30 años sin Raymond Carver
Uno de los cuentistas más importantes del siglo XX se fue hace tres décadas, pero su influencia sigue palpándose en la literatura actual. A modo de homenaje va este repaso por su historia, sus personajes, su relación con Gordon Lish y su huella imborrable en el relato moderno.
Por Santiago Marini
Hacia el final de su vida, Raymond Carver se consideraba, por sobre todas las cosas, un tipo con suerte, alguien que había podido meter dos vidas en el tiempo corto de una. Pensemos en esto: en alguien de Clatskine Oregon, hijo de la clase obrera, que la costumbre más fuerte que tenía era irse a pescar, que cuando terminó la secundaria había leído poco más que revistas de deportes y que entonces trabajaba con su padre en un aserradero en Yakima, diciéndole a la familia sin tono de disculpa que quería ser escritor.
“No dijo periodista, ni editor, ni profesor de inglés”, recuerda su hermana, “dijo escritor. Nosotros no entendíamos nada. En nuestra mente, ser solo escritor no existía”.
En esa economía, en esa abstención de nombrar que Carver aprendió y pulió con Lish es donde radica mucha de la potencia narrativa, porque es donde el lector rellena con sentido.
Y casi que tenían razón. Diez u once años antes de morir, parecía que Carver iba a dejar que la literatura le pasara de largo. Por eso se consideraba un afortunado, por eso todo lo que le decía a Tess Gallagher, su segunda mujer, era lo agradecido que estaba, y que quería que lo dejaran un ratito más. Había sido un estudiante del montón, había dejado su maestría en escritura sin terminar y pasado años sin escribir casi una línea; había sido alcohólico, pero alcohólico en serio, de los de las once de la mañana, y trabajado de kiosquero, conserje y editor de textos empresariales; y diez años después, a la hora de morir de cáncer de pulmón, el 2 de agosto del 88, a los cincuenta, los diarios se despedían del Chékov americano, del Chekov de América, ponían; pensemos en eso.
Ya hablaremos de Gordon Lish, y de la depuración y perfeccionamiento de un estilo que se volvió su marca de agua, pero primero hay que decir que el hallazgo estuvo antes en el arquetipo que eligió como protagonista. En sus cuentos, Carver retrata a esa nueva clase media estadounidense, frágilmente burguesa, a esa clase media que flotaba por los estados del fly-over land viviendo en trailers o en casas prefabricadas, persiguiendo trabajos para pagar las deudas que habían dejado en el pueblo anterior. Los personajes de Carver están atravesados, o más bien estacados, por el agobio del sueño americano, por la asfixia del suburbio impecable: gente que, cuando todavía se elegía entre casarse y estudiar, eligió casarse, puso todos los huevos en la misma canasta, y ahora que tiene más de treinta mira alrededor y ya no hizo la mitad de las cosas que podría haber hecho.
“Gente que está tratando de hacer lo que puede, lo mejor que puede, pero sin embargo no le alcanza”, dijo en una entrevista a principios de los 80, cuando sus dos primeros libros Would you please be quiet, please? (¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?) y especialmente What we talk about when we talk about love (De qué hablamos cuando hablamos de amor) le habían conferido una celebridad inesperada en el mundo literario.
Sin aviso, los cuentos te inmiscuyen en la intimidad de vidas que parece que se deshacen, muchas veces no para ver cómo se deshacen, sino simplemente para verlas de cerca. Arrancan así:
“Se sirvió otro vaso en la cocina y miró los muebles del dormitorio que estaban en el jardín”
“El teléfono suena en plena noche, a las tres de la madrugada, y nos da un susto de muerte”.
“Tengo unas gestiones que hacer al oeste del estado, así que aprovecho para parar en la pequeña población en donde vive mi ex mujer”.
“Un hombre sin manos llamó a mi puerta para venderme una fotografía de mi casa”.
Con el perdón de las infames traducciones de Anagrama en las que nos obligan a leer acá, con las que alguien tendría que hacer algo, a través de estas ventanas podemos espiar, partiendo desde un momento de incomodidad o de quiebre en la rutina, cómo era hasta recién esa rutina chiclosa y desganada que Carver embalsama para nosotros.
Por último, lo de Lish: sin su editor, esos primeros dos libros eran otros libros. Para el segundo, Lish podó en total la mitad de las páginas y cambió casi todos los finales, además de los títulos –incluyendo el del libro– y los nombres de los personajes, como si él conociera tanto o más del universo de Carver que el autor. Como una vez me dijeron, Carver más Lish es Carver, o por lo menos era hasta ese momento. Despojándolo de sentimentalismos, de monólogos y de descripciones, Carver fue la firma del hermetismo, de una economía extrema del lenguaje, y de lo que se rodea todo el tiempo sin poner nunca el dedo en la llaga: la ansiedad, la soledad, o una sensación que no tiene nombre. Todavía hay, para algunos, una duda inútil sobre si esta reducción fue poda o fue mutilación; una duda que Carver tuvo, al principio, pero que no empañó la gratitud que le demostró a Lish en distintas cartas, donde escribió, por ejemplo: “Si tengo alguna posición o reputación o credibilidad en el mundo, te las debo a vos”. En Catedral, Carver aceptaría menos intervenciones, y para su último libro, Tres rosas amarillas, buscaría otro editor.
Los personajes de Carver están atravesados, o más bien estacados, por el agobio del sueño americano, por la asfixia del suburbio impecable: gente que, cuando todavía se elegía entre casarse y estudiar, eligió casarse, puso todos los huevos en la misma canasta, y ahora que tiene más de treinta mira alrededor y ya no hizo la mitad de las cosas que podría haber hecho.
En definitiva, en esa economía, en esa abstención de nombrar que Carver aprendió y pulió con Lish es donde radica mucha de la potencia narrativa, porque es donde el lector rellena con sentido. “La buena literatura es cuando escuchás llover”, dijo John Cheever, con quien coordinó un curso de escritura en la Universidad de Iowa en los setenta. Y eso en Carver está en todas partes: a través del papel podés ver la carne que está asando ese tipo de treinta que quemó las naves, cómo la da vuelta, cómo le pega el sol en la cara y cómo, mientras destapa su sexta cerveza y se sienta en la reposera, se repite lo feliz que es y la suerte que tiene, lo feliz que es y la suerte que tiene.