Diane Arbus en el Malba: la poética de la marginalidad

Los Inrockuptibles
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10 min readJul 14, 2017

Fotógrafa voraz de una estética implacable y riguroso blanco y negro, Diane Arbus hizo foco en aquellos seres que quedaban fuera de campo: los freaks, los desencajados y los marginales que poblaban las calles de Nueva York. Este mes llegan al Malba las imágenes de En el principio, que corresponden a sus primeros años de carrera y permanecieron ocultas hasta después de su suicidio. En ellas aparece otra de sus obsesiones: los retratos urbanos de la alta burguesía. Perfil de una artista que generaba una intimidad perturbadora con sus modelos.

Por Diego Erlan

Imagen de arriba: Lady on a bus, N.Y.C. 1957
© The Estate of Diane Arbus, LLC. Todos los derechos reservados.

El 28 de noviembre de 1969, Diane Arbus escribe una carta dirigida a su exmarido, Allan, de quien toma el apellido, para contarle que luego de una serie de fotografías que acaba de revelar –sobre retrasados mentales disfrazados en las fiestas de un asilo–, parece “haber descubierto la luz del sol, la luz de la tarde invernal. Es simplemente maravilloso. En general, parezco haber pervertido tu brillante técnica, haciéndolo todo al revés, y podrías decir que son solo instantáneas, pero mejores. Son tan líricas y tiernas y poéticas”. Sería la última serie que haría antes de suicidarse, dos años después, y terminaría por conocerse como “Sin título”. Pervertir una técnica, hacer todo al revés: ese quizá sea el manifiesto estético de Arbus. En la anomalía, en todo aquel resquicio que se escapa a la norma, encontrará su lirismo, su ternura y su poesía. Aunque sus críticos opinen lo contrario. Hay una pregunta que cabe hacerse al observar sus fotografías: ¿cómo se construyó esa mirada pervertida? Una respuesta posible quizá se encuentre en las imágenes que integran la exposición En el principio en Malba.

Aparecidas después de su muerte, estas primeras imágenes reveladas, que comprenden la mitad del trabajo total que hizo Arbus en vida, estaban almacenadas en cajas en un rincón inaccesible del cuarto oscuro que tenía en el sótano de una casa en el número 29 de Charles Street del Greenwich Village. Hasta que el Diane Arbus Archive se incorporó al Metropolitan Museum of Art en 2007 nunca antes habían sido inventariadas. Solo entonces este material empezó a ser explorado y a cobrar importancia. El descubrimiento tuvo la misma carga que pudo haber tenido el hallazgo de la obra de otra fotógrafa: Vivian Maier. Y de hecho resulta interesante analizar la composición de las imágenes, ese punto de vista de Arbus que, en su formación, que se desarrolla en las calles de Nueva York, encuentra puntos de contacto con ese deambular constante de Maier en los ratos libres que le dejaban los niños que cuidaba. En ambas fotógrafas hay una mirada extrañada del mundo que las rodea. Sabemos que Maier nunca mostró sus imágenes, que permanecieron ocultas durante años. Otro fue el caso de Arbus, que se erigió como una fotógrafa voraz de una estética implacable y una referente de la fotografía del siglo XX. Ese desarrollo se alimentó en las calles de las ciudades, en el interior de los cines, en las cenas de la alta sociedad, pero también en los camarines de las travestis antes de un show de striptease, en los personajes de circos y en los enfermos mentales.

Arbus tenía una técnica: no taparse los ojos con la cámara sino ponérsela a la altura del pecho. Es decir que no se escondía ante sus modelos sino que los sumaba a la escena. Eran ellos. Era una conversación.

Los anormales

Diane Arbus nació como Diane Nemerov un 14 de marzo de 1923, en Nueva York, en el seno de una rica familia judía, dueña de tiendas de ropa en la Quinta Avenida, en Manhattan. Patricia Bosworth, en la biografía que escribió sobre la fotógrafa, cuenta que vivió rodeada de lujos y comodidades, pero que también tuvo una vida de soledad y carencias afectivas a causa de sus padres ausentes. En la biografía de Arbus, como si fuera un relato mítico, como si esa perversión en la mirada tuviera que tener una razón, Boswort aplica cierta reflexión psicoanalítica para contar que en su infancia a Diane le habían prohibido que mirara todo lo que fuera anormal: un albino con los ojos rosas a medio cerrar, un bebé con labio leporino o una mujer gorda como un globo debido a alguna misteriosa deficiencia glandular. Como se lo habían prohibido, entonces Diane los miraba con más atención, y desarrolló una profunda simpatía por toda rareza humana. Esas criaturas extrañas habían tenido madres “normales”, pero habían salido del útero alteradas por una misteriosa fuerza que no llegaba a comprender. Es por esos años que una película como Freaks, de Tod Browning, le produce un shock. “La película cautivó a Diane”, cuenta Boswort, “porque los monstruos no eran imaginarios sino reales, y esos seres siempre habían sido para ella motivo de atracción, de reto y de terror, porque constituían un desafío a muchas convenciones vigentes. A veces Diane pensaba que su terror estaba vinculado a algo que yacía en lo más profundo de su subconsciente”. Cuando contemplaba a personas raquíticas que trabajaban en el circo, como el Esqueleto Humano, o a la Mujer Barbuda, “pensaba en ese ser oscuro y antinatural que llevaba oculto dentro de sí misma”. Ser espectadora de la película de Browning desató en Arbus un latente interés que desde niña confesaba sentir hacia determinados seres extraños y diferentes, aquellos fenómenos repudiados por la sociedad. Diane Arbus, en 1971, explicaba esta fascinación: “Los freaks son algo que he fotografiado mucho. Hay un halo de leyenda en torno a ellos. Como esa persona que en los cuentos de hadas te pide que resuelvas un acertijo. La mayoría de la gente pasa por la vida con el miedo de tener una experiencia traumática. Los freaks han nacido con el trauma. Ya han superado la prueba de la vida”. El rostro del otro, sostiene el sociólogo David Le Breton, suscita una impresión de la que no siempre es fácil deshacerse.

Perturbar al otro

A los dieciocho años, Diane se casa con Allan Arbus, de quien no solo toma su apellido sino también el interés por la fotografía: él es su primer maestro, con quien trabaja como asistente de arte durante muchos años en los encargos de fotografía de moda para las revistas más famosas de la época, como Vogue. Con el tiempo, Diane Arbus empieza a despreciar este oficio y por eso decide retirarse para encontrar un nuevo horizonte, esta vez como fotógrafa. Luego de estudiar con Berenice Abbott en los años 40 y Alexey Brodovitch hasta mediados de los 50, encuentra en el trabajo de Lisette Model la verdadera inspiración para convertirse en la fotógrafa que buscaba ser. Ella es quien le enseña que la fotografía es una emoción pura que posee el poder de perturbar al otro.

Sus primeros trabajos aparecen a principios de los 60 en la revista Esquire, y luego siguen en las páginas de Harper’s Bazaar y otras revistas donde publica más de un centenar de fotografías, entre retratos y ensayos fotográficos. Es en 1962 cuando Diane Arbus, en busca de una mayor claridad en la imagen y una relación más directa con sus modelos, cambia su cámara Nikon por una Rolleiflex gran angular. Con ella empieza a componer sus imágenes de una manera lenta, encuadrando de un modo diferente a sus personajes, en un formato más cuadrado, más justo, más cerrado.

Woman with white gloves and a pocket book, N.Y.C. 1956 © The Estate of Diane Arbus, LLC. Todos los derechos reservados.

De ese año, justamente, es ese icónico retrato del niño con granadas en la mano en el Central Park. ¿La inocencia perdida? Tanto como la tenebrosa imagen de un castillo de Disney o esa imagen estática de un árbol de Navidad, en el rincón oscuro de una casa al parecer deshabitada, con el televisor apagado y el sillón vacío, y las luces y los regalos dispuestos, como si latieran. La composición vuelve a los objetos amenazantes. Y la tensión, a medida que el espectador permanece frente a ella, crece, se acumula, como se acumulan los regalos, arrinconados contra la pared, como si hubiera alguien muerto en otro cuarto, como si hubiera gritos que nadie puede escuchar. Y de hecho esa imagen, que a pesar de su aparente cotidianeidad acumula una carga de tensión inaudita, se vuelve insoportable por el peso de las referencias: un cuento de hadas que termina en pesadilla. La imagen articula un rasgo perturbador en la obra de Arbus: objetos cotidianos, con fuerte carga simbólica, que sin otra información más que el vacío y la soledad, generan angustia. Algo similar es lo que Arbus encuentra en una imagen de 1956 en la que puede verse un Santa Claus en una calle de Nueva York, de pie, abatido, con una señora bien vestida que pasa sin prestarle atención. La toma goza de cierta espontaneidad. El gesto corporal del hombre disfrazado evidencia cierto malestar por el registro (obsérvese el gesto recio, los bigotes mal colocados, las manos tiesas al lado del cuerpo). En ese cruce entre el abatimiento del hombre y la indiferencia de la mujer, Arbus consigue una tensión que no se desata.

La construcción de la mirada

Muchas de las imágenes que se exhiben en la muestra En el principio están fechadas a finales de los años 50: un momento de prueba y error, de búsqueda, de afilamiento. Las mujeres de tapado en los colectivos, los besos en las pantallas de cine, las secretarias sentadas en un escritorio vistas desde atrás de un vidrio. Lo cotidiano que se vuelve extraño desde la mirada del otro. Nadie se salva. Ni siquiera los niños en los que Arbus observa maldad o deformidad disfrazada de ternura. Lo que esas fotografías atestiguan es aquella verdad intrínseca sobre la naturaleza humana que a Diane Arbus aterraba y fascinaba a la vez: la maldad implícita y potencial manifestada o no, desatada o no, por cualquier ser humano. Más que un testimonio de lo extraño, lo deforme o perverso de la condición humana, estas imágenes constatan cómo pueden manifestarse estos defectos en el ser humano. La obra de Arbus es una respuesta a ese ocultamiento o repulsión que produce lo extraño y lo anormal en la sociedad. En su época y en todas las épocas. Incluso en la nuestra. Fotografía contra la hipocresía de su familia y con la hipocresía inherente en cada uno de nosotros. Una herida en la cara, un defecto, una deformidad. Ese es el punto que el otro no podrá ignorar, pero sin decirlo, para no herir susceptibilidades, y quizá esa mirada sea mucho más hiriente que cualquier comentario.

Todos estamos abatidos. Todos estamos disfrazados. Eso nos dice Arbus. Solo falta reconocerlo.

Arbus dirigió su interés no solo hacia la simple curiosidad que le causaba la vida de estos personajes marginales sino que se deleitó retratando a gigantes, albinos, enanos, hermafroditas, anormales, así como de igual forma se interesó por capturar con su lente personas físicamente “normales”, develando en ellos la marginalidad, la enajenación, la monstruosidad. De este modo Diane Arbus enseña que nadie es tan normal como intenta mostrarse.

¿Qué se cifra en las miradas que registra Arbus? A veces no hay nada inquisitivo. Se imponen ante la cámara. Hay una virtud en el que está del otro lado: los mira atentos y ellos le devuelven la mirada. En esa comunicación se produce un diálogo donde parecieran contarse sus secretos. Parece que Arbus tenía una técnica: no taparse los ojos con la cámara sino ponérsela a la altura del pecho. Es decir que no se escondía ante sus modelos sino que los sumaba a la escena. Eran ellos. Era una conversación. Hasta se diría un intercambio de experiencias. Una imagen de 1956 muestra a un taxista detenido, con dos pasajeros detrás. Todos la miran. Y en este punto, en el de la mirada, habría que analizar cada una de las que aparece en este grupo de imágenes: siempre los que miran a cámara son los marginales. No tienen nada que ocultar. Las señoras bien vestidas de la alta sociedad neoyorquina son las que cierran los ojos o miran para otro lado. Solo una, vestida con tapado, en el asiento de un colectivo, le sostiene la mirada a la cámara. ¿Por qué? Nadie lo sabe. No tendrá nada que ocultar. Por otro lado, la intimidad que Arbus consigue con los marginales de la sociedad resulta enternecedora. Como esa stripper en Atlantic City a la que retrata en 1961. Habría que preguntarse si en esos excluidos, ella, en realidad, no encontraba otra cosa más que almas gemelas.

Boy stepping off the curb, N.Y.C. 1957―58 © The Estate of Diane Arbus, LLC. Todos los derechos reservados.

En otro tiempo –desde la Edad Media hasta fines del siglo XVII–, el acto de pervertir suponía la existencia de una autoridad divina; el pervertidor era, ante todo, un ser doble, atormentado por la figura del Diablo pero habitado al mismo tiempo por un ideal del bien que no cesaba de aniquilar con el fin de ofrecer a Dios, su maestro y su verdugo, el espectáculo de su propio cuerpo reducido a un desecho. La perversión, entiende Élisabeth Roudinesco, solo existe como un desarraigo del ser respecto al orden de la naturaleza. Y por consiguiente, a través de la palabra del sujeto, no hace sino imitar el mundo natural del que se ha extirpado con el fin de parodiarlo mejor. ¿Eran parodias las imágenes de Arbus? No parecieran. O sí, cuando retrata a esos que pretendían ser los ejemplos de la sociedad: las mujeres de la aristocracia, los que creían estar del lado correcto de la vida. Hay más emoción en el abatimiento del hombre vestido como Santa Claus que en la indiferencia de la mujer que pasa caminando con su trajecito oscuro y sus guantes. Todos estamos abatidos. Todos estamos disfrazados. Eso nos dice Arbus. Solo falta reconocerlo. Y ver como si fuera por primera vez esa luz de la tarde invernal.

Diane Arbus
En el principio

En Malba (Av. Figueroa Alcorta 3415, CABA)
Desde el jueves 13 hasta el 9 de octubre.

> malba.org.ar

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