No sé hacer nada más que música”

Tres años después del magnífico Pom pom, Ariel Pink ofrece una continuación sentimentaloide y dura llamada Dedicated to Bobby Jameson y reconoce tener las horas contadas viviendo de la música.

Los Inrockuptibles
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4 min readOct 13, 2017

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Por Carole Boinet

Su pelo pasó del rubio al negro. Del largo al corto. Sus cachetes se arrugaron. Su camisa, en la que se ve a la familia Simpson, exhala excentricidad. Ariel Pink tiene treinta y nueve años. Podría tener diez menos, o más. Parece un guión que une la infancia y la edad adulta. O un loco. O un genio. No estamos muy seguros.

Y estaremos aún menos seguros después de los cuarenta y cinco minutos de entrevista que nos da, en la que dibuja un casco vikingo en un trozo de papel, la intranquilidad unida a un cuerpo transpirado, agobiado por el calor o por la ansiedad. Ariel Pink es un enigma al que nos enfrentamos desde hace años, buscando desesperadamente el fondo del asunto: ¿bromista?, ¿provocador?, ¿alborotador?, ¿punk?, ¿caprichoso?, ¿amargado?

A Ariel Pink no le gustan las entrevistas ni la prensa. Y nos lo dice. “Me dan ganas de encerrarme. Es como si estuviera en terapia durante varios días, escuchando la misma pregunta e intentando responder de forma diferente”, reconoce el músico en plena presentación de su undécimo disco, Dedicated to Bobby Jameson. Lo más sorprendente no es este arranque de honestidad sino el hecho de que se confiese charlatán, multiplicando las digresiones como si se aventurara armado con linterna en el laberinto fantasmagórico que es su cerebro.

Laberinto con paredes cubiertas con chicles que dio nacimiento al disco número once, el excéntrico y genial Dedicated to Bobby Jameson, prolongación de Pom Pom (2014). Un lugar de romances y añoranzas, relleno de ruidos de dibujos animados, del eco espectral o de distorsiones de la voz en el que los esqueletos son sentimentaloides y en el que Ariel Pink interpreta al Gato de Cheshire, haciendo muecas, preocupado. Le ahorraremos nuestras metáforas; no estamos seguros de que le gusten. Ariel Pink nació como Ariel Marcus Rosenberg en Los Ángeles y no parece ser alguien a quien le gusten muchas cosas. Es la postura adoptada por una estrella en modo desilusión precuarentena, posindustria musical.

La música ahora es libre; la gente ya habló: nadie quiere pagar por ella. No se puede hacer dinero con la música. Nos están alentando a que salgamos con calma del edificio antes de que se derrumbe.”

La música ahora es libre; la gente ya habló: nadie quiere pagar por ella. No se puede hacer dinero con la música. Nos están alentando a que salgamos con calma del edificio antes de que se derrumbe. Solo volverá a construirse si Google se vuelve un sello discográfico y cobra por su contenido”, diagnostica el inclasificable músico californiano.

Ariel Pink tiene miedo. Piensa en el futuro, piensa en el dinero. Parece sincero. El músico reflexiona y especula en voz alta: “¿Y si a los 55 termino en la calle? Tengo que ahorrar. No sé hacer nada más que música. Es mi único talento. Entonces cada tres años acepto contarles mi vida a los periodistas”. En tu cara. Detrás de la antipatía aparente aparece un cuestionamiento relevante: ¿cómo perdurar y sobrevivir cuando no te llamás ni Drake ni Beyoncé?

Un poco de eso habla su nuevo disco, concebido como un homenaje a Bobby Jameson, singer-songwriter de Los Ángeles que conoció una breve gloria antes de ser robado por sus mánagers. Alcohólico, sin un peso, Bobby Jameson desapareció de circulación. Su resurrección sucedió en 2007 bajo la forma de blogs autobiográficos. Ariel Pink, que se sintió tocado en lo más profundo, decidió ofrecerle una gloria póstuma a este loser magnífico que él mismo podría haber sido. O que quizá es.

Después de The Doldrums (2000), su primer disco, Ariel Pink oscila entre el anonimato y la notoriedad, molestando a algunos, haciendo fantasear a otros, sin que sepamos muy bien dónde ubicarlo: ¿con Weyes Blood, con quien sacó un EP? ¿En su campaña para Yves Saint Laurent de 2013? ¿En una habitación del mítico hotel de lujo Château Marmont en el Sunset Boulevard hollywoodense? ¿En la tristeza que recubre sus ojos azules? ¿En su arte del trolling consumido? ¿En sus canciones condimentadas con MDMA?

¿Y si a los 55 termino en la calle? Tengo que ahorrar. No sé hacer nada más que música. Es mi único talento. Entonces cada tres años acepto contarles mi vida a los periodistas.

Ariel Pink ya no tiene veinte años. Y lo sabe: “Soy inseguro. Me huelo siempre el aliento. Cuando era joven, estaba contento de ser una mierdita maloliente. Cuanto más envejezco, más me parezco a las personas que odiaba en la escuela secundaria”, reconoce el músico al pensar en su carrera musical y el paso del tiempo. Ariel ya no escucha tanta música como antes, pero dice que lee libros de astronomía. Le gustaría ser normal, “volverse todo lo invisible que se pueda”. Paradójico.

En “Another Weekend”, Ariel Pink habla del tiempo que pasa pero asegura no tener miedo de morir, prefiere desarrollar un pensamiento performativo. Y el californiano decide explayarse sobre el tema: “Podríamos ser infinitos, sin principio ni fin. Si elegimos nuestro destino, ¿por qué no podemos elegir la vida después de la muerte? Quizá si no creés en Dios, eso sea efectivamente lo que pase. No sé por qué la gente piensa que es más realista pensar que no hay nada después de la muerte. El mundo no es más que una gran fantasía”. Y eso es lo que ofrece este disco idiosincrático: el recorrido de un universo extraño por el sueño delirante y psicotrópico de un pibe ultrasensible.

Ariel Pink
Dedicated to Bobby Jameson

(Mexican Summer)

> ariel-pink.com

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