30 años sin Chet Baker: El hábito del exceso

A tres décadas de la muerte de “la gran esperanza blanca del jazz”, repasamos la turbulenta vida de uno de los más grandes cantantes y trompetista que dio el género.

Los Inrockuptibles
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5 min readMay 14, 2018

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Por Santiago Marini

Chet Baker no estuvo horas sentado en un bar oscuro, rodeado de músicos negros, esperando su turno con la trompeta en las rodillas, adivinándole la cara a Charlie Parker mientras escuchaba a cada uno de los que subían para la audición, hasta descubrirlo a él, como cuenta en As though as I had wings, sus mmorias, y bautizarlo “la gran esperanza blanca del jazz”. Tampoco tuvo, aunque se esforzara convenciendo a sus entrevistadores, una infancia feliz en el seno de una típica familia campesina de Oklahoma: su padre, Chesney, se llevó a su familia del pueblito de Yale a Oklahoma City cuando Chet era un bebé, urgido por la Gran Depresión del 29. Ahí sobrenadó por distintos trabajos, y volvía a su casa tarde para, en una escena tantas veces repetida, golpear a su mujer y a su hijo con un cinturón. Vera, la madre, incubó una dependencia total hacia su hijo que se volvió una asfixia obsesiva; odiando al marido, Chet fue desde muy chico su esperanza masculina, lo que quizás tuvo que ver con que él la negara una vez afuera de la casa. Ya anciana, en el documental Lets Get Lost, sobre la vida de Baker, a Vera le preguntan si a pesar de lo que fue como músico, Chet lo había defraudado como hijo. Vera piensa y toma aire antes de decir con la voz aguachenta lo único que le sale decir: que sí.

Una cosa que podemos presumir por cierta era lo que según él sucedía en los veranos. En vez de gastar su tiempo libre en un hogar gobernado por un padre alcohólico, a Chet lo mandaban a la chacra de su familia en el interior del estado. Ahí sí, cuenta, pasaba los días en la huerta de sus abuelos entre repollos y tomates y zambullendo la cabeza en el corazón rosado de las sandías. Eso es más o menos lo único; el resto, casi todo verso.

A lo largo de su vida, lo mejor que le pasó a Chet Baker resultó ser que lo encerraran, o por lo menos que lo apartaran de la sociedad.

Muchos años más tarde, con la cara poceada y los ojos hundidos, Chet entró en la casa de su cuñado a punto de quebrarse. Abrazándolo, le habló al hombro y le pidió que le diera algo, lo que fuera, para poder comprar un poco de droga. Ya con cincuenta dólares en el bolsillo, se relajó, caminó hacia la puerta y sonrió con sus dientes negros. “¿Estuve bien?”, le preguntó. “Yo podría haber sido actor”, dijo antes de salir.

Y eso también era cierto. A veces con tocar bien no basta. Apenas salido a la cancha, Baker tenía la pinta que tantas veces emparentaron con James Dean: una pera angulosa, un jopo erguido. En una época en la que el jazz simbolizaba el reviente y la deserción, Baker era un sureño blanco que podía venderle discos a adolescentes con la foto de la tapa. Y, por las dudas que no alcanzara, tenía una voz suave y vibrante, que parecía a la vez espumosa y de vidrio.

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A lo largo de su vida, lo mejor que le pasó a Chet Baker resultó ser que lo encerraran, o por lo menos que lo apartaran de la sociedad. La primera vez que se anotó en el ejército, a los diecisiete, el barco lo parió sobre la costa alemana con la guerra ya terminada. Fueron días buenos: se dedicó a tocar en la banda de ceremonias, y como entonces ni siquiera fumaba, podía cambiar su ración de cigarrillos por paseos en lancha en el lago Wannsee, en las afueras de Berlín. La segunda, después de haber dejado la universidad por resistirse a aprender teoría musical, también le sirvió para practicar, tocando varias horas al día para la orquesta de su base militar en San Francisco.

También cuentan acá todas las veces que estuvo en la cárcel, la más larga de quince meses en Italia, donde escribió decenas de canciones y pasó los días sobrio, haciendo ejercicio y jugando juegos de mesa. De otra forma, todas las fechas que armaba y toda la plata que ganaba eran un pretexto para drogarse hasta que no le quedara un poro del cuerpo sin pinchar. En la biografía La larga noche de Chet Baker, James Gavin cuenta que hacia el final de su vida, Baker tomaba seis gramos de heroína por día, casi siempre combinada con cocaína, y que a falta de otro lugar se tenía que inyectar en el escroto.

Chet Baker fue un eslabón indispensable en la continuación del jazz. En la posguerra, había que decidir qué hacer con un género que pregonaba la experimentación como dogma, pero que se había vuelto estridente y sectario.

Por último, la reclusión a la que se vio forzado cuando perdió toda la dentadura en el 68’ cuando entre cuatro o cinco personas lo fajaron por una deuda con un dealer. De vuelta en la casa de sus padres, Baker tuvo que aprender a tocar desde cero. En su autobiografía cuenta cómo, teniendo una familia que mantener, trabajó un tiempo en una estación de servicio cargando nafta: mentira. En realidad no duró ni dos días, y en cambio fue a una oficina del estado a pedir un plan social. Durante casi dos años se dedicó a practicar, lejos de las tentaciones, su instrumento con un método y una obligación que nunca antes había tenido.

Suelto, Chet Baker fue un eslabón indispensable en la continuación del jazz. En la posguerra, había que decidir qué hacer con un género que pregonaba la experimentación como dogma, pero que se había vuelto estridente y sectario. El cool jazz de la costa oeste tomó la iniciativa estética de Miles Davis y lo convirtió en escuela: ejecutada por músicos de una naturalidad ensayada, gélidos e impermeables, el movimiento revalorizó lo melódico por sobre lo técnico y lo sutil por sobre lo visceral. De esa escuela fue símbolo Baker, con su voz delicada y su enorme intuición melódica para tocar la trompeta.

Pero abajo del escenario, su vida fue la historia de su relación con las drogas. “Todos esos intentos por sacarlo de la heroína, y él no quería salir de la heroína. Eso es una herejía en el mundo moderno. Se supone que digas: ‘mea culpa, mea culpa. Ay, Dios, ayudame’. A Chet no le importaba un carajo”, dijo sobre él Gerry Mulligan, con quien formó uno de los cuartetos más recordados de la historia del cool. Al final, cuando lo encontraron muerto sobre la vereda de una calle céntrica en Amsterdam, con la cara huesuda y rugosa y pesando menos de cincuenta kilos, sus amigos coinciden en que fue un alivio para todos.

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