a caballo, a través de las montañas, para actuar en su lugar; ¡y el respetable funcionario de los vestidos blancos sólo pudo mirar y envidiar! Aproximadamente en la misma época, aunque de un modo diferente, Kooamua instituyó una ley forestal. Los cocoteros estaban enfermos, pues al arrancar los frutos todavía verdes se deterioraba el árbol y al final se corría peligro de morir. Kooamua había podido declarar tapu los arrecifes, que eran de propiedad pública, ¡pero no podía hacer lo mismo con los cocoteros de los demás! Adoptó una medida bastante interesante. Estableció un tapu en sus propios árboles, y en todo Hatiheu y Anaho se siguió su ejemplo (…)

Como se notará, con sorpresa sin duda, estos dos tapus tenían un objetivo muy práctico. Digo “con sorpresa” porque la verdadera naturaleza de esta institución es muy mal comprendida en Europa. Se considera por lo general una prohibición maligna y sin razón, parecida a la que, en nuestros días, en ciertos países, impide a las personas fumar y, hace muy poco, en Escocia, establecía que no se pasease en domingo. El error es tan lógico como injusto. Los polinesios no han sido educados, como nosotros, dentro de la tradición práctica y fortalecedora de la antigua Roma; para ellos, el concepto de ley no se ha separado nunca del de moral o propiedad; de modo que el tapu debe bastar para todo y significa indistintamente que un acto es criminal, inmoral, contrario al orden público, indecoroso o, como decimos nosotros, “impropio”; por eso muchos tapus eran bastante absurdos, como los que excluían ciertas palabras de la lengua y en particular las relativas a las mujeres. Puede decirse que el tapu rodeaba a las mujeres por todas partes. Muchas cosas estaban prohibidas a los hombres; muy pocas estaban permitidas a las mujeres. No debían sentarse sobre el papae, no debían subir a él por la escalera, no debían comer tocino, no debían acercarse a un navío, no debían cocinar en ningún fuego encendido por un varón. Cuando se abrieron los caminos, se observó que, en vez de seguirlos, las mujeres atravesaban los sotos que los bordeaban y, cuando llegaban a un puente, no lo cruzaban, sino que vadeaban el río; caminos y puentes eran obra de los hombres y tapus para los pies de las mujeres. (…) El respeto al pudor femenino es, en general, la excusa para todas las trabas que los hombres gustan de imponer a sus esposas y a sus madres. Aquí nada tiene que ver el respeto, y considerad la vida de estas mujeres, que aún tienen las manos y los pies atados por convenciones desprovistas de todo sentido.

(…) Sin embargo, muy a menudo el tapu es el instrumento de restricciones sabias y necesarias. (…) Hace unos años la sequía destruyó todos los árboles del pan y los bananos del distrito de Anaho; un singular estado de cosas nació de esta calamidad y de las costumbres generosas de la isla. Hatiheu, bien regada, había escapado a la sequía; cada cabeza de familia de Anaho atravesó el paso, escogió un habitante de Hatiheu, “le dio su nombre” (un regalo oneroso, que no se rechaza jamás) y autorizado por este parentesco improvisado, se llevó todas las provisiones que necesitaba, como si hubiese pagado por ellas. (…) Me quedé tanto más sorprendido al descubrir, cerca de la playa, y a menos de un kilómetro de Anaho, un islote de árboles de pan que se inclinaban bajo la carga de sus frutos bienhechos. “¡Por qué no tomáis estos?”, pregunté. “Tapus”, contestó Hoka, y yo pensé (como hacen los viajeros ingenuos) cuán niños y locos eran aquellos hombres que avanzaban penosamente por la montaña y despojaban de alimentos a sus vecinos inocentes, cuando el sostén de la vida crecía a su puerta. Sin embargo, me equivocaba. En medio de la destrucción general, aquellos árboles sólo eran suficientes para sustentar a la familia ade su propietario, y por aquel medio tan sencillo, declarándolos tapus, habían reforzado su derecho sobre ellos.

Stevenson y Fanny con amigos que hicieron en la Polinesia

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david rojas
los furbantes

Soy un escritor que no sabe escribir autobiografías.