Argentina Beat. Derivas literarias de los grupos Opium y Sunda
Entre las historias subterráneas de la misteriosa Buenos Aires de la inagotable década del sesenta, había una que permanecía sin contar. La que gira en torno a los grupos Opium y Sunda, por fuera del radar de los grandes acontecimientos culturales tan revisados y estudiados en la facultad de Letras y fuera de ella. Si se ha mapeado hasta el cansancio la escena literaria, si se han diseccionado las influencias de autores de la década del sesenta y el ochenta hacia atrás, ¿cómo es posible que nadie haya reparado hasta ahora en la poesía y la narrativa salvaje de un grupo de escritores que estaba haciendo en ese momento algo que nadie hacía? Esta especie de descuido viene ahora a zanjarse en la antología Argentina Beat. Derivas literarias de los grupos Opium y Sunda (1963–1969), fruto de una larga investigación de Federico Barea, bibliófilo incansable.
“Nos conocimos en revistas, en bares, en confusas reuniones a las tres de la mañana. Nos conocimos orinando en baños donde leímos que Perón o Tarzán nos salvarían; nos miramos a los ojos y sonreímos: ninguno quería ser salvado”, dicen, a la manera de elocuente presentación y mito de origen, en el número 1 de la revista Opium, especie de fanzine que sobrevivió hasta el número 4, circulando de mano en mano entre conocidos. Alrededor de Opium giraron una serie de nombres que a la mayoría de los lectores puede no decirles nada, pero que bien harían en empezar a registrar: Reynaldo Mariani, Ruy Rodríguez (único sobreviviente de la camada), Isidoro Laufer, Sergio Mulet y Marcelo Fox (este último enaltecido por Alberto Laiseca y Fogwill, nada menos). Cultores de una literatura confesional, inconformista, su escritura estaba repleta de contraseñas, de apropiaciones y evasiones. Con la presencia subyacente de las anfetaminas, el alcohol y el humo de la marihuana, sus textos invitan a ser leídos sin prejuicios, dejándose llevar por las imágenes y sensaciones más que por una trama que avance en línea recta sin sobresaltos. Como ejemplos allí están “Inventario sobre la marihuana y ella”, de Ruy Rodríguez, o “Toco el cielo con los dedos”, de Gianni Siccardi.
“Desde mi perspectiva, Sunda es más metafísico que Opium. Opium es más de barrio en el sentido de que son más descreídos, irreverentes, irresponsables, mientras que en Sunda hay, creo, un compromiso más fuerte con la existencia, una búsqueda de transformación a través de la escritura.” (Federico Barea)
¡Existen los beatniks argentinos!
Esta entusiasta afirmación de Miguel Grinberg en su revista Eco Contemporáneo era bastante elocuente. Grinberg, hilo conductor de tendencias, radar de identificación y contacto con autores norteamericanos porque era uno de los pocos que hablaba bien inglés, y amigo de varios célebres beatniks –vínculos que narra en su libro Memoria de los ritos paralelos–, fue quizá uno de los primeros en reparar en la importancia de lo que elucubraban los integrantes de Opium y Sunda. Más adelante en el tiempo, es el crítico Rafael Cippolini el que se detiene en las afinidades electivas en cuestión, cuando en el prólogo a Argentina Beat dice: “En algo se parecen o acercan a Kerouac, Ginsberg, Corso o Snyder: su sintaxis es ritmo, pulso, respiración agitada, improvisación, ruido, es otra música. Hay jazz, blues, pero también tango, bossa nova y bolero. Y el inevitable rock”. Pero el caleidoscopio de influencias de ambos grupos parece ser más extenso e inagotable todavía: la bohemia porteña, el Instituto Di Tella, la frecuentación del bar Moderno, donde se daban cita varios artistas, la música de Tanguito o Manal, los viajes a Brasil, pueden mencionarse también. Parte de toda esta escena saturada de contrastes y fuertes dosis etílicas puede verse en la ya célebre película Tiro de gracia, de 1969, adaptación de la novela homónima de Sergio Mulet dirigida por Ricardo Becher, con música de Manal y las actuaciones estelares de los pintores Roberto Plate, Alfredo Plank, y de las primeras actrices Perla Caron y Susana Giménez. La vida de Mulet, sin embargo, es una de las que termina peor, alimentando el mito: fue asesinado en 2007 por su mujer con un arma blanca en una aldea de Transilvania.
Escribir para conspirar y huir
Más allá del encorsetamiento de los géneros literarios, y mucho más allá todavía del mercado y las instituciones culturales, a los que ostensiblemente les daban la espalda, los autores reunidos bajo el influjo de ambos grupos tienen biografías llamativas. De más está decir que, excepto Néstor Sánchez, ninguno conoció ni experimentó la consagración, más bien todo lo contrario. Varios de sus representantes (Diana Machiavello, Marcelo Fox) murieron jóvenes o completamente olvidados en el extranjero (Isidoro Laufer en Israel, además del ya mencionado Mulet). Otros se radicaron en el exterior y se dedicaron a otra cosa (el arte, el psicoanálisis). Unos pocos se mantuvieron a flote, escribiendo y publicando en ediciones artesanales de corta circulación.
Lo que llama la atención al leer sus textos con tanta distancia –pasaron más de cincuenta años desde que el primer número de Opium vio la luz– es cómo todavía vibran sus escrituras. Cómo hay una llama que despierta, como si hubiera estado ahí, esperando que alguien la avivara. Y cómo la música, la improvisación del jazz, y una nostalgia irremediable y poética, está presente en los textos. Para que ahora accedamos a ellos, el trabajo del compilador, Federico Barea, es notable. Él es quien, movido por un interés profundo, se encargó de reunir el material disperso en el país y en bibliotecas extranjeras, seleccionarlo, catalogarlo y darle un nuevo orden. Para eso tardó cuatro años, en los que trabó amistad con varios de sus protagonistas, como Ruy Rodríguez y Hugo Tabachnik.
Con la presencia subyacente de las anfetaminas, el alcohol y el humo de la marihuana, sus textos invitan a ser leídos sin prejuicios, dejándose llevar por las imágenes y sensaciones más que por una trama que avance en línea recta sin sobresaltos.
¿Qué es lo que diferencia a los grupos Opium y Sunda? En principio, Opium fue fundamentalmente un órgano de difusión de textos de un grupo reducido de escritores que respondían a la máxima de Ezra Pound que citaban en cada uno de sus números: “Cantemos al amor y al ocio, nada más merece ser habido”. Sunda, en cambio, devino editorial, y en su sello se publicaron libros de los integrantes del grupo por separado, como la sorprendente nouvelle de Diana Machiavello, Terrazajaula (1967), luego traducida al francés y publicada en 1973 en Les Temps Modernes, la revista dirigida por Sartre; o Cuerito viejo verde, donde se reúnen los poemas de José Peroni.
En una entrevista reciente, Barea arroja otra distinción entre ambos grupos: “Desde mi perspectiva, Sunda es más metafísico que Opium. Opium es más de barrio en el sentido de que son más descreídos, irreverentes, irresponsables, mientras que en Sunda hay, creo, un compromiso más fuerte con la existencia, una búsqueda de transformación a través de la escritura. Todos estos autores no eran periféricos porque estaban segregados sino porque proponían una radicalidad en la vida y en la obra: para poder escribir poesía tenían que vivir como poetas. Era una época en que se pedía más libertad y no más seguridad”.
“Todos están solos/ Todos buscan compañía para formar soledades mayores/ Todos se mueren sin darle demasiada importancia al asunto”, dice, por ejemplo, en un poema, Marcelo Fox, acentuando esa búsqueda inútil y esa comunión imposible. Como muestra valga este libro, mapa inesperado y cartografía paralela de los sesenta, de una década que ya parecía demasiado visitada y conocida.
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Argentina Beat. Derivas literarias de los grupos Opium y Sunda
(Caja Negra) 320 páginas
Compilación de Federico Barea y prólogo de Rafael Cippolini
Foto 1: Steve Wilkinson, Hugo Tabachnik, Poni Micharvegas y Halma Cristina Perry en una azotea del Lower East Side, Nueva York. Foto de Juan Julián Caicedo, 1968.
Foto 2: Isidoro Laufer, Ruy Rodríguez, Sergio Mulet y Mariani en un afiche por el número 2 de la revista Opium. / Tapa del número 4 de Opium, 1966. Ilustración de Gustavo Trigo.