20 años Inrockuptibles / 1999 > Entrevista a Greil Marcus

Los Inrockuptibles
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10 min readJul 1, 2016

Al principio de Rastros de carmín, parecés excusarte por comparar a Guy Debord y Johnny Rotten, como si se asombrara de su propia audacia.
No me parece que el libro sea una comparación. Es más bien una argumentación que muestra cómo varias personas muy diferentes pueden compartir la misma voz, personas que, a mi juicio, nunca se reconocerían mutuamente por muchas razones. Pero es cierto, estaba sorprendido por mis propias ideas. Me sorprendía ese grupúsculo clandestino de ambiciosos intelectuales izquierdistas que se consideraban muy serios, y que durante años trabajaron en desarrollar una de las críticas de la sociedad moderna más duras y sofisticadas que existen; me sorprendía que esta crítica pudiera volver a aparecer en una canción de tres minutos. Porque no creo que “Anarchy in the UK” sea una vulgarización, un fragmento de una idea situacionista, ni que sea una popularización del dadaísmo. Creo que es una realización de esas dos tradiciones, en el sentido de que “Anarchy in the UK” contiene al mismo tiempo una crítica situacionista y un gesto dadaísta, que llega más lejos aún que ellos. Sí, me parece extraordinario –extraordinario que, por su naturaleza misma, ¡Guy Debord y su banda de amigos hubieran podido estar un día en la cima de los charts!

Contar una historia secreta es una tarea difícil. ¿Nunca pensaste que una historia como esa estaba hecha para permanecer oculta?
No, porque toda la gente de la que hablo hizo todo lo que pudo, realmente llegó a tentar al diablo, y de la manera más ruidosa, brillante y atractiva posible, para que su crítica fuera escuchada. La mayor parte de ellos fracasaron, o no triunfaron más que por un instante fugaz. Y después, regresaron a la oscuridad. Incluso los situacionistas, que se esforzaron tanto para parecer herméticos, para no entrar en contacto con nadie, publicaron desde el principio un periódico lleno de sus brillantes críticas y que intentaba ser lo más vibrante posible. Un periódico que invitara a la gente a pensar “¡Oh! ¡Cómo me gustaría estar tan vivo como la gente que escribe esto!”. Sentí exactamente eso la primera vez que leí a los situacionistas. Nunca había leído textos tan comprometidos, ni autores que hallaran tanto placer en formular su crítica negativa. No era entonces algo clandestino; al revés, querían seducir. Lo que no quiere decir que quisieran ser famosos. También entiendo a Johnny Rotten, lo tomo muy en serio cuando dice que lo único que desea en el mundo es destruir lo que le jode, lo que le da asco, lo que lo insulta. Creo que ésa era su única meta, y personalmente me parece que la alcanzó.

“Nunca nadie podrá volver respetable al rock: siempre será vulgar, venal, salido de la calle y sujeto a la corrupción. Eso es lo que lo vuelve atractivo, de ahí viene su energía.”

¿Conociste a Guy Debord?
Era muy difícil ponerse en contacto con él. Le escribí una vez cuando empecé a escribir el libro. Un día, uno de mis amigos decidió que iba a conocer a Debord. Dio vueltas por París hasta que conoció a alguien que conocía a alguien que podía presentarle a Debord. Y muy pronto se volvió un amigo íntimo suyo. De hecho, le dio un ejemplar de mi libro, lo que hizo que Debord, un tiempo después, me escribiera una carta haciéndome comentarios. Pero cuando le conté todo esto a Michèle Bernstein, la primera mujer de Debord, ella me dijo “Dieciocho meses”. “¿Qué quiere decir con eso?”, le pregunté. Ella me contestó “En dieciocho meses, Guy no va a volver a hablar con su amigo”. Y efectivamente, dieciocho meses después, todo terminó.

¿Cree que el hecho de ser norteamericano te ayudó a cruzar punk y situacionismo?
No sé. Lo que pasa es que siempre escribí sobre lo que me atrae, lo que me fascina, o bien lo que me irrita. En este caso, los Sex Pistols me intrigaban tanto como los dadaístas o los situacionistas. Para mí, la pregunta es la misma: ¿qué es lo que esta gente creía que estaba haciendo? Exigirle tanto al mundo con armas tan poéticas, eso es lo que me fascinó. Invertir el mundo con un poema sin palabras, con una crítica que la mayoría ignorará, con un disco que dará risa, eso es lo que me intriga. Tardé nueve años en escribir el libro: realmente tenía que haber algo muy fuerte que me impulsara. La ultima parte, la que justamente se llama Rastros de carmín, me llevó tres años escribirla. Un día ya no podía más y le dije a mi mujer “Sabés, estoy anclado en París en 1952”. Ella me contestó “¡Uy, tenés suerte de estar estancado en un lugar tan hermoso!”. Así fue que encontré la fuerza para continuar.

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Tu meta original no era entonces política, como por ejemplo, publicitar a un grupo revolucionario…
Era algo mucho más sencillo que eso. Cinco años después de la publicación de Mystery Train, quería escribir otro libro. El periodismo me resultaba frustrante. Y lo mejor que había escrito en los últimos tiempos –quiero decir lo que más me importaba– trataba sobre el punk. Así que me dije “Escribí un libro sobre eso.” Y después eso se fue transformando. Mi meta principal era ahora tratar de comprender y de seguir la tradición quebrada de un cierto tipo de voz, de rabia, de honestidad y de delicias, que va tomando distintas formas. Así se convirtió en una aventura intelectual con la que esperaba poder crear una historia lo bastante coherente como para interesar. No estaba tratando de promover este o aquel discurso revolucionario. Sin embargo, hay algo de esa naturaleza cuando explico que siempre están pasando más cosas de las que parece. Hay sorpresas que pululan bajo la superficie. Y es cuando las cosas parecen más calmas que tenemos más chances de ver resurgir el deseo. Esos momentos son raros y maravillosos. Aportan una nueva energía a la vida. Cuando aparecen, hay que prestarles atención, porque uno puede vivir más plenamente si sabe reconocerlos. Ese es el otro argumento de mi libro: saber que una canción contiene más cosas que las que uno suele pensar. Ahí adentro hay más historia y más cuestionamientos que lo que parece. Así que no hay que temer escuchar al mundo entero en una canción que te gusta. Tal vez en ese punto yo sea más político, sin tener ningún programa.

“Entiendo a Johnny Rotten, lo tomo muy en serio cuando dice que lo único que desea en el mundo es destruir lo que le jode, lo que le da asco, lo que lo insulta. Creo que ésa era su única meta, y personalmente me parece que la alcanzó.”

Hay dos personajes muy hermosos en tu libro: Michel Mourre, que fue a gritar “¡Dios ha muerto!” a la catedral de Notre-Dame, y el filósofo marxista Henri Lefebvre.
Respeto muchísimo a Lefebvre, alguien que siguió al siglo de cerca en toda su confusión. Empezó gravitando alrededor de los surrealistas, luego pasó al partido comunista francés y después, al darse cuenta que en esa burocracia sus ideas no encajaban, vivió una historia de amor con Guy Debord y los situacionistas. Finalmente, y eso es lo que más me conmueve, en su largo libro-entrevista titulado Le temps du mépris, se puso a hablar de Dadá y de los situacionistas con la misma furia que proviene de esa tradición, diciendo “Ya no me acuerdo de todo eso. ¿Por qué me pregunta? ¡Yo era un chico!”. Pero hay que leer exactamente lo contrario de lo que dice. Lo que en realidad nos está diciendo es que cuando uno ha experimentado semejante ataque de negación, que también es un ataque de deseo, uno está acabado hasta el fin de sus días. En relación a esos momentos, el resto de tu vida ya no estará en condiciones de satisfacerte. El museo más hermoso, el mejor recital, el mejor resultado electoral imaginable te dejarán insatisfecho. En cuanto a Michel Mourre, había leído su aventura en Notre-Dame en la primera recopilación de textos situacionistas publicada en Inglaterra. Después leí a Debord, que habla de eso, y que dice que ese hombre que grita en la catedral de Notre-Dame que Dios ha muerto había sido muy importante para él, aunque él no haya sido parte en eso. Quise saber más al respecto. Leí diarios de la época. La historia fue muy comentada durante dos semanas, con detalles increíbles. ¡Los surrealistas decían que Michel Mourre era uno de los suyos, que ellos hubieran hecho lo mismo si hubieran tenido el coraje, la idea o sencillamente el tiempo de hacerlo! Después, encontré su libro, Contre le blasphème. ¡Un libro! No podía creerlo. Logré conseguirlo, y ahí fue que descubrí esa historia increíble. Por supuesto, quise contarla, pero también quise mostrar que cientos de años de experimentaciones, de fracasos, de deseos y de cuestionamientos del mundo estaban condensados en “Anarchy in the UK”, del mismo modo en el que cientos de años de persecuciones, rechazos y herejías, gestos de vanguardia y bromas dadaístas se condensaban o reencontraban en la acción de Michel Mourre. No me importaba si los actores eran conscientes o no. El hecho es que había sucedido.

Como crítico de rock, formaste parte de la generación dorada de Rolling Stone. ¿Cómo entraste a la revista de Jann Wenner?
Había conocido a Jann durante nuestro primer año universitario en Berkeley. Cuando salió el primer número de Rolling Stone, en seguida reconocí que se trataba de su revista. Me convertí en un lector regular… En esa época, como estudiante, me aburría muchísimo. El medio universitario era pesadísimo: los profesores que hasta entonces habían sido tan apasionantes trataban ahora de formarnos para un oficio. Un día compré un disco y no se parecía en nada a lo que la reseña decía de él. Me sentí estafado. Escribí entonces el comentario que me hubiera gustado leer y lo mandé a Rolling Stone. Dos semanas después, salió publicado. ¡Y además recibí un cheque de 10 dólares! En las semanas siguientes empecé a quejarme, diciéndole a Jann que las críticas de discos eran muy malas. Los discos de rock eran juzgados desde un punto de vista folk: los críticos hablaban solamente de las letras, y escribían con una absoluta falta de pasión. Jann me retrucó, algo típico de su parte, “Si esa sección te parece tan mala, ¿por qué no te hacés cargo de ella?”. Así fue cómo me convertí en jefe de esa sección. Dirigí las críticas durante un año y después me echaron –aunque Jann diga que fui yo el que renuncié… En resumen, en ese momento me di cuenta de que nunca sería profesor, que era mi primera vocación. Enseñé durante un año, pero no tenía paciencia. Después escribí Mystery Train, donde puse todo lo que había aprendido y disfrutado durante mis estudios, relacionándolo con la música que me había apasionado.

“Escribí sobre gente que me conmovió profundamente y sobre la que tenía cosas que decir.”

Elevando al rock al rango de una cultura, volviéndolo digno de exégesis, ¿no se destruye su naturaleza original, instintiva, visceral?
Es una falsa paradoja. Nunca nadie podrá volver respetable al rock: siempre será vulgar, venal, salido de la calle y sujeto a la corrupción. Eso es lo que lo vuelve atractivo, de ahí viene su energía. Y es por eso que, después de tantos años, el rock todavía sigue guardando tantas sorpresas. Porque el rock siempre estará poblado de individuos desesperados que quieren hacerse daño, o volverse ricos, o sencillamente irse de la casa de sus padres, etc. Desde ese punto de vista, el rock nunca se convertirá en algo completamente controlable. En lo que a mí me concierne, nunca traté de volverlo respetable. Pero incluso si lo hubiera intentado, no hubiera podido lograrlo, el rock se habría resistido. No se puede destruir el espíritu original del rock, es demasiado poderoso, demasiado profundo –pueden dejar caer todos los rascacielos de Nueva York sobre Johnny B. Goode, y el disco de Chuck Berry no se romperá. Desde los comienzos del rock, sus fans han hablado de él como si fuera la cosa más importante del mundo. Siempre han discutido sobre las canciones, sobre su sentido, su impacto emocional, y lo hicieron con la misma intensidad y la misma precisión que, más tarde, los críticos de rock. En ese sentido, la crítica de rock no es más que una prolongación escrita de las discusiones de los fans. No veo ninguna paradoja en ese proceso.

Pero convengamos que los mejores escritos hilan más fino, son más ricos y más articulados que una conversación básica entre fans.
¡Eso depende del autor! Pero digámoslo así: los mejores críticos, ya sea de rock, de libros, de cine, etc., escriben porque para ellos ese tema es algo importante y vital. Los mejores críticos escriben con amor, o con furia, no para hacer carrera. Algunas personas leyeron mis libros y me dijeron “Sos tan inteligente y cultivado, ¿por qué perder tu tiempo con Elvis Presley o los Sex Pistols?”. Pero otras personas pueden decir “Tus escritos me desinhibieron, ya no me avergüenza esta música, ni admitir que es algo vital para mí”. Por supuesto, un crítico puede pasarse horas escribiendo sobre canciones que muchísima gente va a escuchar sin prestarles demasiada atención. ¡Pero es normal que así sea! La mayor parte de la gente tiene otras cosas que hacer en su vida, están demasiado ocupados como para tener tiempo para analizar sus gustos. Por el contrario, un crítico está para eso, se trata de su ocupación principal. Aunque no necesariamente el crítico sea un mejor oyente.

En Mystery Train, hay capítulos consagrados a Robert Johnson o a Elvis Presley, pero lo que sorprende es que la mayor parte del libro habla de músicos de “segunda línea”: Randy Newman en lugar de Bob Dylan, Sly Stone en lugar de James Brown, etc. Como si hubieras elegido medallas de bronce más que campeones olímpicos.
Mi meta no era batir récords de venta. Escribí sobre gente que me conmovió profundamente y sobre la que tenía cosas que decir. Además, y esto es muy importante, elegí a esos artistas porque son voces norteamericanas en el sentido más fuerte del término. Creo que toda la gente que aparece en Mystery Train se dijo más o menos conscientemente “El destino de mi país depende en cierta parte de mi responsabilidad. Y el modo de hacerme cargo es a través de mi música”.

¿Cantarías junto a Neil Young “Hey hey, my my, rock’n’roll will never die”?
Esa canción habla de la muerte de Elvis y del surgimiento de los Sex Pistols. Neil Young canta eso de manera muy sarcástica, con una buena dosis de humor negro. Pero se habla de la muerte del rock desde sus comienzos. En distintos momentos de mi vida pensé que el rock había terminado, que estaba gastado, acabado, que ya lo había dicho todo, que se había devorado a sí mismo… y siempre es en esos momentos que surgen las más hermosas sorpresas. Todo depende del sentido que se le dé a ese término. Hoy en día, el rock en sentido estricto se ha convertido en un estilo más entre el amplio espectro de la música popular. Cuando se habla de rock, uno piensa en “música tocada por blancos con guitarras eléctricas”. ¡Si eso es el rock, no solamente está muerto, sino que debe estar muerto y enterrado para siempre! Afortunadamente, al menos para mí, el rock no se limita a eso.

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Entrevista publicada en el número 30 de Los Inrockuptibles — enero-febrero de 1999.

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