Bohemio yo soy. El arte en el mercado inmobiliario
El libro de ensayos de la artista y crítica neoyorquina Martha Rosler permite pensar los cambios de las grandes ciudades en las últimas décadas. Un caso porteño.
Por Matías Capelli
Noche calurosa de diciembre en los alrededores del estadio de Atlanta, dando vueltas por Humboldt y Darwin, entre Corrientes y Warnes. Hasta hace no mucho en esas cuadras de noche era raro encontrar otra cosa que no fueran jubilados que salían a tomar fresco, vecinos que sacaban a pasear al perro o banditas que paraban en la esquina tal y tal. Predominaban la oscuridad y el empedrado, las pintadas alusivas al Club Atlético Atlanta y un silencio de vez en cuando interrumpido por neumáticos traqueteando contra la piedra, por o una alarma que sonaba hasta cansarse en el vacío atemporal.
Era una especie de isla, de dimension paralela en la ciudad. Son pocas cuadras que de alguna forma están cercadas por las avenidas Corrientes y Warnes, por Juan B. Justo y el estadio León Kolbowski. Un recodo residencial adyacente a las marroquinerías, a los talleres mecánicos, a los negocios de venta de autopartes y repuestos automotores, y al esqueleto de hormigón de las tribunas y a los portones de entrada de Atlanta. Y, desde hace unos años, a la mole del microestadio que quedó a medio construir, inacabada, y que irradia sobre toda la zona un aire fantasmal.
" A su debido tiempo, los artistas y hipsters son expulsados por la gente más rica que se muda a los abundantes lofts vacíos lujosamente reciclados, o a las nuevas construcciones de alta gama erigidas en las zonas fabriles evacuadas. Por desgracia, muchos artistas que se ven desahuciados en este proceso no logran ver (o persisten en ignorar) el rol que han jugado al ocupar estos distritos antiguamente excluidos."
¿Cómo habrá sido ese paisaje urbano en los años treinta, cuando era una zona de fábricas, curtiembres, depósitos y talleres metalúrgicos, con el estadio de madera del Club Atlético Atlanta de un lado y, a poco más de doscientos metros, el curso a cielo abierto del arroyo Maldonado?
Pero estamos a fines de 2017, y algo parece haber cambiado, recientemente, en esa parcela que es como si estuviera encajonada, en algún punto aislada del resto de Villa Crespo, un barrio que hace tiempo acusa recibo del derrame gentrificador de Palermo.
“Gentrificación” es la palabra clave para entender los cambios experimentados por las grandes ciudades occidentales en las últimas décadas, y es también uno de los conceptos que articulan el libro de ensayos de Martha Rosler, recientemente publicado por Caja Negra: Clase cultural. Arte y gentrificación. Barrios que en algún momento fueron de clase media trabajadora, zonas industriales en desuso, viejas fábricas, galpones y edificios son reciclados y revalorizados.
Primero llegan los artistas, porque es un lugar barato. Viven o tienen ahí sus estudios, abren galerías, espacios diversos y de a poco van alterando el ecosistema del barrio. El barrio empieza a tener “onda”, un commodity que a su vez empieza a multiplicarse y venderse. Cada vez hay más negocios, más locales para el esparcimiento. Hasta que el barrio se vuelve tan caro, que los artistas y las galerías ya no pueden pagar los alquileres, emprenden el éxodo desplazados por la clase media acomodada, los turistas, las cadenas de negocios, las franquicias internacionales. A veces son procesos más o menos dirigidos por el Estado, incluso apoyados con gran obra pública (ampliación de la red de subte) y a veces se dan de forma más o menos espontánea. Para un funcionario de la actual administración municipal, la gentrificación es un fenómeno completamente deseable y positivo. Rosler, en cambio, desde la tradición crítica, lo problematiza. Y pone el dedo en la llaga cuando se pregunta por el rol de los artistas, de la clase cultural.
Rosler retoma las ideas de la socióloga urbana Sharon Zukin, de su libro de 1982 Loft Living: Culture and Capital in Urban Change, quien a partir de los procesos en el SoHo y el East Village de Nueva York en los setenta, elabora una teoría del cambio urbano según la cual “los artistas y todo el sector de las artes visuales –especialmente las galerías comerciales, los espacios regenteados por artistas y los museos– son un motor principal para la reconversión de la ciudad posindustrial y para la renegociación de los inmuebles en beneficio de las élites”. La experiencia neoyorquina se irá replicando primero en las grandes capitales de Europa y después en otras latitudes, de Estambul a San Pablo, demostrando que “la transformación de los distritos de viejos depósitos y edificios de departamentos en ruinas en bienes raíces valiosos se podía lograr permitiendo que los artistas vivieran y trabajaran en ellos”. En Estambul tenemos el barrio de Karaköy, tradicionalmente musulmán. Empezaron a abrir galerías, espacios de arte, la gente tomaba alcohol en las calles en un vernissage y sacaba de quicio a los viejos vecinos del barrio, verdaderos chispazos de choque cultural.
“La autenticidad de estos barrios urbanos –con sus poblaciones mayoritarias de clase trabajadora–” se caracteriza por el “grit (polvo), que significa ausencia del brillo burgués y una especie de recordatorio de la inconmensurabilidad de la naturaleza en medio del estado no natural de la ciudad”, escribe Rosler, y más adelante agrega: “La llegada de gran cantidad de artistas, hipsters y de quienes los siguen trae consigo la erradicación de este atractivo inicial. A su debido tiempo, los artistas y hipsters son expulsados por la gente más rica que se muda a los abundantes lofts vacíos lujosamente reciclados, o a las nuevas construcciones de alta gama erigidas en las zonas fabriles evacuadas. Por desgracia, muchos artistas que se ven desahuciados en este proceso no logran ver (o persisten en ignorar) el rol que han jugado al ocupar estos distritos antiguamente excluidos”.
Hoy Palermo es un centro comercial boutique a cielo abierto, con sus ubicuas cervecerías, restaurantes de sushi, negocios de diseño, de ropa, etc.: puro brillo y cero grit. Es muy infrecuente que el pasado y el presente todavía convivan como distintas capas geológicas, y un buen ejemplo son Skay Beilinson y la Negra Poly, últimos mohicanos de esa generación pionera que llegó en los ochenta, viviendo en su casa de siempre ahora rodeada de bares y haciendo denuncias por ruidos molestos.
Para un funcionario de la actual administración municipal, la gentrificación es un fenómeno completamente deseable y positivo. Rosler, en cambio, desde la tradición crítica, lo problematiza. Y pone el dedo en la llaga cuando se pregunta por el rol de los artistas, de la clase cultural.
La clase cultural se fue derramando hacia Chacarita, Villa Crespo, Almagro, Colegiales, Villa Ortúzar, pero los alrededores del estadio de Atlanta se habían mantenido bastante al margen. Y es que ¿quien va a poner un bar en la zona de Warnes, una de las más desoladas de noche en la ciudad? ¿Quién va a poner una galería de arte en la entrada del estadio León Kolbowski? Pero a su vez, ¿por qué no? Si está cerca del subte, del tren, de las grandes avenidas, apenas oculto. Si partido hay los sábados y cada quince días. Ahora es de noche, un viernes de diciembre, y circulan artistas, músicos, escritores –gente sensible, económicamente marginal. Durante varios días tiene lugar el festival Perfuch, organizado por la galería UV, más tarde esa misma noche hay una lectura de poetas en el nuevo bar Beba, cruzando por Juan B. Justo llegan los que vienen de la librería La Internacional Argentina que acaba de cerrar.
A esa altura más que una calle Humboldt tiene algo fronterizo, con la mole abandonada del microestadio rematando un cuadro espectral. En algún momento la terminarán y vendrán de a miles a los recitales, y en algún momento alguien construirá un par de torres. Y chau grit.
Martha Rosler
Clase Cultural. Arte y gentrificación
(Caja Negra)
256 páginas