Anticipo: “El imperio de la vigilancia”, de Ignacio Ramonet

¿El fin de la vida privada?

Los Inrockuptibles
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5 min readMay 30, 2016

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En la era de Internet, el control del Estado puede alcanzar dimensiones alucinantes. Porque, de una u otra forma, ahora confiamos en Internet nuestros pensamientos más personales e íntimos, tanto profesionales como emocionales. Por eso, cuando el Estado decide escanear nuestro uso de la Web con la ayuda de tecnologías superpotentes, no solo sobrepasa sus funciones, sino que profana nuestra intimidad, deshuesa literalmente nuestra alma y saquea el refugio de nuestra vida privada.

Sin que tengamos conciencia de ello, a ojos de los nuevos “Estados de control” nos volvemos semejantes al protagonista de la película The Truman Show, directamente expuestos a la mirada de miles de cámaras y bajo la escucha de miles de micrófonos que exponen nuestra vida privada a la curiosidad planetaria de los servicios de información.

En este sentido, Vince Cerf, uno de los creadores de la Red, piensa que “en la época de las modernas tecnologías digitales, la vida privada es una anomalía”. Leonard Kleinroc, uno de los pioneros de Internet, es incluso más pesimista: “Esencialmente –dice–, nuestra vida privada se ha terminado, y puede decirse que es imposible recuperarla”. Tanto más cuanto que las empresas privadas tratan también de saber lo máximo sobre nosotros, invocando los beneficios que un mayor conocimiento de nuestros datos personales podría procurarnos, de acuerdo con el principio: “Dime todo sobre ti, y te serviré mejor”. Que en realidad quiere decir: “Te controlaré mejor, y ya no podrás escapar de mí”.

La seguridad total no existe, no puede existir. Mientras que la ‘vigilancia total’ se ha convertido, por el contrario, en una realidad cada vez más verosímil.

Muchos ciudadanos se resignan a que se ponga fin a su derecho al anonimato, como si fuera una especie de fatalidad de nuestro tiempo. Ante esta indiferencia respecto a una de nuestras libertades fundamentales, reacciona el sociólogo Zygmunt Bauman, que exclama: “Lo que me asusta no es la llegada de una sociedad de la vigilancia, sino que vivamos ya en ella sin que eso nos preocupe”. Por otra parte, el deseo de defender nuestra vida privada puede parecer reaccionario o “sospechoso”, porque solo los que tienen algo que ocultar tratan de esquivar el control público. Por lo tanto, las personas que piensan que no tienen nada que reprocharse, nada que esconder, no son hostiles a la vigilancia del Estado. Sobre todo si, como prometen las autoridades, la vigilancia va acompañada de sustanciales beneficios en materia de seguridad.

Pero este discurso: “Dadme un poco de vuestra libertad y os devolveré el céntuplo en seguridad” es una trampa para ingenuos. La seguridad total no existe, no puede existir. Mientras que la “vigilancia total” se ha convertido, por el contrario, en una realidad cada vez más verosímil.

Contra la estafa de la seguridad, cantinela constante de todos los poderes, recordemos la lúcida advertencia lanzada por Benjamin Franklin, uno de los padres de la Constitución de Estados Unidos: “Un pueblo dispuesto a sacrificar un poco de libertad por un poco de seguridad no merece ni una ni otra. Y acaba perdiendo las dos”. Una reflexión de completa actualidad, que debería alentarnos a defender nuestro derecho a la vida privada, cuya principal función no es otra que salvaguardar nuestra intimidad.

Sin que tengamos conciencia de ello, a ojos de los nuevos “Estados de control” nos volvemos semejantes al protagonista de la película The Truman Show, directamente expuestos a la mirada de miles de cámaras y bajo la escucha de miles de micrófonos que exponen nuestra vida privada a la curiosidad planetaria de los servicios de información.

Jean-Jacques Rousseau, el filósofo de la Ilustración, el primer pensador que “descubrió” la intimidad, nos dio ejemplo de ello. ¿No fue acaso el primero en rebelarse contra la sociedad de su tiempo y contra la voluntad inquisitorial de controlar la conciencia de los individuos?

El fin de la vida privada sería una auténtica calamidad existencial, ha señalado también la filósofa Hannah Arendt en su libro La condición humana. Con enorme clarividencia, apunta en ese ensayo los peligros que representa para la democracia una sociedad que no distinga suficientemente entre vida privada y vida pública. Lo cual supondría, según Arendt, el fin del hombre libre. Y arrastraría inexorablemente a nuestras sociedades hacia nuevas formas de totalitarismo.

Terror y antiterror

En la era digital se está intensificando, en todo el mundo, un debate social sobre tres realidades que chocan entre sí: la amenaza de una vigilancia electrónica generalizada, técnicamente posible a partir de ahora; la indispensable salvaguarda de la vida privada, y la necesidad de seguridad frente a nuevas formas de criminalidad y terrorismo.

El uso del terror con fines políticos viene de hace tiempo. Aunque no tanto, pues no hay terrorismo, en el sentido moderno del término, sin medios de comunicación de masas que mantengan y amplifiquen el efecto del miedo colectivo. Ahora bien, los medios de masas no aparecen hasta la segunda mitad del siglo XIX. Por chocante que pueda parecer, un acto terrorista es casi siempre un (sangriento) mensaje dirigido a una colectividad por una organización, generalmente clandestina. El uso indiscriminado de la violencia mortífera contra civiles inocentes tiene normalmente como objetivo promover una causa de la que inevitablemente se harán eco los medios.

En el transcurso de la historia, un gran número de organizaciones políticas han recurrido al terrorismo para fomentar sus tesis. Partidos, tanto de derecha como de izquierda, grupos nacionalistas, étnicos, religiosos o revolucionarios, incluso Estados, han practicado el terrorismo. Pero, tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, reivindicados por la organización salafistayihadista Al Qaeda, se puede decir que tanto el terrorismo como el antiterrorismo entraron en una nueva dimensión.

En la era digital se está intensificando, en todo el mundo, un debate social sobre tres realidades que chocan entre sí: la amenaza de una vigilancia electrónica generalizada, técnicamente posible a partir de ahora; la indispensable salvaguarda de la vida privada, y la necesidad de seguridad frente a nuevas formas de criminalidad y terrorismo.

Los ataques del 11 de septiembre de 2001 abrieron una nueva etapa en la historia contemporánea. El ciclo geopolítico que acabó ese día había comenzado el 9 de noviembre de 1989 con la caída del Muro de Berlín y, más tarde, con la desaparición de la Unión Soviética, el 25 de diciembre de 1991. Una etapa que, además, conoció el auge de la mundialización neoliberal. Sus principales características, celebradas sin descanso por los grandes medios, fueron: la exaltación del régimen democrático, la celebración del Estado de Derecho y la glorificación de los derechos humanos.

En política interior y exterior, esta moderna trinidad fue considerada como una especie de imperativo categórico ético. Este tríptico, no desprovisto de ambigüedades (¿de verdad se pueden conciliar mundialización neoliberal y democracia planetaria?), contó con la adhesión de los ciudadanos, que, con razón, veían en él un avance del derecho contra la barbarie.

A este respecto, la “respuesta democrática” a las atrocidades del 11 de septiembre de 2001 marcó un claro retroceso. En nombre de una “guerra justa” contra el terrorismo, pareció como si, de pronto, todas las transgresiones, incluso las más innobles, estuvieran permitidas. Para emprender una guerra de venganza contra Afganistán, Washington no dudó, de entrada, en entablar alianzas con autócratas antes políticamente intratables: por ejemplo, el general golpista Pervez Musharraf, de Pakistán, o el dictador de Uzbekistán, Islam Karimov. En la democracia, valores morales que la víspera aún eran considerados “fundamentales” abandonaban a hurtadillas la escena política.

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El imperio de la vigilancia
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Nadie está a salvo en la red global de espionaje

(Capital Intelectual) 160 páginas

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