20 años Inrockuptibles / 1998 > “Pizza, birra, faso”, de Adrián Caetano y Bruno Stagnaro

Los Inrockuptibles
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6 min readJun 21, 2016

Desde las primeras imágenes salta a la vista que existe una sintonía perfecta entre lo que cuenta Pizza, birra, faso y el modo en que lo cuenta. Imágenes nerviosas, parpadeantes, inestables. De aspecto desprolijo, sucias, rugosas. El formato de 16 mm ampliado a 35, con su grano grande y su definición algo borrosa, le sienta tan bien a la película como a los protagonistas las camperas raídas y las zapatillas gastadas. Si la imagen es algo borrosa, el sonido –primer desfase de una película que abunda en lúcidas disociaciones– es fuerte, límpido, potente. Y trabajo con evidente minucia. Es que la desprolijidad de Pizza, birra, faso es sólo aparente. Los walkie talkies de la policía se “pisan” con el informativo de la radio, y las imágenes se ven interferidas por los títulos de crédito y por una música poderosa y percutante. A medida que avanza la secuencia de créditos, lo que eran imágenes se va volviendo relato, de un modo brusco, pero natural. Dos chicos abordan un taxi por asalto y encañonan a sus ocupantes. Dan órdenes perentorias.

“Vos te cállas”, “Largá la guita”, “No te hagás el boludo”. Como sus héroes, la primera película de Adrián Caetano y Bruno Stagnaro toma el cine por asalto. Lo hace con armas sencillas, manipuladas con pericia total: una cámara rudimentaria, un boom de sonido, una editora digital para ir montando esos planos discontinuos y vibrantes. El cine argentino ya no podrá seguir haciéndose el boludo: antes de que terminen de aparecer los títulos de presentación, hasta el más miope se da cuenta de que Pizza, birra, faso no es una película más. Bienvenidos al cine argentino del 2000.

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Es probable, sin embargo, que este cine del 2000 haya empezado en 1995. Ese año se estrenó Historias breves, muestra de cortos premiados por el Instituto de Cine que logró llenar durante un mes el cine Maxi y produjo un sacudón en la crítica. La mitad más uno de esos nueve cortometrajes permitía hablar de un “nuevo cine argentino” sin tener que tragarse la frase. Esta vez estaba pasando algo: ahí aparecían nuevos paisajes, nuevos sonidos, una nueva forma de narrarlos. En realidad, no había nada nuevo: los paisajes eran los del interior, pueblos o rutas; los sonidos más persistentes eran de tango y bailanta; la forma de narrarlos, sobria y sin adornos. El cine criollo descansaba, por dos horas, del vacío de los lugares comunes, las frases hechas y las imágenes falsas, para encontrar en el vacío de las rutas argentina y los pueblitos perdidos del interior algo nuevo que encuadrar. Dos de esos cortos –Cuesta abajo, el del hombre que se mete con su camioncito de gallinas en una “falla” en el tiempo, y Guarislove, el del pelotón de pibes perdidos en Malvinas– estaban firmados por Adrián Caetano (27 años al día de hoy) y Bruno Stagnaro (24), que ahora se asocian para saltar al largo. Es decir: Pizza, birra, faso no sale de la nada. Es el primer emergente serio de un proyecto de intervención –consciente o no, poco importa– que un grupo de jóvenes lanzó sobre el cine argentino.

Pero no hay generación sin individuos, y Pizza, birra, faso es cualquier cosa menos una película impersonal. Habría que ponerse a rastrear en la historia del cine argentino –y aún así nadie garantiza ningún éxito en esa búsqueda– para encontrar, por ejemplo, algo parecido a la escena del ataque al inválido. O la de la toma del obelisco, en la que todo posible exceso simbólico se ve mitigado por el aire casi casual con que la acción está presentada. O la del robo en la cola de desocupados, inspirada incursión en la tragicomedia urbana. Por muchas razones, esos son momentos cinematográficos privilegiados. Momentos que suscitan una multitud de emociones encontradas, de la sorpresa al estupor. Pero sobre todo, una rara mezcla –que el cine contemporáneo ya prácticamente no ofrece– de adhesión/repulsión. Hasta el momento del ataque al inválido, la película lleva al espectador a compartir el punto de vista del Cordobés, de Pablo, Sandra, Frula y Megabón, esos desconocidos de siempre. Rápidamente aprendemos a verlos no como lúmpenes, sino como proletarios del delito. Tienen ambiciones de progreso, pero se ven explotados por un jefe tan desgraciado como cruel, que se aprovecha de su condición de carenciados. Primera originalidad de Pizza, birra, faso; primera revelación de que estamos ante un film infinitamente más lúcido que mil estudios sobre la marginalidad. Sus protagonistas no son marginales comunes y corrientes. Son marginales integrados a un orden paralelo, a un microsistema delictivo en el que se reproducen, fatalmente, las relaciones jerárquicas del afuera. Y ni siquiera están en la base de la pirámide soportando todo el peso del poder. En un momento extraordinario, que dura apenas segundos, Pizza, birra, faso nos hace ver el ciclo de la marginalidad y el lugar que ocupan los héroes dentro de ese ciclo. El Cordobés y Pablo comen sus porciones de pizza en Ugi’s y dejan los restos en un plato. Se van por derecha del cuadro, la cámara mantiene el encuadre, por izquierda aparece un hombre y se come los restos. En la pirámide social, nos recuerda Pizza, birra, faso, siempre hay alguien que está más abajo.

Es probable que este cine del 2000 haya empezado en 1995. Ese año se estrenó Historias breves, muestra de cortos premiados por el Instituto de Cine que logró llenar durante un mes el cine Maxi y produjo un sacudón en la crítica.

Del mismo modo, la simpatía que despierta el Cordobés, su condición de aglutinante del grupo, no impiden que la película muestre todo el tiempo sus costados más oscuros. Sin rozar jamás el psicologismo, es evidente que el grupo protagónico de Pizza, birra, faso funciona como una familia alterna, no del todo disfuncional. Hay un papá (el Cordobés), una mamá (Sandra, que está embarazada), un hijo mayor (Frula, que rivaliza con el papá), un hijo menor (el mimado Megabón). Y Pablo (¿un amigo, un tío, un amante?), que no se separa del Cordobés y que lo instiga: “Tenemos que dar un golpe en serio”. Con generosidad, la película se pasea por todos los puntos de vista, sin anclar definitivamente en ninguno y sin facilitarle al espectador ninguna adhesión mecánica. Así como en la escena del inválido la simpatía hacia los personajes se ve brutalmente sacudida (ecos indisimulados del apedreo al ciego en Los olvidados, de Buñuel), los representantes del poder están todo lo lejos que se puede estar de, por ejemplo, el inspector de policía de Tango feroz, ese estereotipo criollo de lo siniestro. Véase si no el policía motorizado del final, un antagonista tan patético como los héroes y tan joven como ellos.

Estar de uno u otro lado de la ley no es cuestión de naturaleza, se insinúa en la película, sino más sencillamente de azar. No otra cosa sugerían los policiales negros norteamericanos de los años 40/50. De hecho, una de las mayores originalidades de Pizza, birra, faso es su exitosa fusión entre un registro “crudo” y urgente, como de noticiero (Buenos Aires es mostrada con tanta vividez como la reciente Buenos Aires viceversa, pero con mayor autenticidad), y el del policía clásico, en el que la ficción manda y la fatalidad también. Basta comprar la forma en que está construída la secuencia de títulos, tan moderna como puede serlo el cine “directo”, con la escena del tiroteo en la puerta de la bailanta, absolutamente clásica en su montaje paralelo entre varios espacios coexistentes. Lo notable de Caetano/Stagnaro es la naturalidad con que fusionan y hacen entrechocar esos registros disímiles, sin imponerlos sobre el relato, sino más bien “dejándolos salir”. En Pizza, birra, faso, todo –el tempo o el modo de cada escena, la sucesión narrativa, cada peripecia, el habla de los personajes, la pendulación entre tragedia y humor– se percibe como necesario. Signo inconfundible de toda gran película, Pizza, birra, faso suscita en su espectador la sensación de que las cosas no podrían ser de otra manera. Pero lo que logró la dupla Caetano/Stagnaro es algo más que una gran película. Es una película que –y esto es lo que de veras importa– toma por asalto el cine argentino, apuntándole directamente a la cara.

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Pizza, birra, faso
De Adrián Caetano y Bruno Stagnaro.
Con Héctor Anglada, Jorge Sesán y Pamela Jordan.

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Reseña publicada en el #19 de Los Inrockuptibles, enero-febrero de 1998.

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