“Doctor Strange: hechicero supremo”, de Scott Derrickson
En su crítica para Time, Stephanie Zacharek describe el nuevo eslabón Marvel en el cine como una película “dueña de una significativa cualidad que otros films de la compañía ni poseen: un sentido del humor sobre sí misma, que usa con la levedad de la Capa de la Levitación”. La “Capa de la Levitación” es parte de la jerga que la fábula de Stephen Strange trae al cine y –como bien dice Zarachek– esa puntiaguda pieza de terciopelo define la efervescencia del film.
La diversión en Doctor Strange difiere de otras cultivadas por Marvel en el cine: no apela a la idea infantil de la celebridad super (Robert Downey Jr. y su permanente juego “soy RDJR, soy Iron Man”, barajando a voluntad su fama y su canchereada) o a la pandilla de Guardianes de la Galaxia (hay corazón, hay música, pero todo es tan obvio como un mapache que habla como un secundario de una película de los 80). Su sentido de la comedia es más travieso que obvio, aunque eso no implica que por instantes no sea simple de percibir. Lo que genera un disfrute extra es la sensación de que incluso las partes serias parecen configuradas para mostrar la sonrisa debajo del manto shakesperiano: todos parecen jugar con la idea de “una de superhéroes” pero con la distancia justa para que los fundamentalistas no se den cuenta. Strange es más busterkeatoniana que Saturday Night Live: entiende de tiempos y silencios, de gozar de la distancia con el material y tener compasión con la ridiculez (aunque puede burlarse de ella vaso en mano). Su gran truco es usar la galera Marvel para sacar un conejo. En realidad, está sacando a Bugs Bunny pero con silenciador.
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Benedict Cumberbatch es clave en ese disfrute. Su transformación de cirujano hasta ser el hechicero supremo del planeta Tierra posee lomas de burro narrativas varias. Entre ellas puede enumerarse la constante filtración húmeda de mensajes dignos de libro de autoayuda, la anemia que implica poner más fuerza en el vodevil del super que en la construcción de un conflicto y una búsqueda de inventiva visual (básica en el cómic de 1963 y los dibujos de Steve Ditko) que necesita un Viagra para tener la misma destreza física durante todo el film. Cumberbatch deviene el Riquelme de un equipo (Rachel McAdams, Tilda Swinton, Chiwetel Ejiofor) que sabe tocar incluso sin mirar y ejecutar. Hasta los instantes más serios de Doctor Strange poseen una luz socarrona, secreta incluso, que en sus mejores momentos deviene teatral (las sesiones de entrenamiento), fluorescente (su comedia visual) y borgianamente estroboscópica (el final).
Si sus instintos visuales para mostrar los poderes mágicos de Strange y pandilla usan como patrón los fractales de un caleidoscopio, su forma de moverse entre ellos tiene más de Bill Murray que de acrobacia karateca. Incluso cuando lo segundo domina la pantalla, brilla la sutileza de la distancia que no condena sino que explora el material seduciendo a quien observa. En ese sentido, Doctor Strange es un triunfo. Se la puede procesar como otro origen de Marvel, pero sus trucos tienen que ver menos con ese Las Vegas anabólico que propone el film y más con la prestidigitación. Con saber construir el espéctaculo por un lado, y la artimaña que será su alma por el otro.
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Doctor Strange: hechicero supremo
De Scott Derrickson
Con Benedict Cumberbatch y Tilda Swinton